Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
–¿Te has enterado, Martín, de lo que está saliendo en los medios del hermano de Alfonso Guerra?
–¿Y quién no, Antonio? Quizás los españoles no podamos ser demócratas porque queremos demasiado a nuestra familia.
–Jejeje. Quizás estemos asistiendo al espectáculo interesante de la formación de un nuevo patriciado, de una aristocracia política nacida al albur de nuestra partitocracia corrupta, constituida por la aglomeración en los cargos públicos de gentes enlazadas por vínculos familiares. Esposas, ex esposas, hijos, yernos, sobrinos, primos, amantes…Sin duda, la nueva aristocracia de nuevo cuño, nacida al calor de la corrupción masiva de los partidos, tenga aún un porvenir que traiga muchos días de gloria a la patria, o, por lo menos, a las respectivas familias de esa mafia rampante. La sustitución tramposa de la democracia formal por una clase política voraz y consciente de su traición trae estas desfachateces.
El CNI de hoy se beneficia del sobreseimiento de los crímenes que perpetró el CESID de ayer, que llegó a escuchar al mismo Rey Don Juan Carlos I. ¿Era entonces Don Juan Carlos I chantajeable? ¿Nos creemos que oyeron al rey por puro azar entre más de cuarenta millones de españoles? Para Trevijano espiar ilegalmente a los ciudadanos representaba la conspiración de un Estado criminal contra la libertad de los ciudadanos. Y cuando oía que las escuchas ilegales se hacían con la justificación del bien general, su sensibilidad moral no lo sufría. No soportaba la idea de que un gobierno criminal hiciera los crímenes en su nombre. Era el colmo de la desfachatez gubernamental. Siempre he sostenido que la filosofía de mi amigo Antonio, más que basarse en la portentosa cultura que tenía y su penetrante capacidad de análisis, se fundamentaba más bien en una extraordinaria sensibilidad moral, como nunca he visto. La hiperestesia ética de todo un caballero.
Un muy justificado miedo, un terror culpable y una prudente desconfianza hacia los súbditos y ciudadanos oprimidos por gobiernos tiránicos, despóticos y oligárquicos, que ejercen su dominio sin control alguno de los dominados, constituyen el origen histórico del espionaje interno, esto es, contra los conciudadanos, como institución pública. Pero ya para Montesquieu el espionaje interno era un acto aborrecible en sistemas moderados –es decir, en aquellos donde no reina la “hýbris”–, como la monarquía y la democracia.
“Un príncipe debe actuar con sus súbditos con espontaneidad, franqueza y confianza. Aquél que tiene tantas inquietudes, sospechas y temores es un actor incapaz de interpretar su papel”, nos dice el siempre flagrante Charles-Louis de Secondat, que abrazó siempre una monarquía en la que el honor y la moderación fueran sus principios morales básicos. Es la propia acción de espiar por parte de un Estado enfermo y no democrático la que nos revela de forma palmaria la conciencia culpable que tiene el gobierno de su ilegítima ascensión o su tozuda y numantina permanencia en el poder gracias a sus crímenes.
Fueron la desconfianza y el miedo paranoicos del tirano sículo Dionisio hacia su pueblo, al que traidoramente arrebató su brillante Democracia, los que crearon el primer estado policial y detectivesco de la Historia, instaurándose en su estructura uno de los sistemas de espionaje interno más perfectos y delirantes de que se tiene noticia. Desde los sótanos del propio palacio de Dionisio salían innumerables galerías subterráneas que comunicaban con las paredes de las casas de los ciudadanos más principales, más dignos y más amigos de la libertad de la ciudad de Siracusa. Con estos artificiales delirios geológicos del subsuelo laberíntico de Siracusa, que descubrió el gran arqueólogo Paolo Orsi, Dionisio podía escuchar las conversaciones libres de sus súbditos desprevenidos, y tomar medidas rápidas contra lo que sólo eran puros anhelos sin peligro o quizás quiméricas ilusiones de aquéllos. Fue la desconfianza del tirano hacia su pueblo la que creó el más grande y estrafalario sistema de espionaje. Y nos cuenta Plutarco que “Dionisio el Mayor era hombre tan desconfiado, y tan suspicaz y medroso respecto de todos los hombres, que no se cortaba el cabello con navaja de afeitar, sino que cuando se presentaba alguno de sus colonos se lo quemaba con un carbón. A su habitación no entraba ni su hermano ni su hijo con los vestidos que llevaban, sino que para pasar adelante era necesario que se desnudaran cada uno de la ropa con que iba vestido y tomara otra, viéndolo desnudo los de la guardia”. Pero en el pecado del poder está la penitencia del poder: el perro asilvestrado del espionaje interno puede también morder y devorar a su desconfiado, suspicaz y medroso amo, y no sólo a las amenazantes víctimas a la que su amo señala con lanzamiento de guijarros. El Estado creóntico, conculcador de los derechos civiles que aparecen en el Artículo 18 de nuestra Constitución, acaba matando siempre, por pura coherencia criminal, a su hijo, el príncipe Hemón; es decir, a su futura e imposible continuación. Es así cómo la desconfianza y la cobardía privadas del tirano se transforman en paranoia pública.
Así hoy, en España, otra vez, y ahora con el alado caballo Pegasus, la oreja de Dionisio oye también al propio Dionisio, rebelándose como miembro contra su propio cuerpo, como en la fábula de Dionisio de Halicarnaso. Al presidente del gobierno, esta vez –antes fue el Rey–, se le espía desde la misma infamia institucional con la que se espían los movimientos del terrorismo islámico, del más despreciable proxeneta, del más repugnante pederasta valenciano, o del mayor y pravo narcotraficante. La oreja, como miembro de un sistema solidario, cuya función sólo era oír lo de fuera, ya no cumple con la vieja parábola política de Menenius Agrippa, inmortalizada de forma sublime por Shakespeare.
Ahora bien, los episodios de sistémicas escuchas ilegales no nacen de una especial idiosincrasia de la nación española, sino que son el resultado de una ley universal: el gobierno despótico, tiránico u oligárquico, con independencia del paraguas-etiqueta bajo el que se cobije (v. gr. Democracia), todo lo corrompe, igualando a todos en podredumbre; hasta tal grado que la ciudadanía y todas las instituciones, públicas y privadas, reaccionan contra la ciudadanía y contra el mismo poder corruptor con la misma perversa metodología que el poder tiránico, despótico u oligárquico ejemplifica. Sejano, que podía haber sido el jefe de un CNI de la época del emperador Tiberio, no sólo sirvió a su señor suministrándole información verdadera y falsa, sino que también ejerció el espionaje contra el heredero del emperador y la continuación del Estado. Pero tendría yo aquí ahora que ponerme a copiar la Historia Universal de Cesare Cantù para probar lo que es claro y aerófano: no hay barrotes que puedan resistir la fuerza y la violencia de una institución pública que por su propia naturaleza y sus fines está fuera de todo control judicial.