viernes, 16 de agosto de 2019

Siglo de Oro

ABC, 15 de Marzo de 2000

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

Víctor Ríos seguirá siendo una teoría con barbas, pero ya no será el nuevo jefe de la diplomacia  española, porque el partido de Trillo, por nombrar a quien públicamente advirtió del riesgo de tamaño exceso, ha  salido de las elecciones generales con  mayoría absoluta, que, desde luego, constituye otro exceso, si bien hay un proverbio de William Blake según el cual el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría. Ya veremos, aunque, de momento, «The Economist» ha dado por inaugurado  en España otro Siglo de Oro. Con razón en la misma noche electoral, y ante las cámaras de TV, el propio Trillo invitaba a una nueva florescencia poética en que el soneto cabal, apretado, conceptuoso, se construya como en los tiempos áureos, pasando de la locura formal al recato íntimo, a la frase  encuadrada, al regusto clásico, unido a la vibrátil gracia moderna.

Ya sabemos que, al menos de nuestro Siglo de Oro, los ingleses siempre se han ocupado más que  nosotros, a pesar de que este asunto también intentó plantearlo Azaña en  su  día,  cuando  dijo:  «La prueba de que España ha dejado de ser católica es que el catolicismo español no produce hoy ni una sola figura comparable a las grandes figuras que produjo en los siglos XVI y XVII.» Agotado el  catolicismo, había que probar el laicismo, que, por  cierto, tampoco las dio. Así  que la cosa sigue siendo dar con un credo y con una actividad que permitan producir grandes figuras, y ésta, al parecer, es la idea que en un sistema político basado principalmente en un consenso de tipo «recuento  de cabezas» (democracia electoral) anima a la gente a participar. Al fin y al cabo, si a la mayoría de la gente no le excitara el sentimiento de estar involucrada en una empresa grandiosa, aunque después  no tenga ninguna responsabilidad en su dirección, nadie perdería un domingo de su vida en la cola de votar, y con la sorpresa de la votación del último domingo bien se puede decir que la orgía de dos siglos de ciencias exactas ha terminado.

Y a todo esto, ¿qué dicen los perdedores? De entrada, su pecado, como el de Satán, ha sido un error  de perspectiva. La idea de que el azar, y no la filosofía, pueda ser lo que determina nuestro destino ha deprimido a nuestros intelectuales, que parecen embargados por un  sentimiento de desconcierto y de  carencia de hogar. «¿Qué va a ser de nosotros en el Siglo de Oro?» La relación entre manifiesto e inteligencia no es como la relación entre la sopa y el buey, lo cual que una cosa es firmar un manifiesto y otra cosa es explicar el  mundo, y ahora ni siquiera aciertan a explicar un vuelco electoral. En el mejor de los casos se contentan con decirse que al idealismo, el que las  cosas fueran  como quisiéramos, se contrapone el utilitarismo, el que las cosas fueran según nos conviene, como  dando a entender con ello que la palabra «útil» indica un sistema de valores carente de nobleza,  belleza, altruismo y trascendencia, sólo que en política únicamente el individuo tiene deseos que satisfacer y por tanto preferencias que revelar, sin que nadie pueda escoger por él sus fines y nadie tenga capacidad para discutir sus gustos. En cuanto al idealismo, si lo propugnan los firmantes de manifiestos, ¿en qué consiste?

Con los firmantes de manifiestos ocurre lo mismo que con los ejecutores de hipotecas. Gente seria,  como las personas mayores de Saint-Exupéry. En el curso de la vida tenemos muchas vinculaciones con mucha gente seria.

  Vivimos mucho con personas mayores. Las hemos visto muy de cerca. Y tampoco hemos  mejorado excesivamente nuestra opinión. Cuando encontramos alguna  que nos parece un poco lúcida, le  mostramos el dibujo de la boa digiriendo un  elefante. Pero siempre responde: «Es un  sombrero.»  Entonces no le hablas ni de serpientes boas, ni de bosques vírgenes, ni de estrellas. Te colocas a su  alcance. Le hablas de  bridge, de golf, de política y de corbatas. Y la persona mayor se queda  muy satisfecha de haber conocido a alguien del  Siglo  de Oro.

Antoine de Saint-Exupéry

La idea de que el azar, y no la filosofía,
 pueda ser lo que determina nuestro destino
 ha deprimido a nuestros intelectuales,
 que parecen embargados por un sentimiento
 de desconcierto y de carencia de hogar.
 «¿Qué va a ser de nosotros en el Siglo de Oro?»