miércoles, 1 de septiembre de 2010

La peste del indulto

El gran Bastonito de la silla de oro


José Ramón Márquez


Odio esta costumbre de los indultos. En general, todos. Lo mismo me da Parot que el Rafita, porque desde pequeños nos enseñaron que se debe pagar por lo que uno ha hecho y eso del indulto es más bien una estafa y un insulto que se hace a las víctimas de esos personajes y a las personas honradas. En el caso de los toros, pues me pasa lo mismo. Vamos, que no puedo con ellos. En los toros el tal indulto me parece una soberana estupidez que han puesto en boga como para justificar que, por sus merecimientos en la Plaza, un toro puede volver a la dehesa donde le esperan las vaquitas huríes para rematar sus días cubriéndolas en premio a su bravura. Puro pensamieno Disney, línea Ferdinando. Buenismo contemporáneo sin más.

Los toros bravos viven siempre, sin necesidad de indulto, en la cabeza de los aficionados. Porque los aficionados amamos a los toros sobre todas las cosas. Los toros bravos, decimos. ¿Cuántos toros verdaderamente bravos habremos visto en toda la vida? ¿Dos? ¿Tres? Vaya usted a saber, pero por irnos a uno sobre el que no hay discusión posible -acaso sólo con aquellos pobres hombres del tendido 7 que recibieron con pitos su salida a la arena- traigamos aquí al gran Bastonito para demostrar de forma patente lo innecesario del indulto. Si en su lidia no se hubiese producido aquel último acto, a sangre y fuego, en que el Maestro Rincón y Bastonito parten el uno contra el otro en ese choque de trenes en el que uno lleva el estoque y el otro sus dos pitones, en la emocionante incertidumbre de quién ha calado a quién, podríamos decir que la lidia de Bastonito no hubiese sido completa, porque el fin de un toro, y especialmente si es bravo, es su muerte a estoque.

Y luego, el mito de la dehesa, que yo creo que los ganaderos mandan matar a estos indultados de chicha y nabo, que a ver quién es el guapo que pone a esos bichejos a padrear y a ver cómo ligan, que lo de la ganadería no está como para hacer experimentos. Se corren las voces por ahí de que incluso el Padre Idílico, al que indultó el dios pétreo en Barcelona, fue asesinado y se creó la leyenda urbana de su enfermedad renal para justificar que ese toro en la dehesa sólo servía para gastar, porque nadie quiere mantener a un animal que sólo come y no produce más que molestias.

Viene todo esto a cuenta del indulto de El Cid el otro día, en San Sebastián de los Reyes, a un torillo enano de El Ventorrillo que se llevó un pinchacito a guisa de puyazo. Me parece genial que, si todo el mundo anda con la peste de los indultos a cuestas, a El Cid también le toque el suyo, faltaría más. En plaza pueblerina y corrida de perrillos, un tío que viene de mirar a los ojos a los Victorinos puede indultar al toro si le place o ponerle un piso, colocarle de barrendero en el Ayuntamiento o nombrarle heredero, siempre que eso sea legal. No es relevante el tal indulto porque eso no significa absolutamente nada, ni siquiera para el ganadero (¿ganaduros?), que, según me cuentan, estaba como loco a ver si le sacaban el pañuelico de marras; ni mucho menos para el embelesado público que, con la tontuna del indulto ya cobró su ración de momento-histórico-único-irrepetible de esa semana.

En cualquier caso, seguro que fue un placer ver a Manuel Jesús tranquilito y relajado dibujando su toreo tan puro para los que tuvieran la suerte de verlo, sin tener que preocuparse de las malas intenciones del bicorne. Yo, desventurado de mí, me lo perdí. No se puede estar en todas partes.