jueves, 25 de julio de 2019

TINTO DE VERANO (FOLLETÍN DE ECOLOGÍA CANICULAR) Cap. 1. Soy el padre de Greta Thundberg

Le Sauvage


Jean Juan Palette-Cazajus

(“El simplismo de su discurso alarmista es irritante.
 Pero Greta Thundberg debe ser escuchada”. Le Monde 23.07.2019)

Me estoy tomando una horchata en “Alboraya”, Alcalá, 125, nada más cruzar Príncipe de Vergara. Hay noticias más excitantes para el lector hambriento de aventuras. Lo admito. Pero tomarse una horchata en Madrid, y además medianamente buena, empieza a resultar difícil y, por añadidura, casi exótico. Para saborear el otrora castizo brebaje, me he extraído por unos minutos de la plancha de asfalto incandescente donde cuecen y rugen las recuas de metal rodante. Al otro lado del oasis climatizado sigue arrastrándose una humanidad a la brasa mientras contemplo perplejo las placas cerámicas que adornan las paredes del local y cuentan una idílica arcadia valenciana  entre “La barraca” y “Arroz y tartana”. ¡Pobre Albufera, la de verdad, devorada por el hormigón, emponzoñada por las aguas residuales!

Conocí una España insólita que me parecía poblada por tribus pintorescas, por entrañables y fascinantes cábilas exóticas. Para bien, para mal, yo creía que España era el país “antiguo” por definición. Desde entonces, la carpetovetónica capacidad para arruinar ciudades, paisajes, costas y entornos y al mismo tiempo, a mayor inri, seguir tremolando descaradamente oriflamas medulares, lleva decenios carcomiéndome las tripas. Hoy cuando dejo atrás esta Hispania posmoderna, metástasis de infraestructuras invasoras y manantial del diseño cargante, para cruzar el Pirineo, es allí, al otro lado, donde creo encontrar los últimos indicios de un país “viejo”. Francia, por supuesto, no se libra tampoco del común proceso europeo de conversión en “producto terminado” (mi amiga A. dice que “se va pareciendo a un gran parque temático”)  pero tal vez de manera menos brutal y en dosis menos letales. Algo en ella todavía nos induce a recordar que en algún momento tuvimos abuelos.

André Gorz y Dorine

En los primeros setenta, el  semanario “Le Nouvel  Observateur” lanzó un fascículo mensual titulado “El salvaje”, impulsado por la emergencia social de la sensibilidad ecológica. En sus páginas descubrí el mar: pensamientos, proposiciones, perspectivas, utopías, ucronías, genialidades unas veces, mucha traca y petardeo otras, también patéticas memeces, todo sea dicho. Un mar que yo fui metabolizando con un apetito y una fruición desconcertantes. Descubrí hasta qué punto el marxismo residual que todavía me servía de muleta intelectual, en el fondo había sido siempre incompatible con mi naturaleza profunda. Descubrí que no se podía reflexionar sobre las técnicas y la naturaleza sin hacerlo primero sobre la naturaleza de la técnica. Leí por primera vez palabras complicadas: biosfera, biocenosis, biotopo, ecosistema. Entendí que eran llaves que entreabrían mejor algunas cerraduras de la vida. Fue un poco como volver a aprender a montar en bicicleta. La práctica se volvió natural y ya no creo necesario nombrar a cada rato los conceptos como si fueran mantras o contraseñas iniciáticas.

Deauville

Descubrí al catalán Ramón Margalef (1919- 2004), a Edward O. Wilson, Jacques Ellul, Hans JonasGunther Anders, James LovelockArne Naess, Barry Commoner, René Dumont, cito a voleo y podría seguir un buen rato. Dos de ellos me siguen acompañando, ambos fallecidos, porque me proporcionaron herramientas, tal vez erróneas, pero que sigo considerando insoslayables.

El primero es el señor que firmaba “André Gorz” sus trabajos de ecología política, ya que también era conocido como “Michel Bosquet” en tanto que fundador, reportero y editorialista de “Le Nouvel Observateur”. En realidad había nacido Gerhart Hirsch en la Viena de 1923, apellido que denotaba origen hebreo y que su padre, viendo cómo se estaba poniendo el patio, cambió por el de Horst en 1930. En 1939,  tras el Anschluss, la familia se refugió en Suiza. Otro producto intelectual de la tragedia mitteleuropea, otra inteligencia azuzada por la vivencia del desastre. En 1949, tras conocer a Sartre, Gerhart se trasladó a París. Fue tal vez el pensador económico más brillante de una izquierda realmente anti dogmática. Mantuvo con su mujer Dorine una relación autista y exclusiva cuyo precio fue la negativa a tener hijos. Ella llevaba años aquejada por una grave enfermedad degenerativa cuando ambos decidieron de mutuo acuerdo poner fin a sus días, en septiembre de 2007. Un año antes André Gorz había dedicado un libro a su mujer que empezaba así: “Vas a tener ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros y sólo pesas ya cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, graciosa y deseable. Llevamos cincuenta y ocho años juntos y te quiero más que nunca”. Me recreo excesivamente en detalles biográficos. Puedo explicar las razones: André Gorz no me determinó como lo hiciera Claude Lévi-Strauss, pero su huella intelectual fue poderosa y entrañable en mi juventud y llevaba demasiados años teniéndolo humanamente aparcado.

