España, a partir de la Restauración, vivió largos años de paz (las
guerras coloniales y la de África no fueron guerras nacionales), y
largos años de libertad; una libertad que entonces parecía imperfecta,
pero que hoy no disfruta ningún pueblo de la tierra. En esta paz se
engendró, como en todas las que ha conocido la historia, la debilidad
del poder público; y el espíritu de renovación que caracteriza —y hace
gloriosa— a esa etapa de la vida española acabó por torcerse,
políticamente, hacia una demagogia, que agravaron los años de súbito e
inmerecido bienestar material de la guerra europea y de su posguerra. Acaso sea el pueblo español, eminentemente ascético, el más sensible a la corrupción de la abundancia. Hacia el año 1923, cuando ocurrió el golpe de Estado del general Primo de Rivera,
en todas las clases sociales dominaba el difuso sentimiento de que «así
no se podía continuar»; y al calor de ese sentimiento pudo realizarse y
triunfar la dictadura. Pero entonces no se hablaba aún de comunismo o
se hablaba gratuitamente. La agitación que hizo posible la dictadura se
debía a una sorda descomposición, genuinamente nacional, que afectaba a
toda la sociedad, desde sus cabezas más eminentes hasta los más
profundos estratos del pueblo; y que un gran político de entonces,
conservador de nombre, pero de espíritu renovador, don Antonio Maura,
definió y se esforzó en combatir como «crisis de la ciudadanía». Al
calor de esta relajación de los resortes del Estado, crecía la fuerza
revolucionaria específicamente española, la anarquista, localizada
durante largos años en Cataluña, en donde se había convertido en una
endemia tolerada, con víctimas numerosas cada año, que se apuntaban en
las estadísticas con la misma naturalidad que las de fiebre tifoidea. El
año 1919, esta endemia tuvo una explosión, la llamada «semana trágica»,
con quema de conventos y toda clase de violencias, pero todavía con el
estilo revolucionario castizamente español. Hoy, después de tantos
horrores, nos parece todo aquello, que tanta pasión suscitó, una broma
de colegiales. Su verdadera gravedad estuvo, no en las luchas de la
calle, sino en lo que entonces no supimos ver; en que por vez primera el liberal español, ya igual entonces a los liberales europeos, amparó con su liberalismo una causa profundamente antiliberal, y sólo porque estaba teñida de rojo.
El socialismo español no era todavía una fuerza extremista. Lo prueba la docilidad con que unos años después se plegó a la dictadura del general Primo de Rivera, cuyos únicos enemigos fueron fuerzas burguesas;
y no sólo las de filiación liberal, sino muchos conservadores de
siempre; y hasta una parte del propio ejército, precisamente la de mayor
espíritu aristocrático: el cuerpo de artillería. Aun al terminar la
dictadura, una parte importante de los jefes socialistas hubieran
aceptado —y de ello tengo pruebas irrefutables— la colaboración con una
monarquía renovada por una nueva Constitución.
En la misma calda de la Monarquía y advenimiento de la República la
influencia visible del comunismo fue muy escasa. Si se repasa la
propaganda, muy activa y violenta, que precedió a las elecciones de
abril del año 1931 (las que ocasionaron el cambio de régimen), apenas se
encontrará en ella rastros de comunismo. Creo que este nombre no se
pronunció una sola vez en el mitin de la plaza de toros que precedió en
pocos días a la votación de Madrid y que la decidió a favor de las
izquierdas. Cuando aquella noche leyó los discursos uno de los ministros
del Gobierno monárquico, hizo el comentario de que la mayoría de ellos
habían sido más templados que cualquiera de los que se pronunciaron
quince años más atrás con ocasión de los sucesos de Barcelona, por los
hombres liberales, gubernamentales y monárquicos. Esta misma impresión
se recoge de las Memorias del que era entonces director de Seguridad de Madrid, el general Mola,
que había de alcanzar, andando los años, tan alta celebridad. Idéntica
falta de preocupación directamente comunista se reflejaba, dentro de la
conciencia de gravedad de la situación, en las conversaciones de los
últimos gobernantes de la monarquía, con varios de los cuales nos unía
estrecha amistad personal.
Sin embargo, la campaña de los partidos y
de la prensa de la derecha anunciaba una serie de catástrofes si el
movimiento republicano triunfaba, a pesar de su carácter pacífico
y de que sus principales jefes eran hombres moderados, liberales,
muchos, inclusive, sin tradición republicana, entre ellos el propio
señor Azaña. Ahora sería arbitrario discurrir sobre lo que
hubiera sucedido de no sobrevenir el advenimiento de la República,
suceso que en aquellas circunstancias era, a mi juicio, inevitable; y lo
prueba la absoluta naturalidad con que ocurrió. En la historia hay una
cosa absolutamente prohibida: el juzgar lo que hubiera sucedido de no
haber sucedido lo que sucedió. Mas lo que no admite duda es que las
profecías de las derechas extremas o monárquicas que se oponían a la
República se realizaron por completo: desorden continuo, huelgas
inmotivadas, quema de conventos, persecución religiosa, exclusión del
poder de los liberales que habían patrocinado el movimiento y que no se
prestaron a la política de clases; negativa a admitir en la normalidad a
las gentes de derecha que de buena fe acataron el régimen, aunque, como
es natural, no se sintieran inflamadas de republicanismo extremista. El
liberal oyó estas profecías con desprecio suicida. Sería hoy faltar
inútilmente a una verdad elemental el ocultarlo. Varios siglos de éxito
en la gobernación de los pueblos —algunos aún no extinguidos, como los
de las democracias inglesa y norteamericana—, habían dado al liberal una
excesiva, a veces petulante, confianza en su superioridad. La casi
totalidad de las estatuas que en las calles de Europa y de América
enseñan a las gentes el culto de los grandes hambres, tienen escrito en
su zócalo el nombre de un liberal. Cualquiera que sea el porvenir
político de España, no cabe duda de que en esta fase de su historia fue el reaccionario y no el liberal, acostumbrado a vencer, el que acertó.
Pero aun estas previsiones pesimistas se fundaban en la intervención de
fuerzas ocultas, como el judaísmo y la francmasonería, más que en la
acción comunista directa que parecía, hasta a los más suspicaces,
teórica; o, por lo menos, muy remota.
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937
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Publicado en la Revue de París en su número del 15 de diciembre de 1937