miércoles, 6 de mayo de 2020

Tener, de repente, volumen


Hughes
Abc

Como todos, salvo los políticos, llevo el pelo largo por las semanas de confinamiento. Yo me autoconfiné el día 9 de marzo, así que estoy cerca ya de mis dos meses de vida retirada. Fui muy listo, por una vez, y lo último que hice como civil “libre” fue cortarme el pelo. Mantuve una inolvidable conversación de toques apocalípticos con mi admirado peluquero y, con el pelo bien cortito, una caja de ibuprofenos y un termómetro recién comprado, me encerré a esperar en casa lo que tuviera que venir.

Esperaba con cierta sensualidad, eso sí, el momento de tener que cortarme el pelo, y hasta tenía preparada la maquinilla. Pensaba en raparme, como una forma de depuración. Siempre quise hacerlo. Dejarme como Lo Pelat. Hughes Lo Pelat. Presentía una gran liberación ahí, y lo demoraba como si eso me fuera a dar mucha libertad dentro del arresto. Esa libertad, pensaba, no me la podrían quitar… Sin embargo, con el paso de los días me empezó a pasar algo con lo que no contaba. Me vi con el pelo largo y no me vi nada mal. Por inspiración paterna fui siempre propenso a la marcialidad capilar. Cortito. Poca broma. Mínimas concesiones al caracolillo o a la esponjosez. Por eso no sabía cómo sería mi aspecto pasadas tantas semanas sin tijera.

El pelo se me rizó,  pero de una forma que yo no recordaba. Un rizo ya maduro, añoso, reflexivo. Mi pelo había adquirido también otro tono con el tiempo. No solo eran las canas, había un cansancio que, sin embargo (y está mal que yo lo diga), le daba un cierto, innegable atractivo. Con el confinamiento se me puso la cabeza importante y el pelo se me fue amontonando señorialmente sobre las orejas. Esto, que me parecía afectación, que era impropio de mí, de mi condición, incluso de mi clase, se me reveló estos días como una posibilidad a considerar. Se me fue poniendo cabeza de Cayetano, con esas guedejas de coqueta importancia. Se me fue poniendo, en definitiva, el pelo un poco pijo.

La clave, a mi entender, está es tener volumen sobre las orejas. No el pelo corto, aburrido, vertical y sin historia, sino una frondosidad que otorgue volumen a los lados abombando la cabeza. El hombre con ese pelo es ya un hombre retratable, un hombre-busto.

Volumen supra-auricular lo hay de dos tipos: con un ligero encrespamiento clásico (tipo Espinosa), de una cierta ruralidad propietaria española, o suave, lacio, como le quedaría a un Ciudadaner (un Roldán, por ejemplo), esos pelillos modernizados que son como nidos de suavidad.

Me doy cuenta de que menciono nombres muy altos. Cumbres muy logradas. Jamás yo me hubiera atrevido a tanto, pero pasadas las semanas se dio la paradoja de que mi pelo no me asalvajaba, sino que hacía asomar mis ocultas posibilidades patricias, mis complejidades ilustradas.

Debo confesar que sí: me vi interesante.

No había entendido yo, en mi cejijuntez, que el pelo es multiforme, variadísimo, que una cabeza no es solo el flequillo. Yo tenía especializada la zona de la expresión capilar en la parte superior del cráneo, en la visera, como si uno fuera un comercio, un kiosko. El resto de la cabeza solo se podía llevar corta o muy corta. En esto tendrá que haber una castración expresiva de profundas raíces familiares, culturales y sociales. Pero como si fuera encontrando mi ser con los días de encierro, el Hughes que ahora pasa ante el espejo es otro hughes. Un Hughes que, hipotéticamente, podría tener tierras o al menos algo en la cabeza.

Me miro y, francamente, veo a un pariente de Goya o al menos del Soso Gallego. Veo seriedad. La intensidad dramática y el dolor de España ya no está solo en mis ojos. Veo que de las orejas me sale la historia, la madurez. La edad. Esa nueva espesura me la miro y es que veo a Jovellanos.

Sí, lo sé. Es coquetería. Esto es vanidad en un estado delirante. Me atuso el suprauricular y sopeso en mí un caudal que antes no tenía, es como acariciar otra barbilla (¡tengo tres actualmente!). Este pelo da un efecto mayor a todo lo que digo o cogito. Mis ideíllas parecen más, parece llegar más alto y estar más pensadas. Veo en mí, si no dinero, sí otro pasar: otro posible yo, hasta el punto de que a lo mejor dejo el pelo así y procedo a cambiar el resto. Es una decisión dura, crucial, que afecta a la más honda vanidad: tener o no tener pelazo. Ser un hombre con pelazo, o intentarlo al menos, vulneraría principios que yo creía sagrados, pero… la tentación es muy fuerte y ahora les comprendo mejor. He cogido volumen. He cogido resonancia. Es muy difícil renunciar a eso.

Porque esta cabellera no del todo domeñada (revelación de profundidades, de pulsiones, de romanticismo…), este nuevo follaje interesante y acariciable que me ha puesto cabeza de Beethoven, me ha sorprendido por su señorío y por su dramatismo, por su importancia y seriedad; y ha revelado más de mí de lo que yo pensaba. Exigido por la circunstancia, ha salido el hombre que no sabía que estaba ahí: un hombre grave, antepasado, caviloso, ¡probablemente de derechas!