Martín-Miguel Rubio Esteban
Doctor en Filología Clásica
Las democracias antiguas, como la de Atenas y la República Romana, supieron prevenirse contra la inmoralidad de los magistrados recién elegidos con variados instrumentos legales y procedimientos. Así, en Atenas, todo magistrado, después de ser nombrado, era sometido a un examen moral (la “dokimasía”), en el que se comprobaba si su moralidad personal correspondía al honor que se le había otorgado. Y era excluido si quedaba comprobado que se había comportado en su vida privada de un modo manifiestamente inmoral. Aquella “dokimasía” hoy cerraría el paso al Parlamento de la mitad de los que están, empezando por el presidente del gobierno. Pues además de preguntarles a los cargos electos si trataban bien a sus padres, si pagaban correctamente sus impuestos, si habían cumplido el servicio militar, si poseían una educación media, si honraban a sus muertos y a los de la patria, etc., el presidente del tribunal que realizaba la “dokimasía”, preguntaba al pueblo si había alguien que desease presentar un cargo (“epangelía”) contra cualquiera de los magistrados electos. De este modo, mediante la “dokimasía” se salvaguardaba tanto a la Nación (poder legislativo) como al Estado (poder ejecutivo) contra candidaturas irregulares de manifiesta incompetencia técnica o moral. Así, sabemos por Lisias que un tal Mantiteo, que había sido elegido miembro de la “Boulê” o Parlamento, en el 391 a. C., tuvo que defenderse durante su “dokimasía” de varios cargos: que se había quedado en Atenas durante el gobierno de Los Treinta Tiranos, que había servido en la caballería bajo dicho Gobierno tiránico y que se dejaba el pelo largo –moda de los jóvenes oligarcas–. Si hoy nuestros parlamentarios, cuyo lacayunismo a los jefes de Partido es su primer y casi siempre único mérito, fuesen sometidos a análisis tan puntillosos como los que se hacían en las primeras democracias no habría suficiente con los suplentes para completar los trescientos cincuenta escaños de nuestro Parlamento. Sólo con el eclipse de las leyes de la democracia se puede entender que se sienten en el Parlamento personas procesadas por los más graves delitos, como la traición a la patria por defender intereses privados. Pero todo se explica si entendemos que el despotismo de la partitocracia española, como todos los despotismos, es inviolable, y sus representantes más prevaricadores y corruptos irrevocables. Como decía Trevijano, un político español hoy no puede ser normal y decente a la vez. La decencia es una anormalidad moral en España.
Eruditos como Mogens Herman Hansen, Robert K. Sinclair, Cynthia Farrar, o J.K. Davies, están de acuerdo en que en las antiguas democracias griegas “los magistrados elegidos por la Asamblea del pueblo eran inhabilitados por los tribunales si la mayoría de los miembros de los jurados votaban contra ellos”. Por otro lado, si bien existía una “dokimasía” ejercida por el Poder Judicial sobre el Poder Legislativo (la Nación) y el Poder Ejecutivo (el Estado), también los propios políticos de ambos poderes separados asimismo podían inhabilitar a sus compañeros de la condición de “bouleutai” (diputados), o de “arcontes” (epónimo, polemarco y basilèus) y “stratêgoì”. Ahora bien, en el caso de que el Parlamento (Boulê), representación de la Nación, inhabilitase a alguno de sus miembros, éste tenía derecho de apelar a los Tribunales (vid. Aristóteles, Athenaiôn Politeia, 45.3 y 55. 2). Ahora bien, en el caso de los arcontes y los generales (representación del Estado) los miembros inhabilitados no podían apelar ya a ningún tribunal. Lo cual tiene su profunda lógica, en cuanto que la soberanía descansa en la Nación y no en el Estado. Trevijano, como la voz inmarcesible de la democracia auténtica, manifestó la necesidad de introducir la dokimasía clásica en nuestros usos políticos: “Tanto el jefe de la oposición, como los portavoces de partido, presidentes o vocales de mesa, miembros de comités de investigación o de legislación, afectan directamente al prestigio y al buen funcionamiento de la Cámara y del sistema de Gobierno. Todos esos cargos parlamentarios deben recaer en personas honorables, preparadas y sin tacha de indignidad. En caso contrario, el Parlamento tiene derecho a impedir que ocupen esos puestos, vetando sus nombramientos o acordando su destitución”. Como se puede ver, este derecho que Trevijano otorgaba al Parlamento está en la línea de la tradición clásica de la democracia, y en modo alguno supone una novedad u originalidad “ex nihilo” en el concepto político de democracia, siempre tan escrupulosamente interpretado por el inolvidable autor de “El Discurso de la República”.
