MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica
Para Antonio el progreso social y económico depende de nuestra capacidad de creación y de innovación. La capitalización de la renta que pagamos al extranjero por nuestra dependencia tecnológica supone una cifra superior del Ministerio de Educación, que es precisamente el Departamento nacional que debería liberarnos de esa dependencia del conocimiento tecnológico, en vez de impartir doctrina de baja estofa moral a nuestros jóvenes.
La disuasión atómica, como fundamento del orden político planetario, genera la moral filistea del “realismo” político en las relaciones internacionales. Peor aún. La seguridad de que ninguna de las potencias nucleares está dotada de una moral “sansoniana”, convierte objetivamente el riesgo nuclear en una situación de chantaje político. Ahora bien, por el contrario, en el caso de pequeños países, como Corea del Norte, la posesión de la bomba atómica garantiza su independencia nacional. Y no debemos creernos seguros, porque la Historia nos revela que no sólo ha habido individuos sansones, sino también naciones enteras sansones.
El sistema económico español está concebido para dar la hegemonía al capital financiero sobre el capital industrial, y en consecuencia para entregar al poder político del Estado el poder del dinero. Es a todas luces irracional y escandaloso que unos pocos propietarios del pequeño paquete de acciones que detenta la administración y el control de todo el capital bancario decida la política económica del Estado. En la llamada crisis del ladrillo, cuando los bancos deberían haber funcionado como los pulmones de la economía, llevando el oxígeno a las empresas con mayor asfixia y cianosis, quitaron de golpe, por el contrario, el poco oxígeno que les quedaba, lo que hizo aumentar nuestra crisis económica. Cuando el Estado se ve precisado a subir en su fastigio al economista profesional es que ya vive en la víspera de su derrumbamiento. El banquero Necker presidió en 1788 como Ministro de Estado la política de reforma que precedió en un año a la toma de La Bastilla. El banquero Laffite protagonizó, como Presidente de la Asamblea y como Jefe del Gobierno, toda la reforma constitucional de la Monarquía burguesa de Luis Felipe, “abriendo el reino de los banqueros” que precedió a la revolución clasista y a la República de 1848. El financiero Miliukov, como jefe del partido constitucional democrático y Ministro de Asuntos Exteriores, fue el hombre fuerte del Gobierno reformista que precedió en meses a la Revolución de Octubre.
El conocimiento se convierte en cultura en la medida que genera un sistema de ideas y de valores vivos capaces de provocar una conducta civil. Sistema de ideas que establece un modo de pensar y de vivir la vida colectiva, es decir, una ética social. La crisis de la educación y del arte constituyen el presagio de una crisis general de impotencia y de barbarie. Siendo la función de la cultura esencialmente integradora, se comprende que las primeras manifestaciones históricas de la política cultural las haya realizado el Estado totalitario. Trotsky mantenía que así como el régimen comunista debería controlar y planificar con detalle toda la economía nacional, la cultura debería dejarse al libre albedrío de la sociedad y sus individuos. Pero si no se tiene la hegemonía cultural un Estado totalitario tiene un futuro problemático. Siguiendo la idea trotskista, Antonio García Trevijano sostenía que la política cultural del Estado conduce, a través de la oficialidad del saber, a la uniformidad y a la alienación de las conciencias, es decir, a una cultura subordinada al criterio burocrático. Por ello, la liberación de la creación científica y artística, y la orientación humanizadora de la enseñanza es la alternativa que debe realizar una política cultural de Estado, es decir, una cultura durablemente subordinada al criterio democrático. La política cultural como creación y reproducción de un estado durable de la Humanidad ha de partir de una constatación fundamental: la crisis de la Humanidad es una crisis de las humanidades clásicas, de la cultura “humanista”, del olvido del latín y el griego. La cultura civilizada ha sido desplazada por la posmodernidad de la globalización bárbara, y la infinidad de culturas gremiales, de género y de nacionalistas. La nivelación socialista de la cultura exige el rebajamiento de los conocimientos, hoy “saberes básicos”, de la información y del gusto.
