domingo, 26 de abril de 2020

"Todo español por el hecho de ser español es un hombre disminuido"



CONVERSACIÓN CON RAMÓN PÉREZ DE AYALA
(Oviedo, 1880- Madrid, 1962)

Por Alberto Guillén


Quiero acordarme de la dedicatoria de mi libro. Yo le llevé un libro a don Ramón, aunque hay quien dice que no lee los libros americanos que le envían. ¿Qué decía la dedicatoria? Ni más ni menos, así: "A don Ramón Pérez de Ayala, que es el único español en cuyo talento creo". ¿Así? ¿Tanto? ¿Y por qué? Justifiquémonos. Opinión tan decisiva ha menester razones contundentes. Pero ¿no es Ayala el que ha dicho ser un "hombre semifrustrado sólo por el hecho de haber nacido español"? ¿Es un hombre semifrustrado en el único en quien creo? No, señor. Es que "todo español por el hecho de ser español –es Ayala el que habla– es un hombre disminuido, es tres cuartos de hombre, medio hombre, un ochavo de hombre". ¿Entonces? Nada. La consecuencia es clara: Ayala tiene un admirable talento, porque...

¿Pero no es España?... " No; España no es todavía nación civilizada", dice don Ramón. ¡Todavía! Esto es, a pesar de los mil novecientos veintiún años que... (Perdonen los puntos suspensivos los lectores, que en este caso me ahorran tiempo y bilis.) ¿Cómo no estar, pues, de acuerdo, absolutamente de acuerdo con don Ramón? Menos mal que yo nací en cualquier parte y a él, es decir, a don Ramón, le "cupo la desdicha de nacer en España, a deshora". Esto es, cuando aún no es nación civilizada. Antes en sus dominios no se ponía el sol. ¿Y ahora? Esto se ha reducido a una grillera. Pues bien, paseando en la grillera, dándome de codazos con mendigos y con grillos... Nada. Que a mí me pasa lo que a Ayala: "A cada paso que doy –dice don Ramón– experimento una manera de congoja, de asfixia, que no es sino la ausencia de ideas en el ambiente".

Bueno. Ahora es Ayala el que habla. Paseamos por el Prado y ya los almendros están en flor; también los golfillos enseñan impunemente las desnudeces en el aire tibio.

Haría mucho bien –dice Ayala– que cada cierto tiempo viniera un muchacho de talento como usted, con ese valor que tiene usted, o observar el ambiente literario. España es una pecera demasiado chica y unos peces molestan a los otros con la cola.

Serán como los asnos de mi aldea, don Ramón. Cuando no se revuelcan, dan con los cascos en el predio vecino.

Sí, aquí es igual, somos como comadres que vivimos de la vida ajena a falta de la propia. Murmurando de todo. Ensayando el palillo de dientes en el nombre del amigo. Dando mordisquitos de ratón en...

Es verdad, don Ramón. Tiene usted razón. Ya lo había pensado. Si yo no tuviese un título tan bueno como La linterna de Diógenes para un libro humorista que estoy haciendo sobre la vida literaria de aquí, lo llamaría Las alegres comadres. Yo no he hecho más que escribirlo: ellos lo han pensado. Los visité a todos sin otra intención que conocer hombres, pero como más que hombres eran literatos, hablamos de literatura. Yo creo que la literatura le interesará siempre a un literato más que el arte culinario, ¿no le parece? ¡Eso fue todo y no fue nada! Y así nació mi libro.

Muy bien. Será ése un libro moral. Hará bien. Saneará el ambiente. Enseñará a amordazar esos pequeños odios, esos pequeños rencores que se tienen unos a otros, y a no tener siempre sino una opinión. Aquí son distintos el literato en sus libros y el hombre en su casa. Parece que siguen la máxima de Dumas: "Yo tengo –decía Dumas– dos opiniones de la Virgen: una para los periódicos y otra para los amigos". Esto es lo que pasa aquí. Se elogian en letras de molde y se muerden por la espalda. Yo abomino esta duplicidad. Soy uno en la vida como en mis libros. Opino igual delante de un amigo que en los diarios. Es necesario que cada cual cargue con lo que dice, ¿no es verdad?

