José Ramón Márquez
Veintiún euros, se dice pronto. Veintiún ridículos euros es el precio del toreo, lo que pagamos por ver, por disfrutar, de lo que nos hace ser aficionados a este despropósito, a esta pasión. A cambio de veintiún euros, que se dice pronto, un hombre privilegiado nos entregó esta tarde la verdad del toreo; y allí, rodeados de gentes que están de fiesta, de las alegres peñas, de los jubilados que van a los toros ahora que les salen bien de precio y que, aunque pudieron ver a Ordóñez y a Camino en su día, no los vieron, nos llega la revelación del toreo de la mano de El Cid. Veintiún euros es el precio que alguien ha fijado para que pudiésemos contemplar estas dos enormes faenas de hoy en Navalcarnero, el pueblo más limpio de España, Plaza de Toros Félix Colomo, toros de Carmen Segovia. La plaza donde el año pasado un mulo de Murube cortó abruptamente la temporada del Maestro de Salteras.
En el primero, El Cid nos quiso regalar un inicio de faena propio de La Maestranza, una joya de orfebrería con la que se sacó al toro hasta el mismo platillo con un gusto y una torería que, definitiva y tristemente, son de otra época. Sin una brusquedad, sin un tirón, todo poder, todo suavidad. A continuación de ese impresionante inicio, se produce el desarrollo poderoso y serio de una faena perfectamente medida, con las series de redondos por delante en las que el Maestro evita meterse mucho en el terreno del toro, para no desengañarle e ir encelándole poco a poco hasta ir llegando, una vez que el toro está en el cesto, a una explosión del toreo esencial, del toreo al natural, de la gran verdad del toreo, en series necesariamente cortas en las que el torero se va cruzando impecablemente en cada muletazo hasta que resuelve por alto o por bajo, con una trincherilla de aire más sevillano que madrileño, con el afarolado tan personal, marca de la casa, o con el imprescindible pase de pecho. Puro clasicismo. Faena maciza, hecha de principio a fin sin dudas, faena trazada en estado de gracia, faena de perfección, de menos a más como las grandes, que termina en un momento de dominio de ejercicio del puro y elemental toreo en el que se para, se templa, se manda y se carga la suerte. Purísimo y prístino toreo eterno e inmutable, más allá de modas, de tonterías, de inventos y de subterfugios. Puro toreo. Toreo que procede directamente de José y de Juan, torero macho, de un hombre que sólo, y el que quiera que lo intente, torea.
Y en el segundo, un toro más áspero por el que no dábamos un duro, un ejercicio de estilo admirable, corrigiendo delicadamente los defectos del bicho, enseñando a embestir al toro y convenciéndole de que eso es lo que el animal debe hacer. Un solo enganchón en toda la faena, y todo lo demás hecho a base de temple, de mando, de poder, mano de acero en guante de seda, toreando con una lentitud inconcebible, arrastrando la muleta por el suelo, toreo de riñones dirigido por la muñeca, toreo purísimo de un torero cuajado, de un torero en plena sazón, desprovisto totalmente ya de nada que tenga que ver con el ejercicio, con el cuerpo, con lo físico, pura quietud y lentitud en el muletazo largo, toreo de mando, de muñecas, de posición, toreo tremendo para los toreros que lo contemplen, pues perciben perfectamente que su práctica sólo está al alcance de los pocos privilegiados que poseen el don.
Volver a hablar de la perfecta brega de Boni, y de la eficacia de Alcalareño y Pirri sería reiterar la verdad incuestionable de que a un gran torero debe acompañarle siempre una gran cuadrilla de confianza. Señalar lo bien que picaron Espartaco y Bernal a sus respectivos toros es de justicia, porque la forma en que ahormaron a los toros creo que tiene bastante que ver con el juego posterior de los mismos, cada uno a su manera.
Por lo demás, quizás debiéramos señalar que también torearon otros dos matadores, pero la verdad es que hablar de ellos no le hace ningún bien a este folio, ni a la emoción que, aún a estas horas, permanece incólume.
