domingo, 12 de abril de 2020

El fútbol según Gustavo Bueno




Hughes
Abc

Gustavo Bueno pensó sobre el deporte en general, una filosofía del deporte, pero también dijo cosas sobre el fútbol en particular. Son accesibles una entrevista realizada por Víctor Martínez Patón, alguna conferencia, un debate con Jorge Valdano en el Foro Martialay y una página en La Nueva España en la que comentó en el campo un derbi asturiano. Sin perjuicio de que haya más sobre el tema en su monumental obra, y con el debido respeto a su pensamiento, digno de ser tratado por expertos y discípulos, lo anterior permite extraer algunos rasgos de su visión del fútbol, inicialmente filosófica, pero no siempre y no del todo. A partir de un esquema de análisis religioso, separó el núcleo del fútbol, del deporte como tal, de su cuerpo, de su envoltura.

Lo primero es lo que pasa en el campo, en el rectángulo. El cuerpo es todo lo que se añade después: grada, estadio, audiencia televisiva, audiencia global…

En su visión específica del deporte, Bueno ignora por delirantes las interpretaciones psicoanalíticas que ven en el portero a la madre y en el gol la violación edípica, y destaca el carácter artificioso del fútbol. Es arte, «como un soneto», llevar el balón con los pies es un artificio. No es natural. No sitúa el núcleo del deporte en la emoción o el sentimiento, ni en la evolución de un acto instintivo, sino en lo artificioso, en la ceremonia que es cada partido y en la reglamentación, en la «normativización» que hicieron los ingleses en el siglo XIX partiendo de modelos griegos y romanos. En ese momento el juego queda configurado como una competición de suma cero, en la que gana uno u otro, violenta (el chut es un balazo) y abierta, frente a la naturaleza cubierta de deportes como el baloncesto, que él despreciaba. Bueno era, puede decirse, futbolero, y frente al baloncesto, creado por un profesor para entretener a sus alumnos, elogiaba la mayor seriedad original del fútbol, con una génesis simbólica militar.
Bueno podía recurrir a la religión para comparar algunos elementos del deporte, pero separaba una y otro por completo. El futbol sí había sustituido a la religión en algunos casos, por ejemplo: como alternativa al trabajo, y como forma de medición del tiempo. Ya no son las fiestas religiosas las que marcan el calendario, sino la Liga, la Copa de Europa o los Mundiales. Pero el fútbol no es religioso, ni siquiera puede compararse con los toros. El fútbol no tiene nada en común con la tauromaquia. El fútbol no es trágico, ni heroico. Al observar la celebración del Mundial de España, espantado de la vulgaridad de los futbolistas, consideró que actuaban como primates, no como héroes (especialmente Pepe Reina). El fútbol si es algo será un drama, no una tragedia (esto nos debería alejar de cierto cansino tono épico).

El bar donde paraba en Niembro

Como núcleo, el fútbol es ceremonia y normas. La dominación del primate mediante reglas. Ese impulso interno queda sometido voluntariamente a límites, «reaccionarios». Exalta el elemento restrictivo del fútbol, del que surge la libertad para el juego. De la codificación surge la artificiosidad, el «meter la pelotita en la portería», que le parece una joya analítica de observación y algo importantísimo y complejo. El futbolista, para ello, se «automutila», renuncia a las manos. El darle a una pelota pudo ser en un origen un hecho instintivo, pero ya no, chutar ya es una institución antropológica, perfeccionada tras millones de intentos. Frente a la emotivización y al sentimentalismo instintivo del fútbol como naturalidad, destaca la ceremonia y las reglas, clave de la naturaleza artificial del deporte.

El fútbol como núcleo, como deporte, la parece un misterio, lo dice expresamente. Y subraya la importancia del azar. El fútbol sería como un mercado libre, como una economía competitiva: resulta imposible tener toda su información, resulta imposible controlarlo. Por eso, aunque se puede medir mediante formas de tecnología (el deporte es medición, pasar de lanzar la jabalina a un animal para cazarlo a comparar cómo y cuánto la lanza el de al lado), lo que no se puede es aspirar a tabular todo el fútbol. Es imposible controlarlo por completo.

Esto va en contra de los intentos de sistematización total del fútbol. Es imposible, nos viene a decir, sería como aspirar a centralizar toda la información de los mercados.

Advierte contra eso, y contra cierto exceso tecnológico. No contra la tecnología, como tal, que forma parte de la estructura del fútbol mediante la televisión (el fútbol es televisión y la televisión ha sido determinada por el fútbol), sino con el riesgo de transformación tecnológica del árbitro. El árbitro forma parte del juego, del núcleo del deporte.

Si el fútbol, como dice, es polémico, competencia entre dos contendientes, el árbitro colabora porque genera y amplía la polémica. Darle más poder o más conocicimiento sería hacerlo Dios, separarlo de los futbolistas y romper el principio antrópico. Esto, dice, iría contra la naturaleza del fútbol. Prefiere que sean los jueces de línea quienes participen más, que la duda se resuelva en el interior para respetar el elemento humano del fútbol.