–¡Claro! O que no lo diga.

–Esto es, que no lo diga si no tiene el valor de sostenerlo. Por ejemplo, yo tengo para mí que Benavente puede tener todos los defectos orgánicos que le dé la gana, pero eso no le quitaría el derecho de poder ser un buen dramaturgo. Cien veces he ido a un estreno suyo con el deseo de que aquello fuese una maravilla. Si luego ha resultado un desastre, yo no he tenido la culpa.

–Claro está, don Ramón. Pero ¿no es verdad que usted le dijo al escritor Hidalgo que Benavente era un...?

–No, hombre. No le dije eso. Ese joven ignora los matices. Pude haberlo dicho, pero no en esa forma. Lo que le dije es que Benavente tenía esa malevolencia morbosa y aguda que caracteriza a las mujeres. Nada más. Yo no digo nunca palabras que deben decir sólo los jayanes. La fisiología no tiene que ver nada en mis apreciaciones sobre Benavente. Hay hombres con sicología femenina, como hay mujeres que al escribir parecen machos. Un caso es la Pardo Bazán: muy mujer, ha tenido hijos y todo y, sin embargo, sus libros son hombrunos. Cosas sicológicas.
Jacinto Benavente

–¿De modo que usted siempre dice la verdad?

–Siempre.

–Pero eso crea enemigos.

–Sí, muchos. Yo los tengo sin contar. Me llaman el malévolo por eso. ¿Malévolo? No, señor: un individuo puede ser mi amigo, pero si tiene un verso bien medido que le hemos de hacer, yo se lo digo.

–¿O viceversa?

–¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?

–¿Que si su amigo es un idiota?...

–Sí, señor; o viceversa.

Don Ramón en la calle usa unos lentes enormes y un gabán de color indeciso. Es nervioso. A veces pega unas carreritas de chiquillo. Se entusiasma hablando. En su casa no es ni calvo ni fatigado, ni "poseur" como un Ortega y Gasset, por ejemplo, ni inocente como los Quintero, ni desharrapado y tonto como Baroja, o gélido como Azorín. Es más bien sencillo, más bien afable, agudo y cordial, muy agudo y muy cordial. En Ayala no hay nada decorativo. Nada, ni su desdén por los demás. ¿Habla bien? ¿Habla mal? No sé, está en un plano superior. Nada más. Otros elogian por lo contrario. Eso es todo. ¡Cómo he gozado yo viéndole quitar los oropeles a tantos hombres consagrados con la misma alegría y la misma naturalidad que un niño las alas a una mariposa!... ¿Por qué? Dice lo que siente. Nada más.

–¡Baroja es!... (Suprimo la palabra por decoro.)

–Ya lo sabía. Siga usted.

–Él mismo ha confesado su debilidad en Juventud, egolatría, diciendo que no ha tenido nunca el valor de acercarse a una mujer.

–¡Eso es bastante económico!

–¡Es verdad, don Pío es muy económico! Más aún, es avaro. Los Baroja juntan el dinero por el placer de juntarlo. Son sucios. De panaderos han llegado...

–¿Cómo? ¿Don Pío fue panadero?

–Sí, don Pío fue panadero muchos años. Hoy es escritor, aunque no sabe escribir. No hay más que ver sus obras para comprender su caso. Tienen esa desconexión, esa falta de fijeza, de atención, de energía sostenida del hombre normal. Don Pío es un hombre que se sienta a la vera del camino y ve pasar un hombre. Lo describe con dos pinceladas y ya no se vuelve a acordar más del hombre. Luego una mujer... Luego don Pío se va de la vera del camino y se acuesta en el primer fondín. En el detalle, en la pincelada, es en lo único que está bien...

–¿Entonces es algo así como Gómez de la Serna?