En la Roma republicana los tribunales de honor de los censores tenían esa misma función. Estos tribunales de honor adquirieron una enorme importancia cuando los cargos senatoriales dejaron de ser vitalicios y se encomendó a los censores, elegidos por los comitia centuriata –comicios de donde salía el Poder Ejecutivo– cada cinco años, la formación de la lista de senadores, pues a partir de este instante, los censores estuvieron obligados a no incluir en las listas que elaborasen a las personas infamadas, delincuentes o de mala vida. Las consecuencia jurídicas que la existencia de este tribunal trajo consigo fueron que las personas sobre quienes hubiera recaído nota de infamia no podrían seguir perteneciendo ni al orden de los caballeros (equites), ni al orden senatorial, y, por tanto, no podían presentarse a ningún cargo del “cursus honorum”, hasta que fueran rehabilitados en otro tribunal de honor, como ocurrió en casos como el de Catilina o el del adúltero Salustio. A los demás ciudadanos que no eran ni caballeros ni senadores el Censor podía privarles del derecho de sufragio, o mermárselo (votar en unas elecciones y en otras no). Lo que desde luego estaba sometido al tribunal de honor era la conducta del ciudadano en el cumplimiento de sus obligaciones políticas, así como de sus responsabilidades por sus actos públicos; pero también dependía de la apreciación de los censores la honorabilidad de la vida privada, que si no era intachable podía conllevar la muerte civil del ciudadano. Para los romanos los hombres que ocupan un cargo político no sólo deben dar cuenta de las cosas que dicen y hacen en público, sino también deben preocuparse de sus comidas, de sus amores, de su matrimonio y de todas sus actividades frívolas y serias. Se dice que el tribuno Livio Druso, muy estimado por el pueblo, teniendo muchas partes de su casa a la vista de sus vecinos y prometiéndole un amigo arquitecto orientarlas de forma diferente y cambiar su posición por sólo cinco talentos, le dijo: “Toma diez y haz visible la casa entera, para que mis conciudadanos puedan ver cómo vivo”, pues era un hombre virtuoso, prudente y ordenado (vid. “Vida de Catón el Joven”, I, 2, de Plutarco).
Si el sentido común impone que no se escoja a ladrones y malversadores para gestionar el erario público, ni a criminales y asesinos para proteger la vida, el honor y la hacienda de los ciudadanos, ni a traidores y felones para defender los intereses nacionales y el territorio nacional, ni a personas incultas para dictar la política educativa de un país, ni a cobardes para llevar a cabo la defensa nacional ni, en fin, a la inmoralidad privada para mantener la moralidad pública, lo que ya es propio de orates y extravagantes es permitir como candidatos a la gobernación de los distintos ámbitos públicos a personas ya procesadas por robo, estafa, crimen, escuchas ilegales, asesinato, o de los que se ha experimentado públicamente su desaforada incultura, cobardía, falsedad, robo, traición e inmoralidad. Frente a esta política de la irresponsabilidad y el crimen, que triunfa en España en todo su esplendor, se hace necesaria la “dokimasía” clásica que exigía Trevijano, o, por lo menos, algún filtro de racionalidad. Transigir con el crimen y la traición, o con la incapacidad del poder político, es lo mismo que transigir con la tiranía. “Contre nous de la tyrannie/ l´étendard sanglant est leve!”.