Quienes pretenden lo contrario, advierten, son «burócratas», «gente peligrosa». Aunque a Bueno le parece futbolística la tecnología y normal la medición, ahí pone un límite claro, filosófico. En ese punto, el desarrollo de la envoltura del fútbol iría contra su núcleo. El árbitro es tan parte del juego que considera que el fútbol no es un juego de once, sino de doce. El árbitro hace «como las partículas en el enlace iónico, suma en los dos equipos». El fútbol, pues, no es once contra once, sino doce contra diez, diez contra doce. La importancia del doce es fundamental: «Doce son los generales de Napoléon, doce los discípulos de Cristo, doce es el número óptimo para las bandas de ratas». En ratas, precisamente, pensaba al ver a los modernos futbolistas, «como ratas de Skinner», agobiados por un exceso de motivación.

Bueno advirtió de la excesiva psicologización del futbol, también de la voluntad de dominio informativo del juego y de alteración del árbitro.

El fútbol para Bueno no es emotivo, sino reglamentado. Y no es un espectáculo. El espectador es parte activa, interviente como un futbolista cuando blasfema o dice «hijoputa». Veía la neutralidad como incompatible con el futbol (la neutralidad es una nueva forma de ver el fútbol, «parabólica», internacional).

Bueno protege a los aficionados del menosprecio de los intelectuales («gentuza»). El desprecio intelectual lo explica porque los que ven el fútbol son los mismos que votan. Reivindica además la inteligencia del aficionado. El fútbol no es complejo solo para el futbolista («Hasta el nueve más tronco tiene que tener inteligencia para dosificarse»). El aficionado tampoco es tonto, «un débil mental no puede entender el fútbol porque tiene que saberse 400 nombres, jugadores, ciudades, árbitros, saber leer las tablas de clasificación y lo que es el goal average». Pero además es que no es un mero espectador: su pasión, incluso su ira, forma parte del juego.

En el derbi asturiano observó cómo el aficionado animaba en las jugadas corrientes y temblaba en las importantes. Parecía dar ahí una regla del aficionado: animación y temblor.

El fútbol es deporte en los futbolistas, en el resto no, solo juego, pero sigue siendo fútbol, sigue siendo parte del fútbol imprescindible. Insistió en esa relación entre la estructura, la envoltura creciente del fútbol y su núcleo. Para él, ahí estaba la pregunta filosófica: ¿Por qué ese juego tan artificioso engrana con el cuerpo externo de la sociedad?
Quizás por su capacidad para representar la confrontación. Para Bueno, el fútbol es político. Su importancia está en la representación del grupo, representación que va creciendo, en un proceso ecuménico incesante de complejidad en el que participaban razones históricas. Ese proceso acumulativo, histórico, formaba ya parte del futbol.

El futbol es político en el origen porque está vinculado a las ciudades. «El epicentro del fútbol son las ciudades». Observa que no representa a partidos ni a sindicatos, ni a razas (solo el Celta de Vigo, indicaba con humor), solo a ciudades. La identificación luego se hace regional, nacional, hasta el punto de haber permitido recuperar los símbolos del país. A Bueno no le gustaba, huelga decirlo, lo de «La Roja». Por tanto la naturaleza política forma parte del fútbol. No se puede negar; negarlo es, en sí, antifutbolístico. «El fútbol sin política no sería nada».

Pero el fútbol no es solo conflicto incruento entre ciudades, regiones o países, sino comunicación, intercambio y conocimiento. «Lo que permite a mucha gente saber dónde está Dortmund» y, más importante, dónde están las ciudades de España «Sin el fútbol, muchos aficionados quedarían cerrados en su propio recinto» (para muchos, la Liga debe permanecer próspera y mimarse como forma de vertebración de España).

Sobre el puro juego hizo observaciones. Le llamaba la atención la simetría, cercana a la del ajedrez. Las infinitas posibilidades, la estrategia, la complejidad, el gol como jaque mate. Esa simetría llevaría al empate, a las tablas (así seria en cierto ideal italiano, de catenaccio), pero si hay victorias es porque se rompe. El fútbol es, por tanto, alterar la simetría original. En el juego veía un movimiento horizontal, una inercia horizontal, terrestre, frente al baloncesto vertical donde manda la gravedad. Y esa inercia dibujaba un «tejido artificial». Cuanto más tocado, más artificioso, no más natural, sino lo contrario.

Viendo el derbi asturiano, hizo una observación sobre el momento en que el Sporting era acogotado, dominado y privado de la pelota: «Está como en corral ajeno».

En cierto modo, a su modo titánico y humilde, Bueno se rindió a la natulaleza histórica, indominable y misteriosa del fútbol. Tan fuerte que ni siquiera él pudo evitar el tópico: «Entre un equipo normal y el equipo grande, la diferencia es el delantero».

Resumiendo, y como útil orientación realmente filosófica para un juego plagado de sedicentes filósofos: el fútbol para Bueno es misterioso, azaroso, irreductible; contiene al árbitro, su error y su participación como uno más del juego (11+1), garantía de su escala antrópica (no al Gran hermano). El fútbol es político por naturaleza, tecnológico pero no monitorizado, ceremonial y no emotivo sino competitivo, no «espectacular» ni neutral sino beligerante, y más reglamentado que instintivo.

Una frase para terminar, síntesis de esa mezcla de violencia simbólica y cultura que veía en el fútbol, justo lo contrario de la noción dominante (pacifismo deportivo y sentimentalismo instintivo): «No es que gane el mejor, es que es el mejor porque ha ganado».

Aquella mañana de agosto de 2015 en Niembro