La desolación de Jean Palette en su Andanada de los nihilistas rusos
José Antonio Martínez Climent
El entusiasmo es a veces un mal amigo, cuando no sabe moderarse y conducirse y permanece así, álgido, suspendiendo obligaciones, deberes, libros por leer e incluso demorando el pago de facturas al dictar el orden de nuestros días con sus llamadas y apremios.
Ésta no es la primera vez que uno queda tomado por algo que encuentra por azar en el seco camino que por lo general nos es dado desandar, pues la vida es un siempre ir hacia atrás, hacia esa puerta de entrada que es morir. Y añado que pobre de aquél que no se deje conducir por el entusiasmo, pues conocerá una sed que nada saciará. Ni días, ni trabajos, ni dineros, ni penurias o dolores, ni altas comodidades o terribles descensos; ni siquiera esos viajes, hoy obligatorios, que hacen del mundo un lugar sin latitud ni longitud, y de Phileas Fogg un sedentario impenitente, darán cuidado y alivio a esas almas resecadas por el demonio de la neutralidad. Lo neutro es el centro, el lugar donde no hay nada porque no tiene más que una pura existencia cartográfica, mudable según orbite todo a su alrededor. El centro no admite a nada más que su neutro y vacuo existir. No es ése nuestro destino: ya la propia construcción del arranque de este párrafo, apelando a un agente exterior (quedar tomado), nos delata como paganos irreductibles, como imposibles centristas, y por ello susceptibles a todo tipo de intervenciones misteriosas. El día menos pensado veremos ninfas en el Pisuerga.
Una vez admitido mi entusiasmo por la lectura de las notas de Jean Juan Palette, escribano táurico que, junto a tantos otros escritores, tenía arrinconado en una lista de espera absurdamente larga a causa de las trabas que el siglo derrama sobre nosotros con ecuménica maldad, sólo me resta ahondar hasta donde él me lleve, y confiar en que siga escribiendo. Como no tengo el gusto de conocerlo en persona, siempre podré escudarme en un cierto academicismo para alabar su penetración en los asuntos de la Plaza, o esas ligazones austeras, finiseculares, que hace entre una Europa en Fuga y el Toro del que huye a toda prisa; ese mismo toro en cuyo lomo sentó una vez su menudo y alarmante cuerpo de princesa fenicia para cumplir lo que dictaba la faja zodiacal, la Constitución de los antiguos.
Pero no decaigamos. El día menos pensado una Bestia en forma de niña nos clavará sus cuernas de oro con sólo mirarnos desde la ventanilla de su cochecito eléctrico, frio (¿cómo será el París de las futuras nouvelles vagues, sin cigarrillos, sin el humo de los coches en los planos de la madrugada?). O puede que no, y en ese caso rezaremos para que sea cierto que los dioses, también las diosas, no desaparecen, sino que se ocultan de los hombres que no merecen rendirles culto. Finisecular: hoy todo es finisecular. No en vano me recuerda lo que leo en Jean a un solio nocturno y aureliano, pero privado de esa taciturna melancolía del romano que, al cabo, siempre me resultó cansina.