Benidorm

Su libro “Ecología y política” salió en 1975. Desapareció de mi biblioteca en alguna ocasión y no lo he vuelto a comprar porque tengo la sensación de sabérmelo casi de memoria. Lo cual no es cierto porque son muy borrosas en mi recuerdo sus reflexiones sobre el valor, sobre el productivismo, sobre el modelo de relación con la  naturaleza, hoy sin duda algo oxidadas porque Gorz sólo empezaba a tantear un tipo de pensamiento ahora en su máxima fase productiva. Su distinción entre  miseria y pobreza me sigue pareciendo fundamental. La miseria supone la incapacidad de satisfacer las necesidades biológicas fundamentales. Mientras la pobreza es, por definición, relativa. Y así, en 1975, era pobre en Vietnam quien andaba descalzo, en China quien no tenía bici, en Francia quien no tenía coche y en Estados-Unidos quien lo tenía pequeño. Ser pobre significaba, y sigue significando dentro de esta relatividad generalizada, “no tener la capacidad de gastar tanta energía como el vecino”. Todos los especialistas coinciden en decirnos que las actuales oleadas de inmigración africana no proceden de los estratos más pobres de aquellas poblaciones. Los peculios invertidos por las prolíficas familias para despachar uno o varios de los retoños hacia el  ilusorio Eldorado europeo son considerables a escala local. Pero su pobreza es indudable relativamente a nosotros. El detonante culpabilizador consistió en introducir, donde existía “relatividad” histórica y cultural, el infundio de una relación de “causalidad” entre la “riqueza” europea y la “pobreza” africana con el fin de legitimar el éxodo. De modo que sólo queda una alternativa racional: si los que llegan ni siquiera son los más pobres, todo el continente africano tiene lógicamente derecho a desembarcar en Europa. Lógica irrealizable y autodestructiva porque sustituiría la “pobreza relativa” por la “miseria generalizada”. El otro término de la alternativa sólo puede ser  el candado en la puerta. Hipótesis coherente pero demasiado conflictiva para el estado de sumisión emocional en que baña Occidente. De modo que Gorz me ayudó a presentir que, cualquiera que sea la evolución de la realidad, nuestras sociedades y nuestra historia se harán irreconocibles a muy corto plazo.

Destinos sin entorno... ni retorno

Otro de los conceptos que me encantan, en Gorz, fue el de que los privilegios, por definición, no se podían democratizar. Lo contaré de una manera no sé si totalmente suya o parcialmente mía. En San Sebastián, en Deauville, a partir del último tercio del siglo XIX, empezaron a surgir en el paisaje, privilegiadas, hermosas, a veces sublimes, mansiones de veraneo. Todas ellas en número limitado. Es probable que el paisaje no las necesitase pero se puede aceptar la opinión de que no supusieron una agresión caracterizada contra el entorno y contribuyeron a crear otro tipo de paisaje, menos natural, más historicizado y humanizado. A lo largo de las generaciones se fue democratizando y generalizando el acceso al ocio, al veraneo y a las playas. A partir del momento en que todo el mundo tuvo teóricamente acceso a su casita, a su apartamento o a su habitación de hotel, a ser posible en la misma orillita del mar, los paisajes costeros quedaron rápidamente arrasados: proliferó el hormigón en cantidad inversamente proporcional al resultado estético. Las soluciones alternativas existían. Nunca se intentaron porque no interesan a la mayoría. Mucha gente sigue pensando que Benidorm, Magaluf y Torremolinos son distintas modalidades del paraíso. A esos, el ecologismo papanatas y evangélico los considera como tontos y malos. Lo que hay que pensar es por qué, tampoco en este desafío, puede haber “porvenir radiante” para el nuevo infantilismo progresista.

