martes, 26 de mayo de 2020

Estadolatría

Colombine



Ignacio Ruiz Quintano
Abc

    En la España oficial parece cundir la especie de que el fascismo consiste en ir por la calle con la bandera nacional un día que no hay fútbol. Y no.
    
Técnicamente (aunque esto sólo está al alcance de una mentalidad educada en la libertad política, como la anglosajona), el fascismo es lo que Russell dijo en la aduana americana: el sometimiento del legislativo al ejecutivo. Culturalmente, sin embargo, y aquí entramos nosotros, el fascismo es… estadolatría.
    
Asombra, desde luego, la fascinación que en el ramo cultural ejerce la literatura fascista (está muy bien escrita: abreva en Ortega, Unamuno, Baroja…).
    
La Cultura es cuestión de Estado –dijo aquí el otro día la concejal de Cultura de Madrid.
    
La Cultura es un pilar del Estado de Derecho –había dicho antes el ministro de Cultura.
    
Son las cosas que en el 31, pero en bonito, decía Ramiro Ledesma, autor plagiado por la Colombine de nuestro actual Siglo de Oro, Cristina Morales, Nacional de Narrativa con los socialistas e Injuve con los populares, que le premiaron precisamente el plagio del “Discurso a las juventudes de España”. Así se explica el ostracón con que luego el sindicato cultural ha recibido la biografía sentimental de Ledesma publicada por Martín-Miguel Rubio Esteban.
   
 Almodóvar por los cineros y Antonio López por los plásticos andan pordioseando al Estado con el pretexto de la crisis de la Coviz (hacer rimar con Madriz) El ideal de nuestra juventud es hoy opositar a una nómina del Estado, y los más aventureros se reservan para guardias municipales. Esta estadolatría (pasión de vivir “en” el Estado, como gobierno, o “del” Estado, como oposición) es el fruto de la deformación cultural que produjo el partido único, de cuya teología (¡aquí, sí, académico!) procede la creencia en la omnipotencia del Estado, “la literal conversión de esta ‘sociedad perfecta’ en Providencia de salvación espiritual y bienestar material”. Pero el fascismo español, como el infierno sartreano, siempre son los otros.