Lizzy Cantú
De pronto el perro estaba debajo de mi automóvil. Su cuerpo parecía hacerse añicos contra las ruedas y sus huesos crujían bajo las dos toneladas de hierro del chasís. Lo había atropellado. A cuarenta kilómetros por hora: una velocidad adecuada para recorrer un parque, pero sádica si es que aplastas un cuerpo. Era una tarde de abril en una esquina del barrio de las Mitras, en Monterrey, México, cuando el labrador amarillo y fornido emergió de sabe dios dónde corriendo más rápido que mi vehículo y mis reflejos. Fue tan veloz como inesperado. Antes de que yo pudiera pisar el freno con toda mi fuerza, él ya lamentaba su mala suerte o lo que fuese que nos había reunido allí, en el mismo metro cuadrado de la ciudad, en ese segundo exacto de la tarde, yo en un coche, él distraído. Crash. Todo accidente de tránsito es una coincidencia que produce malos recuerdos. Una relación violenta donde solo existe el desenlace.
Esa tarde, desde la vereda, un grupo de albañiles observaba sorprendido el encuentro. Detuvieron su chacota, voltearon a mirar. Una muchacha en pantalones cortos y sostén negro se precipitó inútilmente detrás del animal. (¿Estaría vistiéndose cuando tuvo que salir de casa?) Unos segundos después, el perro aún aullando se liberó de la presión del coche y escapó calle abajo dando vueltas como un loco. Nadie se movió. Ni los albañiles ni las hojas de los árboles. Solo la muchacha del sostén negro corría en pos de su mascota. No sé cuándo volví a respirar con normalidad. Al rato, ella regresó igual de atolondrada y desvestida, sin aliento, aunque sonriente. Todo estaba bien, me dijo, y ya podía irme. Había encerrado al sobreviviente. Luego se despidió como un juez que absuelve, magnánimo, al culpable. Pero el recuerdo era tan fuerte y castigador que me pregunto si es que acaso no había sido yo la verdadera víctima de ese accidente.
Hay una fotografía antigua donde los primeros duques de Windsor tienen la expresión terrorífica de quienes acaban de verse cara a cara con la muerte. Están abrazados. Wallis Simpson tiene el semblante apesadumbrado y sombrío. A Eduardo VIII lo domina el rictus de quien contiene el horror dentro de sí. Pero aquella imagen solo es una prueba de estudio del espanto que puede causar en algunos la simple idea de que un perro acaba de ser atropellado. El día que los iba a fotografiar, el célebre Richard Avedon creyó que aquellos miembros de la realeza británica tenían un aspecto demasiado amoroso como para acceder a la inmortalidad de un retrato. Así que les contó una mentira apropiada. Inventó que el taxi en el que había llegado a la sesión acababa de atropellar a un perro en la calle. Los rostros de los modelos se transformaron. “Porque amaban a los perros mucho más de lo que amaban a los judíos”, diría después el fotógrafo...
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Vía Alberto Salcedo Ramos