Veintiún euros, se dice pronto. Veintiún ridículos euros es el precio del toreo, lo que pagamos por ver, por disfrutar, de lo que nos hace ser aficionados a este despropósito, a esta pasión. A cambio de veintiún euros, que se dice pronto, un hombre privilegiado nos entregó esta tarde la verdad del toreo; y allí, rodeados de gentes que están de fiesta, de las alegres peñas, de los jubilados que van a los toros ahora que les salen bien de precio y que, aunque pudieron ver a Ordóñez y a Camino en su día, no los vieron, nos llega la revelación del toreo de la mano de El Cid. Veintiún euros es el precio que alguien ha fijado para que pudiésemos contemplar estas dos enormes faenas de hoy en Navalcarnero, el pueblo más limpio de España, Plaza de Toros Félix Colomo, toros de Carmen Segovia. La plaza donde el año pasado un mulo de Murube cortó abruptamente la temporada del Maestro de Salteras.
En el primero, El Cid nos quiso regalar un inicio de faena propio de La Maestranza, una joya de orfebrería con la que se sacó al toro hasta el mismo platillo con un gusto y una torería que, definitiva y tristemente, son de otra época. Sin una brusquedad, sin un tirón, todo poder, todo suavidad. A continuación de ese impresionante inicio, se produce el desarrollo poderoso y serio de una faena perfectamente medida, con las series de redondos por delante en las que el Maestro evita meterse mucho en el terreno del toro, para no desengañarle e ir encelándole poco a poco hasta ir llegando, una vez que el toro está en el cesto, a una explosión del toreo esencial, del toreo al natural, de la gran verdad del toreo, en series necesariamente cortas en las que el torero se va cruzando impecablemente en cada muletazo hasta que resuelve por alto o por bajo, con una trincherilla de aire más sevillano que madrileño, con el afarolado tan personal, marca de la casa, o con el imprescindible pase de pecho. Puro clasicismo. Faena maciza, hecha de principio a fin sin dudas, faena trazada en estado de gracia, faena de perfección, de menos a más como las grandes, que termina en un momento de dominio de ejercicio del puro y elemental toreo en el que se para, se templa, se manda y se carga la suerte. Purísimo y prístino toreo eterno e inmutable, más allá de modas, de tonterías, de inventos y de subterfugios. Puro toreo. Toreo que procede directamente de José y de Juan, torero macho, de un hombre que sólo, y el que quiera que lo intente, torea.
Y en el segundo, un toro más áspero por el que no dábamos un duro, un ejercicio de estilo admirable, corrigiendo delicadamente los defectos del bicho, enseñando a embestir al toro y convenciéndole de que eso es lo que el animal debe hacer. Un solo enganchón en toda la faena, y todo lo demás hecho a base de temple, de mando, de poder, mano de acero en guante de seda, toreando con una lentitud inconcebible, arrastrando la muleta por el suelo, toreo de riñones dirigido por la muñeca, toreo purísimo de un torero cuajado, de un torero en plena sazón, desprovisto totalmente ya de nada que tenga que ver con el ejercicio, con el cuerpo, con lo físico, pura quietud y lentitud en el muletazo largo, toreo de mando, de muñecas, de posición, toreo tremendo para los toreros que lo contemplen, pues perciben perfectamente que su práctica sólo está al alcance de los pocos privilegiados que poseen el don.
Volver a hablar de la perfecta brega de Boni, y de la eficacia de Alcalareño y Pirri sería reiterar la verdad incuestionable de que a un gran torero debe acompañarle siempre una gran cuadrilla de confianza. Señalar lo bien que picaron Espartaco y Bernal a sus respectivos toros es de justicia, porque la forma en que ahormaron a los toros creo que tiene bastante que ver con el juego posterior de los mismos, cada uno a su manera.
Por lo demás, quizás debiéramos señalar que también torearon otros dos matadores, pero la verdad es que hablar de ellos no le hace ningún bien a este folio, ni a la emoción que, aún a estas horas, permanece incólume.