J. B., entre Ramón y Mendoza
(Colección Look de Té)
Jorge Bustos
Y luego dicen que en España no lee nadie. Me persono el otro día en la madrileña sede del Instituto Cervantes, cuyas altivas cariátides custodian los efectos personales de recientes glorias –qué sé yo, un lápiz mordisqueado de Muñoz Molina, una hebra plateada del mostacho de Ayala, la primera cajita de Plastidecor de Nuria Espert–, y descubro una cola de lectores enfurecidos que pugna por entrar –y yo con ellos– a la conferencia de Eduardo Mendoza que abre el Festival Eñe de cultura, o Cultura, como se diga. Una propia de la organización del aquelarre, provista de coherentes gafas de pasta, nos informa bajo el sacro e infranqueable umbral de que el aforo está completo, que no se cabe ni de pie, que lo siente mucho.
—¡No digas que lo sientes! ¡Es mentira! ¡No lo sientes! ¡Han cerrado la puerta a menos cuarto y el programa dice que el coloquio empieza a las ocho! —estalla una mendocista oxigenada, acreditando el riesgo que entraña contrariar a una letraherida. Luego se marcha rezongando:— ¡Con la ilusión que me hacía oír a Mendoza!
¡Qué devoción suscita don Eduardo, señores, qué envidia de escritor! Y me alegra su éxito por debilidad personal y porque prueba que la novelística de humor puede justificar el prestigio literario después de Cervantes, cosa que al crítico patrio, papanatas y existencialista, le cuesta aceptar. A unos kilómetros de allí no llegaban a copar las butacas del Kinépolis de Pozuelo el niño vampiro, el lampiño licántropo y la chavala pálida que completa el triángulo en la saga Crepúsculo traída de América y aquí resultaba no haber plaza para oír a un novelista venido de Barcelona. Sólo faltaría que con la crisis los españoles nos abalanzáramos por primera vez en la historia sobre los novelistas de mérito en vez de rondar a faranduleros y acabáramos perdidamente ilustrados, limitándonos a un reality a la semana. Pero yo me preguntaba si Javi Marías lo petaría igual.
—Que somos groupies de Mendoza, no de Coelho —le razono a uno de Securitas temeroso de que echemos la acristalada puerta abajo.
—¡No digas que lo sientes! ¡Es mentira! ¡No lo sientes! ¡Han cerrado la puerta a menos cuarto y el programa dice que el coloquio empieza a las ocho! —estalla una mendocista oxigenada, acreditando el riesgo que entraña contrariar a una letraherida. Luego se marcha rezongando:— ¡Con la ilusión que me hacía oír a Mendoza!
¡Qué devoción suscita don Eduardo, señores, qué envidia de escritor! Y me alegra su éxito por debilidad personal y porque prueba que la novelística de humor puede justificar el prestigio literario después de Cervantes, cosa que al crítico patrio, papanatas y existencialista, le cuesta aceptar. A unos kilómetros de allí no llegaban a copar las butacas del Kinépolis de Pozuelo el niño vampiro, el lampiño licántropo y la chavala pálida que completa el triángulo en la saga Crepúsculo traída de América y aquí resultaba no haber plaza para oír a un novelista venido de Barcelona. Sólo faltaría que con la crisis los españoles nos abalanzáramos por primera vez en la historia sobre los novelistas de mérito en vez de rondar a faranduleros y acabáramos perdidamente ilustrados, limitándonos a un reality a la semana. Pero yo me preguntaba si Javi Marías lo petaría igual.
—Que somos groupies de Mendoza, no de Coelho —le razono a uno de Securitas temeroso de que echemos la acristalada puerta abajo.
—Y menos mal —me completa una colega.
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