La moral del éxito y el cínico “realismo” de nuestros moralmente muy pedestres políticos ha consagrado el fracaso de la ética de la responsabilidad y el de los objetivos humanos de la técnica y del crecimiento económico. La picardía y el instinto de salvación que una oligarquía de partidos prolongada provoca a las masas destruyen las más viejas y arraigadas virtudes tradicionales sobre las que se asienta la convivencia ciudadana en una Democracia. El sentido del honor, de la lealtad, de la fidelidad a la palabra dada, de la generosidad, de la verdad, e incluso de la amistad, pierden pronto su significado social, como principios morales de la solidaridad humana, ante una organización del Estado y de la sociedad que ponen en peligro el status y el trabajo de los ciudadanos que osan desafiarla con sus ideas o con sus acciones. La delación, la desconfianza, la sospecha, la traición, el favoritismo, la cobardía, la adulación al superior, la ausencia de toda posibilidad de expresión de un pensamiento crítico, determina el nacimiento de la corrupción, del oportunismo y de la indiferencia política. Cuando a los candidatos se les exige antes de entrar en las listas electorales una declaración de sus bienes es lo mismo que mirar, como en los tiempos de Lombroso, las orejas en asa de los presuntos o potenciales criminales.
Las lenguas catalana, vasca o gallega no dan ninguna identidad nacional a Cataluña, Vascongadas o Galicia.
El prestigio intelectual de Antonio, como pensador político y filósofo de arte, fue siempre anterior a sus libros, la mayoría de los cuales publicó después de haber cumplido los sesenta años, y eran producto de lo que él mismo había rumiado de modo incesante durante más de cuarenta años. De ahí la velocidad con que escribía. No hay argumento pensado que no se hubiese limado y abrillantado durante muchísimos años. Trevijano compartía sus pensamientos con amigos, en tertulias y conferencias antes de consignarlos en sus libros, como si quisiera pasar la prueba de la presentación pública y sus posibles sugerencias. Esa tardanza en publicar hace que los libros de Antonio, como los de Heidegger, sean de pensamiento profundamente concebido y no de meros saberes aprendidos. Eso le diferencia fundamentalmente con los que critican el sistema político por sus síntomas decididamente antidemocráticos, pero que no llegan a diagnosticar la enfermedad que los fundamenta.
Trevijano odiaba el consenso porque suponía que cada participante en él tenía que transigir no sólo con sus valores morales y políticos, sino también con la mentira. La transigencia es señal cierta de no buscar la verdad. Cuando un hombre transige, en cosa de ideal, de honra o de principios, ese hombre es un rufián sin ideal, sin honra y sin principios. El verbo “consentire”, de donde viene “consensus”, tuvo siempre, a pesar de Cicerón, connotaciones muy peyorativas en el Mundo Clásico. “Cum Persarum exercitus contra Graeciam bellum gererent, Peloponnesi civitas, cui Caryae nomen fuit, cum hostibus consensit”.
Doctor en Filología Clásica
Para Antonio el progreso social y económico depende de nuestra capacidad de creación y de innovación. La capitalización de la renta que pagamos al extranjero por nuestra dependencia tecnológica supone una cifra superior del Ministerio de Educación, que es precisamente el Departamento nacional que debería liberarnos de esa dependencia del conocimiento tecnológico, en vez de impartir doctrina de baja estofa moral a nuestros jóvenes.
La disuasión atómica, como fundamento del orden político planetario, genera la moral filistea del “realismo” político en las relaciones internacionales. Peor aún. La seguridad de que ninguna de las potencias nucleares está dotada de una moral “sansoniana”, convierte objetivamente el riesgo nuclear en una situación de chantaje político. Ahora bien, por el contrario, en el caso de pequeños países, como Corea del Norte, la posesión de la bomba atómica garantiza su independencia nacional. Y no debemos creernos seguros, porque la Historia nos revela que no sólo ha habido individuos sansones, sino también naciones enteras sansones.
El sistema económico español está concebido para dar la hegemonía al capital financiero sobre el capital industrial, y en consecuencia para entregar al poder político del Estado el poder del dinero. Es a todas luces irracional y escandaloso que unos pocos propietarios del pequeño paquete de acciones que detenta la administración y el control de todo el capital bancario decida la política económica del Estado. En la llamada crisis del ladrillo, cuando los bancos deberían haber funcionado como los pulmones de la economía, llevando el oxígeno a las empresas con mayor asfixia y cianosis, quitaron de golpe, por el contrario, el poco oxígeno que les quedaba, lo que hizo aumentar nuestra crisis económica. Cuando el Estado se ve precisado a subir en su fastigio al economista profesional es que ya vive en la víspera de su derrumbamiento. El banquero Necker presidió en 1788 como Ministro de Estado la política de reforma que precedió en un año a la toma de La Bastilla. El banquero Laffite protagonizó, como Presidente de la Asamblea y como Jefe del Gobierno, toda la reforma constitucional de la Monarquía burguesa de Luis Felipe, “abriendo el reino de los banqueros” que precedió a la revolución clasista y a la República de 1848. El financiero Miliukov, como jefe del partido constitucional democrático y Ministro de Asuntos Exteriores, fue el hombre fuerte del Gobierno reformista que precedió en meses a la Revolución de Octubre.