–Sí, algo semejante. Sólo que Gómez de la Serna no es más que eso: un detallista, un observador del microcosmos; un hombre que tiene, en vez de ojos, lunas de aumento. Nada más. La Serna trata de hacer una catedral sobre la cabeza de un alfiler, cuando lo lógico sería construir una grillera. Cuando La Serna se contenta con la grillera, está bien; pero muy bien.

–Es verdad –digo, mirando el aire azul por la ventana.

–¿Y qué impresión le da a usted Picón?

–No tiene importancia –dice don Ramón, cruzando una pierna sobre la otra–. A mí me da la impresión de un animalito que se conserva en alcohol.

–¿Y Palacio Valdés, señor Ayala? A mí me ha hecho un gran teatro. Me ha dicho que él y Cervantes son los representativos de la novela en España.

Hay que perdonarle. Está viejo, el pobre. Y ha estado muchos años solitario. Cuando le visitan se desahoga. Es el suyo un caso de epilepsia senil. Ya no tiene control. No hay que ser crueles con los ancianos. Mire usted, cuando yo le visité la última vez, me dijo señalándome su estante: "Goethe, para sobrevivir, no ha necesitado sino eso: diez o doce obras". Debajo de las obras de Goethe, don Armando había puesto las diez o doce suyas.



Pío Baroja


Estuve a visitar a Jiménez, señor Ayala. Le encontré metido en un cuarto sordo. Quiere aislarse como una marmota.

–Sí, Jiménez es muy amigo mío, y yo le conozco mucho. Se aísla. Quiere sacarlo todo de sí mismo, como las arañas el hilo de su vientre. Por eso sus versos son inconsistentes y finos, como telas de araña, así de finos y de inconsistentes.

–Pero tiene trescientos libros.

–¡Hombre! Han aumentado en progresión geométrica; hace dos años que no eran más que ochenta.

–Y Linares Rivas, ¿qué le parece, señor Ayala?

–Hombre. Ése sí, usted perdone, ése sí es un animal. Yo pedí que le concedieran un sillón punitivo en la Academia para que no volviese a escribir. Pero parece que no se ha contentado sólo con el sillón y sigue escribiendo cosas para el Teatro.

–El que sí evoluciona es Martínez Sierra; me he encontrado con un furioso bolchevique.

–Sí, Martínez Sierra evoluciona como los cangrejos, para atrás. Muda de alma como de calcetines. Cuando el alma vieja está un poco hedionda...

–Sí, la arroja al basurero; ¿pero es que usted no le concede ningún valor a la obra de Martínez Sierra?

–No, eso no. Literatos como Martínez Sierra son siempre necesarios para divertir a las muchachas y proporcionar buena lectura a las mamás honestas. Sus obras se venden por cientos, especialmente Tú eres la paz. No sólo gusta a las aldeanas. En Nueva York el año pasado se reunieron las señoritas neoyorquinas para discutir muy seriamente si Martínez Sierra era el primer dramaturgo del mundo.

–Tiene gracia. Y ¿es verdad lo que dicen los Quintero, que es usted un discípulo de Clarín?

–Materialmente, sí; lo fui de chiquillo, cuando iba a la escuela. Clarín era maestro de escuela. ¿Pero espiritualmente? Aunque, como los Quintero ven que Clarín escribió unos cuantos panfletos y yo también, han deducido... Bueno. Los Quintero son muy buenos, pero muy inocentes, casi tontos. Han hecho ese teatrito pequeño con personajes vulgares; también pequeñitos, con mujercitas del pueblo, con niñitas muy apasionadas.

–¿Un teatro para niños?

–O para burgueses. A los Quintero se les ve perfectamente después de las comidas y no interrumpen las digestiones. Al contrario...

–¿Es verdad que a Benavente le acusaron de plagiario en La comida de las fieras?

–No, en ese caso concreto no. Más bien en Sacrificios. Los diarios le publicaron Sacrificios a doble columna con Aglavena y Seliseta, de Maeterlinck. Todo el mundo lo sabe.

