jueves, 21 de mayo de 2020

Retrato de Hemingway



LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO

[Prólogo a La guerra, los toros, Cuba, África y mi mujer,
los reportajes inéditos en España de Ernest Hemingway]

Ignacio Ruiz Quintano

    El reportaje se ajustaba al talento de Hemingway como un cigarro a los labios de Lauren Bacall.
    
Y, sin embargo, Hemingway, la estrella del género estrella, todavía pasa por ser el hombre lobo –un animal sin esperanza– de la Generación Perdida, cuya mascota, por cierto, Gertrude Stein, un auténtico fox-terrier de pelo duro, fue la primera en olerlo:

El éxito de Hemingway –murmuró en París para quien quisiera escucharlo– se debe a que parece moderno y huele a museo al mismo tiempo.

Igual que Enrique VIII.

Porque, hoy, Ernest Hemingway es el Enrique VIII del periodismo americano.

    Tal para cuál, el rey que hizo que Inglaterra dejara de ser una simple isla europea y el reportero que hizo que el periodismo dejara de ser una simple isla literaria. Hombres leales a sus instintos, fueron por la vida como leones rampantes: acaparadores de esposas, cazadores furiosos y lectores voraces, hay una mueca de lujuria que distingue a este par de faunos de barba roja en las copias de las fotografías de Robert Capa en las cantinas de Madrid y en las copias de los retratos de Hans Holbein en el museo del Louvre.
    
Del cesaropapismo político del Renacimiento al cesaropapismo periodístico de la Generación Perdida. (Ya en París, allá por los locos años veinte, Hemingway era famoso por dos obsesiones: beber –desde entonces se le atribuye el invento de la frase “Tome una copa”– y sumar años a su edad –exigía que lo llamaran Papa, mote que terminaría designando una bebida habanera, mezcla de ron, pomelo y marrasquino–.) Ambos obraron siempre con arreglo a su propio código ético, y, si la posteridad acepta que un tipo duro de Greenwich legó a Inglaterra una flota, una iglesia nacional y una doctrina del equilibrio europeo, aceptará también que un tipo duro de Chicago ha legado al periodismo el espectáculo, el reporterismo genuinamente americano y la teoría de la autopromoción literaria.
    
Como reportero, Ernest Hemingway es, “para de una vez decir palabras fatales”, clásico en suma. Irónico destino para un periodista que en su oficio nunca consideró la importancia de llamarse Ernesto. (En inglés, The Importance of Being Earnest, la acolchada comedia de Wilde, es una broma que en español, traducida literalmente, se pierde. Quiere decir “la importancia de ser serio”, y no faltó un sabio que propuso, en vano, que se dijera La importancia de ser Severo, que haría, como en el original, las veces de adjetivo y nombre propio).

Siendo corresponsal en París, Hemingway redactaba despachos plagados de descripciones de personajes y escenarios, obviando la actualidad. A su sustituto, David Rogers, a quien hoy nadie recuerda, no le quedó más remedio que admitir su propio error:

Mi error fue la idea de que se debía hacer un trabajo serio.
    
Mas para entender la importancia de Hemingway en el reporterismo, primero hay que entender la importancia del reporterismo en América, donde lo importante no es la historia, sino el modo de obtenerla. Se trata del periodismo-espectáculo, cuyos poderes de fascinación están, más que en la tipografía, en la literatura. La tipografía ayuda a retener al público y a limitar la práctica del zapping, pero la literatura es la encargada de asombrar o de divertir –nunca de convencer, que es vicio europeo– sin demasiados miramientos con la verdad, que ése ya es vicio universal.
    
Manejando la pluma como si fuera la espada de Gog y Magog, Hemingway hizo posible un periodismo que se lee igual que una novela, y ése ha sido, desde Nueva York hasta San Francisco, el sueño eterno de todos los reporteros nacidos para la gloria que Tom Wolfe registró en una frase única: “El periodismo era el motel donde pasar la noche camino del destino: la Gran Novela.” Un golpe de suerte, una fiebre cerebral como la del oro o la del petróleo que se propagó en América, un fenómeno psicológico que, según Wolfe, debía de figurar en el glosario de Introducción General al Psicoanálisis, por algún sitio entre Narcisismo y Obsesiones Neuróticas.
    
De pronto, todo el mundo quería ser periodista, aprovechar esa hora de favor que nunca es duradera en los periódicos –permanecer íntegro, pagar el alquiler, acumular experiencia, pulir el estilo–, y un día, sin vacilar, dejar el empleo, mudarse a una cabaña, trabajar día y noche –en la imaginación de los niños, los reporteros sólo trabajan de noche– e iluminar el celo con el triunfo final, o sea, con La Novela, si bien a los más, y en el mejor de los casos, únicamente los esperaba la más modesta recompensa del periodismo, “que consiste en medio minuto de silencio en la cena del Club de Prensa Exranjera”.
    

