La capilla laica de San Olav en el Valle de los Lobos
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
Eché la Fiesta del Trabajo, esa broma, en visitar la ermita sin cruz de San Olav, en Covarrubias, tálamo y túmulo de la princesa Cristina de Noruega.
Cristina vino a casarse con un hermano de Alfonso el Sabio, Felipe, a quien hizo prometer la construcción de una capilla consagrada al rey Olav, Olav II el Santo, que la había protegido en su viaje. Mas, al poco, Felipe tiró para el Sur, dejando a Cristina en el pueblo, donde murió de pena, como la hija de Juan Simón.
Los chestertonianos saben que basta con romper la promesa que se le hizo a un enano amarillo y el mundo entero acaba patas arriba. Con ese temor durante ocho siglos, los políticos han cumplido al fin la promesa de Felipe de Castilla plantando en el Valle de los Lobos la ermita de San Olav, un espantoso Guggenheim de bolsillo para una Compostela campestre, laica y sentimental de solteronas como las que con octavas reales buscaba Vargas Ponce en su “Proclama de un solterón”: “Cultive flores, cuide pollas huecas, / despunte agujas y jorobe ruecas.”
–Cristina fue precursora de la alianza de civilizaciones –dijo en la inauguración, con desparpajo de alcalde, el alcalde zapateril de Covarrubias, en cuya colegiata las solteras tocan la campana llamando al amor.
A cuatro pasos de la ermita de San Olav, el monasterio de San Pedro de Arlanza, cuna de Castilla, destruido por la estafa de Mendizábal, se descompone en ruinas que nada tienen que envidiar a las de Palmira (¡del conde de Volney a los Laborda!), mientras en Burgos los políticos rezan a San Cucufato para pagar la multimillonaria hipoteca de unos hangares que alojan al Museo del Mono.
Una broma deprimente