Me decía don Armando Palacio Valdés –digo yo, tomando un sorbo de naranjada– que la Pardo Bazán se daba cuenta de todo.

A mí me parece todo lo contrario –dice don Ramón, moviendo el azúcar de la suya, con la cucharilla–, todo lo contrario. No se da cuenta de nada. Es como una portera que no sabe dónde tiene las narices. ¿No ha conversado usted con ella?

–No, señor. No estuvo en disposición de recibirme.

–Pues si alguna vez está dispuesta, verá usted que habla como una tonta, sin darse cuenta de lo que la preguntan ni de lo que contesta. Parece que está en babia.

–Será la edad. Hay que perdonarla. ¿Y Maeztu?

–Maeztu no se olvida ni me perdona el Mazorral de mi novela Troteras y danzaderas, un personaje que era él. Tiene una pedantería insoportable. Me envió sus libros y me olvidé de leerlos y de agradecérselo.

–¿Y Unamuno? ¿No cree usted que esté en el mismo plano con Ortega y Gasset y Alomar?

–Hombre, no hay que confundir: Ortega y Gasset es un hacedor de frases. Un catedrático vacío, retórico y petulante. A mí me hace el efecto de un maestro de escuela. Unamuno es otra cosa. Es un pensador. Anda siempre tras de la verdad profunda del yo, la verdad trascendental de la conciencia. Así, está muy bien. Pero cuando se da un codazo con el prójimo es intolerable. Hace tres años que no escribe más que contra el Rey porque no le quiso recibir.

–¿Usted estima a Cejador?

–Intelectualmente, no. Pero personalmente sí. Nos une una vieja amistad. A mí me ha disgustado que el joven Hidalgo dijera que lo creía un borrico. No, él es testarudo y trabajador como una mula nada más.

–¿Y Concha Espina?

–No la he leído ni pienso leerla. Creo que tiene algunos éxitos de librería con sus novelas. Tiene un hijo. No sé más.

–¿Y Grau? ¿Cómo es que hay personas que creen en el talento de Grau?

–Hombre, no sé. Grau es un ignorante que ni siquiera lee. Destroza el castellano. Cree que con alterar el orden de las palabras hace poesía.

–Pues a mí me ha dicho que un húngaro le besó en la mejilla en el estreno de El hijo pródigo.

–El tal húngaro es Andrés Revetz, que escribe en El Sol. Él me escribió diciéndome que estudiara la obra de Grau y la diera a conocer. La carta estaba hecha en colaboración con Grau. Otra igual fue dirigida a la Guerrero. Yo me he divertido mucho con las cosas de Grau. Aquí venía a decirme que yo era el primer crítico del mundo. Yo no le hacía caso. Luego no ha vuelto más...

Ayala es un poco estrábico. Pequeño y delgado. Sin bigotes, sin barbas y sin pedantería. Eso sí, tiene un gran talento y una vasta cultura. También tiene de los demás una visión aguda como un triángulo o como un puñal. Habla de música, de pintura, y habla mal o bien (más mal que bien) de los demás con un admirable conocimiento. Es un crítico, el único que tiene España, sin salvar a Andresito González Blanco, que es muy estimado en los cafés. Y es un novelista. Ha hecho, además, hermosos libros de versos, muy frescos, muy bellos y muy hondos. A mí me gustan mucho los versos de don Ramón. En España no me gustan otros, salvando los del gran Juan Ramón Jiménez. Luego ha hecho ensayos críticos muy valientes, muy minuciosos, muy completos. Demasiado completos.
(...)
Tiene, además, varios retratos: uno admirable, pintado por López Mezquita; varios, por Vázquez Díaz y otro por un pintor de cuyo nombre no puedo acordarme. A mí me ha regalado uno por Vázquez Díaz, dedicado. Es todo Ayala: los ojos pensativos, la boca despectiva y la frente grávida. ¡Ah! Me olvidaba de las orejas: son de lobo.

(De La linterna de Diógenes, 1921. Ave del Paraíso Ediciones, 2001)


Ramón Gómez de la Serna