sábado, 10 de diciembre de 2011

Mou

Ermita de San Baudelio

Ignacio Ruiz Quintano
Abc

El proverbial subjetivismo hispánico espera que un portugués, Mourinho, haga en una noche lo que a cuarenta y seis millones de españoles les ha llevado ocho años hacer: poner en entredicho a un Régimen que te impone un estilo de fútbol.

En Polonia el Barça aburre –dice el viejo Baquero–. No gusta tanto toque.

Pero hay que vivir en Polonia, lejos del brazo secular del Régimen, para decir eso sin exponerse al tam-tam del periodismo ratonero y al “psicoanálisis” de los moralistas argentinos, obligados por patriotismo a elegir, a lo asno de Buridán, entre dos tipos equidistantes: a un lado, un tipo alto, guapo y peinado a lo Gardel que es portugués cuando (con arreglo a todos los prejuicios) debía ser argentino; y al otro lado, un tipo “pequeño, achaparrado, curtido, sin gracia en el porte” (Carrère, “Voyage au Portugal”, 1796) que es argentino cuando (con arreglo a todos los prejuicios) debía ser portugués.

Y en medio, Mourinho, Mou para los castizos, que no es un mago, como quisieran sus enemigos, sino un entrenador: el mejor, según los números, en un Madrid asediado que supo pasar del fiasco de la mecánica alemana (aquel Schuster de “no podemos ganar al Barcelona”) al clavo ardiendo del orgullo portugués (portuguesismo) templado a base de optimismo y fantasía en las “touradas”, espectáculo donde, si el toro no tiene cuernos, el público tiene imaginación y se los atribuye.

Igual que el té contiene más cafeína que el café, Camba veía más portuguesismo en España que en Portugal.

Aquí todo el mundo es un poco de Portugal.

Hasta Rajoy, manteniendo, como Mou, a pan duro a la Prensa, es un portugués sin medida.