Hemingway tuvo el acierto de hacer del mundo entero su cabaña, y así fue como descubrió que lo más triste del mundo no era la angustia humana, sino que hubiera tantos hombres que no la sintieran. Gracias a eso, mientras lo respetaron las fuerzas, logró huir de los grandes peligros que amenazan a todo artista, y que son el resentimiento y la satisfacción. (“El periodimo –pensaba desde el principio– es sólo bueno para ejercerlo durante un tiempo.”)
    
A imitación de su padre, que se había suicidado por temor a una enfermedad mortal, Hemingway murió volándose la bóveda craneal con su fusil inglés de dos cañones, y eso que en To Have and Have Not, para ningunear el estupor burgués del suicidio, no se había cansado de elogiar la tradición nativa del Colt y del Smith and Wesson, “esos instrumentos americanos tan fáciles de llevar, de tan seguro efecto, tan indicados para concluir el sueño americano cuando éste se vuelve una pesadilla, sin otro inconveniente que la casquería que tiene que limpiar la familia”.

Gertrude Stein, la esfinge tebana de Pennsylvania que le reveló en París el misterio de los toros, siempre había visto en él a un hombre frágil, “un timorato como aquellos hombres de los buques fluviales del Mississippi que describe Mark Twain”. Asomaba julio en Pamplona cuando ocurrió. Tenía sesenta y tantos años y un Premio Nobel de Literatura.

    El reportaje era el género que mejor se ajustaba al talento de Hemingway, y Hemingway se hizo reportero persiguiendo ambulancias en el Kansas City Star, con su centenar de reglas de estilo, “las mejores reglas que jamás aprendí sobre el arte de escribir”. Expresiones populares frescas, no lugares comunes. Verbos, no adjetivos. Huyendo de la rancia y pía retórica materna, el perfeccionismo literario acabaría siendo su rasgo característico: “Sólo sangre, huesos y músculos.” Aquello no podía ser otra cosa que un lenguaje nuevo.

    Hemingway llegó a París con veintitrés años, y ya se llamaba a sí mismo “el viejo gacetillero”. Se instaló entre los exiliados de la Orilla Izquierda, y allí, a sueldo de un editor canadiense, hacía su vida de corresponsal extranjero, y a cuenta de Gertrude Stein, escribía poemas kiplinescos.
    
Se dice que escribía a máquina, con dos dedos. Después se acostumbró a escribir de pie, con un lápiz en una mano y una copa en la otra. “La prosa –decía– es arquitectura, no decoración de interiores.” Pintaba los hechos y sugería emociones. Lo mismo que Patton, amaba la guerra. Después de todo, los directores aún guardaban sus lágrimas para los corresponsales de guerra.

    Pasó la última parte de la primera guerra mundial en el servicio de ambulancias en el frente italiano. En la guerra civil española hizo cuatro visitas al frente: primavera y otoño del 37 y primavera y otoño del 38. (“La guerra civil –anotó– es la mejor guerra para un escritor, la más completa.”) Por pereza, acudió tardíamente a la segunda guerra mundial, y lo hizo empujado por su esposa Martha, periodista de Collier’s, que había conseguido colocarlo en la agencia. De creer a Gertrude Stein, Hemingway había tirado su talento por la borda en 1925: “Tenía capacidad para la emoción, pero se avergonzaba de parecer sensible, escudándose en una brutalidad de chicarrón de Kansas con que daba salida a su timidez enfermiza. Entonces se obsesionó con el sexo y la muerte.” (De una carta remitida a su editor en 1949: “Para celebrar mis cincuenta años, hice el amor tres veces, maté tres palomas seguidas en el club, bebí un cajón de whisky con amigos y miré el océano en busca de peces gordos toda la tarde.”)

    Obsesionado por el pelo corto en las mujeres, aquel oso de barbas coloradas había perseguido con dinamismo de cazador a las “prostitutas de combate” en Madrid, y en La Habana, a las del puerto, mientras narraba cómo una vez había sido prisionero de una siciliana, dueña de un motel, que le había escondido la ropa para obligarlo a fornicar con ella durante una semana.

    Es fama que a Hmingway sólo le gustaba beber con mujeres. Por otra parte, podía comer sandwiches de cebolla y tomar whisky en petaca de plata. Un día, Martha Gellhorn, su tercera esposa, periodista capaz de derribar al adversario de tres pocotazos –no en vano Hemingway la abandonó por alguien “que me deje a mí ser el escritor de la familia”–, se atrevió a catalogarlo como “el mayor mentiroso después de Münchhausen”.

¿Por qué habría de hacerse ermitaño el diablo al llegar a viejo? Los cubanos aún no han despejado la incógnita de su última frase de despedida en el aeropuerto de La Habana, un año y medio antes de suicidarse: “I’m not a yankee, you know.” Pero es que a Hemingway, el tipo duro salido de Oak Park, suburbio de Chicago, cuando Chicago solamente era el primer centro criminal del mundo, hay que abordarlo en disposición de buscar, no exactitudes, sino maravillas.

Madrid, 1997