Pepe Cerdá
En los años antes a la crisis se podía oír con cierta frecuencia, como argumento para la inversión en bienes inmuebles, la siguiente frase:
-¿Pero cuándo has visto tú bajar el precio de la vivienda? ¡Nunca! Nunca se ha dado ese caso.
Yo la solía oír en conversaciones ajenas y me mordía la lengua ya que no podía intervenir para explicarles que el precio de todas las cosas ha variado hacia arriba y hacia abajo en multitud de ocasiones en la historia. Pero, de seguido, pensaba que no merece la pena intentar desasnar a alguien que no quiere ser desasnado y que lo único que pretende es vender por un precio insensato su vivienda.
Ahora, en pleno epicentro de la crisis, se oye una estupidez parecida, a modo de letanía, entre los pequeños empresarios y autónomos:
-El que resiste vence.
El otro día me la pronunció un empresario a la hora del almuerzo en el bar del polígono industrial donde ahora está mi estudio. En contra de mi costumbre, que es callar o cambiar de tema cuando se hacen este tipo de afirmaciones tan sustanciales, le dije:
-¿Pero de dónde te has sacado tú esta afirmación? Sé que la dijo Cela como “boutade”, un poco rancia y cuartelera, y refiriéndose a su carrera literaria. Pero no aguanta el más mínimo análisis. Es más, al que resiste es al que más palos le dan y el que es derrotado más terriblemente.
-Pero... ¿qué me dices?
-Lo que oyes. Este argumento de resistir sólo favorece a los que te cobran las cuotas de los préstamos y multas e impuestos de todo tipo. Es el argumento que esgrimen los oficiales ante la soldadesca para que sean la carne de cañón con la que se adereza la salsa boloñesa de todas las guerras. Es el pundonor del pobre y del obrero. Eso de “pobre pero honrao”. El orgullo del pobre...
-Pero...
-Pero nada. ¿Resistió Numancia? Sí. ¿Venció? No. ¿Resistió Zaragoza los dos sitios a la que fue sometida por las tropas napoleónicas? Sí. ¿Venció? No. Madrid, por aquel entonces, capituló al segundo día y los franceses no rompieron nada, y la gente siguió viviendo y haciendo pan, y bebiendo. Y al final los franceses se fueron y ya está. Luego..., de algún modo, venció, precisamente, por no resistir. Ese pundonor baturro del que me hablas es peligrosísimo, y más en estos tiempos. Tú, resistiendo, amortizarás así casi todos tus créditos para ser embargado y arruinado por no pagar la penúltima cuota. Embargado exactamente igual que si no hubieses pagado ni una. Porque al banco le va a dar igual que hayas pagado doscientos ochenta mil de los trescientos mil euros que te prestó. Con que no le pagues la última cuota le es suficiente para destruirte. No, mi querido amigo; el que resiste, se agota, se extenúa, lo humillan y lo derrotan. Es al contrario: el que resiste pierde.
La cara de mi interlocutor se ensombrecía por momentos. Le estaba desmontando el único argumento que le sostenía. La única razón por la que madrugaba y seguía abriendo la nave todas las mañanas. La razón por la que había metido todos sus ahorros en la empresa.
Bebió de un trago su carajillo. Se levantó y se fue. Al darme la espalda leí en su raído mono serigrafiado el nombre de su empresa: “Cerramientos metálicos Rupérez”.
En los años antes a la crisis se podía oír con cierta frecuencia, como argumento para la inversión en bienes inmuebles, la siguiente frase:
-¿Pero cuándo has visto tú bajar el precio de la vivienda? ¡Nunca! Nunca se ha dado ese caso.
Yo la solía oír en conversaciones ajenas y me mordía la lengua ya que no podía intervenir para explicarles que el precio de todas las cosas ha variado hacia arriba y hacia abajo en multitud de ocasiones en la historia. Pero, de seguido, pensaba que no merece la pena intentar desasnar a alguien que no quiere ser desasnado y que lo único que pretende es vender por un precio insensato su vivienda.
Ahora, en pleno epicentro de la crisis, se oye una estupidez parecida, a modo de letanía, entre los pequeños empresarios y autónomos:
-El que resiste vence.
El otro día me la pronunció un empresario a la hora del almuerzo en el bar del polígono industrial donde ahora está mi estudio. En contra de mi costumbre, que es callar o cambiar de tema cuando se hacen este tipo de afirmaciones tan sustanciales, le dije:
-¿Pero de dónde te has sacado tú esta afirmación? Sé que la dijo Cela como “boutade”, un poco rancia y cuartelera, y refiriéndose a su carrera literaria. Pero no aguanta el más mínimo análisis. Es más, al que resiste es al que más palos le dan y el que es derrotado más terriblemente.
-Pero... ¿qué me dices?
-Lo que oyes. Este argumento de resistir sólo favorece a los que te cobran las cuotas de los préstamos y multas e impuestos de todo tipo. Es el argumento que esgrimen los oficiales ante la soldadesca para que sean la carne de cañón con la que se adereza la salsa boloñesa de todas las guerras. Es el pundonor del pobre y del obrero. Eso de “pobre pero honrao”. El orgullo del pobre...
-Pero...
-Pero nada. ¿Resistió Numancia? Sí. ¿Venció? No. ¿Resistió Zaragoza los dos sitios a la que fue sometida por las tropas napoleónicas? Sí. ¿Venció? No. Madrid, por aquel entonces, capituló al segundo día y los franceses no rompieron nada, y la gente siguió viviendo y haciendo pan, y bebiendo. Y al final los franceses se fueron y ya está. Luego..., de algún modo, venció, precisamente, por no resistir. Ese pundonor baturro del que me hablas es peligrosísimo, y más en estos tiempos. Tú, resistiendo, amortizarás así casi todos tus créditos para ser embargado y arruinado por no pagar la penúltima cuota. Embargado exactamente igual que si no hubieses pagado ni una. Porque al banco le va a dar igual que hayas pagado doscientos ochenta mil de los trescientos mil euros que te prestó. Con que no le pagues la última cuota le es suficiente para destruirte. No, mi querido amigo; el que resiste, se agota, se extenúa, lo humillan y lo derrotan. Es al contrario: el que resiste pierde.
La cara de mi interlocutor se ensombrecía por momentos. Le estaba desmontando el único argumento que le sostenía. La única razón por la que madrugaba y seguía abriendo la nave todas las mañanas. La razón por la que había metido todos sus ahorros en la empresa.
Bebió de un trago su carajillo. Se levantó y se fue. Al darme la espalda leí en su raído mono serigrafiado el nombre de su empresa: “Cerramientos metálicos Rupérez”.