domingo, 24 de julio de 2022

Regreso al Magreb


 

Vicente Llorca

Al regreso de Brujas, cita en la taberna con Pedro P., que quiere entregarme unos manuscritos. En la ciudad, un verano bochornoso, de nuevo. Un cielo entoldado sugiere otra vez el paisaje árido, sin esperanzas, de los relatos marroquíes de Paul Bowles. No cabe esperar una brizna de aire en ellos, un frescor que alivie su crueldad.

 

Volver a España desde Bélgica es regresar a la orilla del desierto. Éste es un país norteafricano, pienso un momento. Aunque es una impresión que me acomete a menudo últimamente.


Quizás hemos vivido todo el tiempo en África, y no lo sabíamos. Paseo por mi antiguo barrio, bajo las Cortes, en donde aún tengo algunos encuentros. El portero del palacio de la calle Prado me da noticias de los camareros del Óscar, el bar que cerró durante la epidemia y según parece no va a volver a abrir. Bene, el camarero del pueblo de la Armuña, baja aún por allí, pero esta vez desde el otro lado de la barra.


En el estanco de la plaza de Matute no hay luz, la dueña tiene la puerta entreabierta, está recogiendo algo.

 Cierro ya. Me voy de aquí.

¿No te da cosa? –le pregunto.

No me da nada. Llevo un montón de años en esta esquina. Estoy deseando irme.


Otro lugar habitual que cierra, anoto. Bajando por Huertas me encuentro con José, que camina a abrir la taberna. Charlamos un rato, sobre todo del pueblo de la costa de Galicia en donde ahora vive. Me habla de percebeiros y de velas rotas que hay que reparar. Trae como una brisa remota a estas calles afanosas. Le comento de un puente medieval de Brujas y de un café donde me sentaba por las tardes, y de mi deseo de ir a la remota Trieste en estos últimos tiempos. Éste último viene de la lectura de un libro de Claudio Magris sobre la ciudad. Como el viaje a Brujas había surgido de unas fotografías en el clásico, simbolista, Bruges la morte, de George Rodenbach. Él sí ha estado en Trieste, me dice, y me da algunas indicaciones precisas sobre cómo llegar desde la cercana Venecia. Quedamos en vernos luego, en la taberna.

 
Charla con la guapa boticaria de la calle Alcalá, más tarde. Me pregunta por el pueblo de la raya, de donde la habían llamado unos días antes para pedirle no sé qué que yo les había encargado. Marchará pronto a un lugar de Guadalajara, me cuenta, no quiere decirme el nombre. “Está más allá de Majaelrayo”. Hago algunas compras luego en el barrio de Salamanca. El dueño de la tienda habla un buen rato conmigo. Tiene acento de la calle Lista, inconfundible. Es como un personaje clásico del barrio, elegante a su manera tradicional; un tanto ingenuo, al modo tradicional también.


Carlos, el quiosquero de la plaza, ha cerrado y ha puesto un letrero de que se va de vacaciones. No hay derecho, pienso: ningún quiosquero debería abandonarnos al calor y la desesperanza. Estará en una casa de la montaña de Burgos, de la que me habla siempre, que debe de ser heladora hasta en el verano, y que nunca termina de reparar. Al volver a las calles bajo el Prado me encuentro con Elisa, que viene de trabajar en su infatigable gestoría. Nos reímos hablando de su hija, Claudia, con quien yo escribía en tiempos versos asonantados en una mesa del tabanco de su padre, ajenos a los sedientos conocidos que nos rodeaban. Enfrascada en encontrar una rima decente –y con la métrica exacta del octosílabo
para “palo cortado”, ahuyentaba con un bufido señorial a los ociosos que se acercaban a opinar. “Palo cortado rima con pesado”, concluyó un día. Antes de llegar a la plaza saludo a la estanquera de la calle Príncipe, con quien me divierto sugiriéndole algunas maldades sobre el dueño del tugurio, un tacaño ciertamente, que ella recoge en seguida.
 

La taberna está vacía al llegar. Me siento arriba, solo. Hablo con José. Me cuenta de un temporal reciente en la Costa de la Muerte y me gusta oírle, tan lejos su escenario de brumas y periplos celtas del monje Brandán de este laberinto sediento y chillón que nos rodea.
 

Al poco llega Pedro y con él noticias de una Extremadura que está ardiendo, dice. Desde la finca de mis primos, les cuento, bajo el Puerto de Perales, se veían las llamas que surgían de los jarales de la sierra, habían sobrepasado la cumbre y ya se acercaban a Ciudad Rodrigo, a este lado. Uno de ellos recordaba la anécdota del pastor a quien le habían impuesto una multa por cortar las hierbas de la cuneta, este invierno. Habían prohibido subir al monte con las ovejas, trazar cortafuegos, recoger la leña seca que antes almacenaban en los corrales.
 

Desde el avión, les comenté, volviendo de un país de Flandes en donde todo el bajo horizonte era verde, la meseta es un dibujo de cuarteles secos, obstinadamente teñidos de amarillo, o de tierra ocre a veces.


Nos refugiamos en la penumbra de la trastienda. Afuera no hay, sentimos, sino el campo seco, el día sin matices, las calles al sol, las voces a destiempo.