Doctor en Filología Clásica
Las democracias antiguas, como la de Atenas y la República Romana, supieron prevenirse contra la inmoralidad de los magistrados recién elegidos con variados instrumentos legales y procedimientos. Así, en Atenas, todo magistrado, después de ser nombrado, era sometido a un examen moral (la “dokimasía”), en el que se comprobaba si su moralidad personal correspondía al honor que se le había otorgado. Y era excluido si quedaba comprobado que se había comportado en su vida privada de un modo manifiestamente inmoral. Aquella “dokimasía” hoy cerraría el paso al Parlamento de la mitad de los que están, empezando por el presidente del gobierno. Pues además de preguntarles a los cargos electos si trataban bien a sus padres, si pagaban correctamente sus impuestos, si habían cumplido el servicio militar, si poseían una educación media, si honraban a sus muertos y a los de la patria, etc., el presidente del tribunal que realizaba la “dokimasía”, preguntaba al pueblo si había alguien que desease presentar un cargo (“epangelía”) contra cualquiera de los magistrados electos. De este modo, mediante la “dokimasía” se salvaguardaba tanto a la Nación (poder legislativo) como al Estado (poder ejecutivo) contra candidaturas irregulares de manifiesta incompetencia técnica o moral. Así, sabemos por Lisias que un tal Mantiteo, que había sido elegido miembro de la “Boulê” o Parlamento, en el 391 a. C., tuvo que defenderse durante su “dokimasía” de varios cargos: que se había quedado en Atenas durante el gobierno de Los Treinta Tiranos, que había servido en la caballería bajo dicho Gobierno tiránico y que se dejaba el pelo largo –moda de los jóvenes oligarcas–. Si hoy nuestros parlamentarios, cuyo lacayunismo a los jefes de Partido es su primer y casi siempre único mérito, fuesen sometidos a análisis tan puntillosos como los que se hacían en las primeras democracias no habría suficiente con los suplentes para completar los trescientos cincuenta escaños de nuestro Parlamento. Sólo con el eclipse de las leyes de la democracia se puede entender que se sienten en el Parlamento personas procesadas por los más graves delitos, como la traición a la patria por defender intereses privados. Pero todo se explica si entendemos que el despotismo de la partitocracia española, como todos los despotismos, es inviolable, y sus representantes más prevaricadores y corruptos irrevocables. Como decía Trevijano, un político español hoy no puede ser normal y decente a la vez. La decencia es una anormalidad moral en España.
Eruditos como Mogens Herman Hansen, Robert K. Sinclair, Cynthia Farrar, o J.K. Davies, están de acuerdo en que en las antiguas democracias griegas “los magistrados elegidos por la Asamblea del pueblo eran inhabilitados por los tribunales si la mayoría de los miembros de los jurados votaban contra ellos”. Por otro lado, si bien existía una “dokimasía” ejercida por el Poder Judicial sobre el Poder Legislativo (la Nación) y el Poder Ejecutivo (el Estado), también los propios políticos de ambos poderes separados asimismo podían inhabilitar a sus compañeros de la condición de “bouleutai” (diputados), o de “arcontes” (epónimo, polemarco y basilèus) y “stratêgoì”. Ahora bien, en el caso de que el Parlamento (Boulê), representación de la Nación, inhabilitase a alguno de sus miembros, éste tenía derecho de apelar a los Tribunales (vid. Aristóteles, Athenaiôn Politeia, 45.3 y 55. 2). Ahora bien, en el caso de los arcontes y los generales (representación del Estado) los miembros inhabilitados no podían apelar ya a ningún tribunal. Lo cual tiene su profunda lógica, en cuanto que la soberanía descansa en la Nación y no en el Estado. Trevijano, como la voz inmarcesible de la democracia auténtica, manifestó la necesidad de introducir la dokimasía clásica en nuestros usos políticos: “Tanto el jefe de la oposición, como los portavoces de partido, presidentes o vocales de mesa, miembros de comités de investigación o de legislación, afectan directamente al prestigio y al buen funcionamiento de la Cámara y del sistema de Gobierno. Todos esos cargos parlamentarios deben recaer en personas honorables, preparadas y sin tacha de indignidad. En caso contrario, el Parlamento tiene derecho a impedir que ocupen esos puestos, vetando sus nombramientos o acordando su destitución”. Como se puede ver, este derecho que Trevijano otorgaba al Parlamento está en la línea de la tradición clásica de la democracia, y en modo alguno supone una novedad u originalidad “ex nihilo” en el concepto político de democracia, siempre tan escrupulosamente interpretado por el inolvidable autor de “El Discurso de la República”.
