[PARA ENTENDER EL HEN PARTY MINISTERIAL EN NUEVA YORK]
Había
que hacerse nuevamente con el Poder por las buenas o por las malas, y
una vez dueños de él, asegurarlo muy aseguradito. ¿Qué era lo que se
oponía al disfrute del Poder por los hombres del 14 de abril? ¿La clase
media? Pues se la destruía. ¿El Ejército? Pues se lo desorganizaba. ¿El
clero? ¿La aristocracia? Pues se acababa con la aristocracia, con el
clero y con la industria. ¿España, en fin? Pues se hacía polvo a España,
y asunto concluido
Julio Camba
Sevilla, 29 de enero de1938
Vuelvo a mi tema sobre los hombres del 14 de abril. Se
iba muy a gusto, no cabe duda, en los coches oficiales de la República.
Los de la Monarquía eran ya bastante buenos, pero la República se había
propuesto renovar a España, y, como por algo tenía que empezar, empezó
por los coches oficiales. Marcas nuevas. Modelos nuevos. Carrocerías
novísimas... Cada coche estaba provisto de un aparato de radio con el
que, según decían los entusiastas del régimen, se podían oír las
emisoras japonesas en plena carretera de Extremadura, y aunque en esto
no hubiese ninguna ventaja especial y fuese mucho más cómodo oírlas en
casa, la idea de oírlas en la carretera ejercía verdadera fascinación
sobre aquellos potentados de última hora.
¿Se imaginan ustedes la tristeza de ir en taxi, cuando no en el Metro o
el tranvía, después de haberse habituado a unos coches tan soberbios?
¡Ir en taxi, señores, y por si esta humillación fuera poca, tener que
echarse la mano al bolsillo del chaleco y pagarle al chófer la carrera
como el común de los mortales que, sólo mediante estipendio y de una
manera mercenaria, pueden disfrutar de los bienes de la vida!... ¡Ir en
taxi y verse obligado, para matar el tiempo interminable de la cesantía,
a jugar al tute en el Círculo de Bellas Artes, precisamente cuando uno
empezaba ya a soltarse un poco en el bridge! ¡Tener que abandonar los brillantes salones de las Embajadas para comer, a lo sumo, en el Achuri o el Baviera, donde, a lo mejor, el mozo le trataba a uno de camarada! ¡No
ser ya vuecenciado gorra en mano por los guardias, ni por los porteros,
y peor aún que todo ello volver al café; volver, por recurso
ineludible, a ese medio social, muy democrático, sin duda, y
perfectamente igualatorio, pero en el que bien podrían establecerse
algunas diferencias a favor de los prohombres demócratas y de los
verdaderos partidarios de la igualdad!...
–¡Acabemos con la política de café, plaga del gobernante! –había dicho un día desde el banco azul don Manuel Azaña.
Y después de haber dicho esto, ¿con qué humos querían ustedes que volviese al Regina a reunirse con Luis Bello, Amós Salvador, Sindulfo de la Fuente y demás políticos cafeteriles de su tertulia? ¿En qué estado de ánimo podría el hombre reintegrarse a su vida de siempre?
Luego había las familias. Las familias que ya se habían habituado al
coche, a las recepciones de palacio, a la conversación de los
diplomáticos extranjeros y, sobre todo, a la envidia. Se habían hecho a
la ilusión de ser envidiadas, después de haberse pasado toda la vida
envidiando, y ahora dejaban de ser objeto para volver a ser sujeto de
esa devoradora pasión que, al decir de Quevedo, está siempre flaca, porque muerde y no come.
Era
demasiado. Había que hacerse nuevamente con el Poder por las buenas o
por las malas, y una vez dueños de él, asegurarlo muy aseguradito. ¿Qué
era lo que se oponía al disfrute del Poder por los hombres del 14 de
abril? ¿La clase media? Pues se la destruía. ¿El Ejército? Pues se lo
desorganizaba. ¿El clero? ¿La aristocracia? Pues se acababa con la
aristocracia, con el clero y con la industria. ¿España, en fin? Pues se
hacía polvo a España, y asunto concluido...
Y ya sé que en esta exégesis de la Revolución que estamos combatiendo,
yo sólo tengo en cuenta factores puramente materiales, pero es que no
hay otros. Aquel judío petulante, sabihondo y barbudo que se llamaba Carlos Marx creó
la interpretación materialista de la Historia y, naturalmente, tanto
los socialistas como los socializantes, procuran no desautorizarlo jamás
con su conducta.
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006
Luego
había las familias. Las familias que ya se habían habituado al coche, a
las recepciones de palacio, a la conversación de los diplomáticos
extranjeros y, sobre todo, a la envidia. Se habían hecho a la ilusión de
ser envidiadas, después de haberse pasado toda la vida envidiando, y
ahora dejaban de ser objeto para volver a ser sujeto de esa devoradora
pasión que, al decir de Quevedo, está siempre flaca, porque muerde y no come