Magaluf

También hasta la Segunda Guerra Mundial siguió siendo un privilegio tener coche. Gorz utilizaba el ejemplo de aquellos artistas e intelectuales parisinos, Picasso, Bretón, Cocteau, Colette, que, nada más terminar la Primera Guerra Mundial, partían en coche hacia el sur por estrechas carreteras casi desiertas, bordeadas de plátanos centenarios (contra cuyos troncos propendían a estrellarse con frecuencia) y disfrutando de paisajes rurales secularmente preservados, para recalar finalmente, pongamos por caso, en Saint Tropez, una idílica y primitiva aldea de pescadores. Hoy ya no existen carreteras arboladas, ni idílicas aldeas de pescadores, ni paisajes que no hayan sido, si no destruidos, profundamente modificados por el impacto de las infraestructuras viales. A nadie se le ocurre considerar el espectáculo actual de las autopistas con sus vertiginosos bulevares asfálticos, sus nudos, sus intercambiadores, sus distribuidores, sus viaductos, como una mejor vía de acceso al entorno preexistente sino como una superposición infraestructural que tapa  esa realidad previa. Nadie, o bien pocos, en una autopista, se acuerdan de que, a ambos lados, hubo una anterior realidad histórica y ambiental llamada paisaje. El concepto mismo de autopista está pensado para discriminar entre el “entorno” y el “destino”. La autopista debe escindirse del “entorno” para, supuestamente, facilitar a cambio el acceso más rápido a un “destino”. El problema es que todo “entorno” es también un “destino” potencial. Es decir que, a la postre, lo que se ha puesto en marcha es el flujo de la “movilidad generalizada” (acordándome de Iván Illich que mencionaremos seguidamente) hacia los “destinos”, el cual engendra el proceso de “degradación generalizada” de todos los entornos naturales y urbanos. 

Supervivencia milagrosa

André Gorz habría dicho más sencillamente que el acceso masivo y motorizado a cualquier destino engendra ipso facto su degradación y despersonalización. El proceso, todavía reversible en 1975, es hoy irreversible y tranquilamente metabolizado por una gran mayoría. Es tal el nivel de antropización de los entornos naturales que nadie es capaz de imaginarlos con otro aspecto que no sea su estado residual. Peor aún, es el propio medio de transporte el que  puede convertirse en destino. Piensen en los inmensos buques de crucero cuya arrogancia desmesurada, por dar un ejemplo de todos conocido, atropella cotidianamente la frágil escala arquitectónica de Venecia. Muchos de sus pasajeros, muchos insectos de la confortable colmena climatizada, nunca se toman la molestia de bajar alguna vez del barco. Como decía el otro “el medio ya es el mensaje”. 

Mi otro “gurú” fue por un tiempo Iván Illich (1926-2002). Exagero, claro, pero terminó habiendo en el ex cura cierta propensión, propia de aquellos años, a considerarse como un maestro esotérico. Como André Gorz, había nacido en Viena, en 1926, en una familia de procedencia austro/ítalo/dálmata, asimismo judía, pero conversa. Tras numerosas peripecias, se ordenó sacerdote y fue  íntimo del cardenal Montini, el futuro Paolo VI. También él iba para “príncipe de la Iglesia”. Y a fe que tuvo siempre pinta de cardenal fiorentino del Cinquecento. No me interesé demasiado por su “Némesis médica”, aquello de que la medicina moderna -simplificando a ultranza- engendra más males de los que cura. Illich murió de las consecuencias de un tumor en la cara que se negó, creo, a tratar por la vía oficial. Tampoco hice mucho caso de sus teorías sobre educación, pero me apasionó, me sigue encantando, todo lo relativo a la teoría del “monopolio radical” (toda tecnología que se impone mundialmente impide la aparición de tecnologías alternativas, tal vez mejor adaptadas o menos dañinas) y sobre todo el concepto de “contraproductividad”. Dos libros me marcaron, “La convivencialidad” (1973) y “Energía y equidad” (1974). Un inciso a propósito del primero: Illich, que vivió muchos años en Cuernavaca, escribía en inglés y lo tituló “Tools for conviviality” porque le impresionó el descubrimiento, en español, de la palabra “convivencia”, tan extraordinaria como ausente en muchos idiomas (¿se puede tener la palabra sin su práctica? ¿y viceversa?). En su momento leí el libro en francés: “La convivialité”. Si “convivialité” es hoy palabra de uso habitual, en francés, fue porque quedó inventada (bueno, reinventada, pero no quiero alargar) expresamente en esta ocasión para la traducción del libro. No se usaba con anterioridad.

Ivan-Illich. Un cardenal del Cinquecento

Apuraremos el primer “Tinto de Verano” con la “contraproductividad”, inherente, según Illich, al proceso de fabricación, adquisición y obsolescencia de los objetos técnicos. ¿Cuánto tardáis para ir en coche de Madrid a Sevilla? Me imagino que me contestaréis -no sé, no tengo coche- algo como unas cinco horas y media yendo civilizadamente por la mentada autopista. Iván Illich no estaría de acuerdo. Él os diría que en realidad habéis tardado entre 70 y 80 horas. Porque la duración real del viaje debe incluir una proporción alícuota del tiempo que os habéis pasado trabajando para comprar el coche, para pagar la gasolina, para pagar la plaza de garaje, el seguro, para recuperaros del estrés de conducir, de estar en un atasco, etc, etc. Según Illich, esa velocidad real, que él llamaba “velocidad generalizada”, volvía a ser la de un buen caminante, todo lo más 6/7 km/h.  Os dejo reflexionar.

Atasco en Pekin