El conocimiento se convierte en cultura en la medida que genera un sistema de ideas y de valores vivos capaces de provocar una conducta civil. Sistema de ideas que establece un modo de pensar y de vivir la vida colectiva, es decir, una ética social. La crisis de la educación y del arte constituyen el presagio de una crisis general de impotencia y de barbarie. Siendo la función de la cultura esencialmente integradora, se comprende que las primeras manifestaciones históricas de la política cultural las haya realizado el Estado totalitario. Trotsky mantenía que así como el régimen comunista debería controlar y planificar con detalle toda la economía nacional, la cultura debería dejarse al libre albedrío de la sociedad y sus individuos. Pero si no se tiene la hegemonía cultural un Estado totalitario tiene un futuro problemático. Siguiendo la idea trotskista, Antonio García Trevijano sostenía que la política cultural del Estado conduce, a través de la oficialidad del saber, a la uniformidad y a la alienación de las conciencias, es decir, a una cultura subordinada al criterio burocrático. Por ello, la liberación de la creación científica y artística, y la orientación humanizadora de la enseñanza es la alternativa que debe realizar una política cultural de Estado, es decir, una cultura durablemente subordinada al criterio democrático. La política cultural como creación y reproducción de un estado durable de la Humanidad ha de partir de una constatación fundamental: la crisis de la Humanidad es una crisis de las humanidades clásicas, de la cultura “humanista”, del olvido del latín y el griego. La cultura civilizada ha sido desplazada por la posmodernidad de la globalización bárbara, y la infinidad de culturas gremiales, de género y de nacionalistas. La nivelación socialista de la cultura exige el rebajamiento de los conocimientos, hoy “saberes básicos”, de la información y del gusto.
La moral del éxito y el cínico “realismo” de nuestros moralmente muy pedestres políticos ha consagrado el fracaso de la ética de la responsabilidad y el de los objetivos humanos de la técnica y del crecimiento económico. La picardía y el instinto de salvación que una oligarquía de partidos prolongada provoca a las masas destruyen las más viejas y arraigadas virtudes tradicionales sobre las que se asienta la convivencia ciudadana en una Democracia. El sentido del honor, de la lealtad, de la fidelidad a la palabra dada, de la generosidad, de la verdad, e incluso de la amistad, pierden pronto su significado social, como principios morales de la solidaridad humana, ante una organización del Estado y de la sociedad que ponen en peligro el status y el trabajo de los ciudadanos que osan desafiarla con sus ideas o con sus acciones. La delación, la desconfianza, la sospecha, la traición, el favoritismo, la cobardía, la adulación al superior, la ausencia de toda posibilidad de expresión de un pensamiento crítico, determina el nacimiento de la corrupción, del oportunismo y de la indiferencia política. Cuando a los candidatos se les exige antes de entrar en las listas electorales una declaración de sus bienes es lo mismo que mirar, como en los tiempos de Lombroso, las orejas en asa de los presuntos o potenciales criminales.
Las lenguas catalana, vasca o gallega no dan ninguna identidad nacional a Cataluña, Vascongadas o Galicia.
El prestigio intelectual de Antonio, como pensador político y filósofo de arte, fue siempre anterior a sus libros, la mayoría de los cuales publicó después de haber cumplido los sesenta años, y eran producto de lo que él mismo había rumiado de modo incesante durante más de cuarenta años. De ahí la velocidad con que escribía. No hay argumento pensado que no se hubiese limado y abrillantado durante muchísimos años. Trevijano compartía sus pensamientos con amigos, en tertulias y conferencias antes de consignarlos en sus libros, como si quisiera pasar la prueba de la presentación pública y sus posibles sugerencias. Esa tardanza en publicar hace que los libros de Antonio, como los de Heidegger, sean de pensamiento profundamente concebido y no de meros saberes aprendidos. Eso le diferencia fundamentalmente con los que critican el sistema político por sus síntomas decididamente antidemocráticos, pero que no llegan a diagnosticar la enfermedad que los fundamenta.
Trevijano odiaba el consenso porque suponía que cada participante en él tenía que transigir no sólo con sus valores morales y políticos, sino también con la mentira. La transigencia es señal cierta de no buscar la verdad. Cuando un hombre transige, en cosa de ideal, de honra o de principios, ese hombre es un rufián sin ideal, sin honra y sin principios. El verbo “consentire”, de donde viene “consensus”, tuvo siempre, a pesar de Cicerón, connotaciones muy peyorativas en el Mundo Clásico. “Cum Persarum exercitus contra Graeciam bellum gererent, Peloponnesi civitas, cui Caryae nomen fuit, cum hostibus consensit”.