En la Roma republicana los tribunales de honor de los censores tenían esa misma función. Estos tribunales de honor adquirieron una enorme importancia cuando los cargos senatoriales dejaron de ser vitalicios y se encomendó a los censores, elegidos por los comitia centuriata –comicios de donde salía el Poder Ejecutivo– cada cinco años, la formación de la lista de senadores, pues a partir de este instante, los censores estuvieron obligados a no incluir en las listas que elaborasen a las personas infamadas, delincuentes o de mala vida. Las consecuencia jurídicas que la existencia de este tribunal trajo consigo fueron que las personas sobre quienes hubiera recaído nota de infamia no podrían seguir perteneciendo ni al orden de los caballeros (equites), ni al orden senatorial, y, por tanto, no podían presentarse a ningún cargo del “cursus honorum”, hasta que fueran rehabilitados en otro tribunal de honor, como ocurrió en casos como el de Catilina o el del adúltero Salustio. A los demás ciudadanos que no eran ni caballeros ni senadores el Censor podía privarles del derecho de sufragio, o mermárselo (votar en unas elecciones y en otras no). Lo que desde luego estaba sometido al tribunal de honor era la conducta del ciudadano en el cumplimiento de sus obligaciones políticas, así como de sus responsabilidades por sus actos públicos; pero también dependía de la apreciación de los censores la honorabilidad de la vida privada, que si no era intachable podía conllevar la muerte civil del ciudadano. Para los romanos los hombres que ocupan un cargo político no sólo deben dar cuenta de las cosas que dicen y hacen en público, sino también deben preocuparse de sus comidas, de sus amores, de su matrimonio y de todas sus actividades frívolas y serias. Se dice que el tribuno Livio Druso, muy estimado por el pueblo, teniendo muchas partes de su casa a la vista de sus vecinos y prometiéndole un amigo arquitecto orientarlas de forma diferente y cambiar su posición por sólo cinco talentos, le dijo: “Toma diez y haz visible la casa entera, para que mis conciudadanos puedan ver cómo vivo”, pues era un hombre virtuoso, prudente y ordenado (vid. “Vida de Catón el Joven”, I, 2, de Plutarco).
Si el sentido común impone que no se escoja a ladrones y malversadores para gestionar el erario público, ni a criminales y asesinos para proteger la vida, el honor y la hacienda de los ciudadanos, ni a traidores y felones para defender los intereses nacionales y el territorio nacional, ni a personas incultas para dictar la política educativa de un país, ni a cobardes para llevar a cabo la defensa nacional ni, en fin, a la inmoralidad privada para mantener la moralidad pública, lo que ya es propio de orates y extravagantes es permitir como candidatos a la gobernación de los distintos ámbitos públicos a personas ya procesadas por robo, estafa, crimen, escuchas ilegales, asesinato, o de los que se ha experimentado públicamente su desaforada incultura, cobardía, falsedad, robo, traición e inmoralidad. Frente a esta política de la irresponsabilidad y el crimen, que triunfa en España en todo su esplendor, se hace necesaria la “dokimasía” clásica que exigía Trevijano, o, por lo menos, algún filtro de racionalidad. Transigir con el crimen y la traición, o con la incapacidad del poder político, es lo mismo que transigir con la tiranía. “Contre nous de la tyrannie/ l´étendard sanglant est leve!”.