Vicente Llorca
En esta primavera insólita, marcada por un viento frío que no cesa y la
ausencia de lluvias, el mesón de la carretera sigue ejerciendo el papel
del ágora rural. Es el único bar que queda en un pueblo que antaño hubo
de ver seis diferentes en el mismo lugar –incluido el de la estación,
que no cerraba en toda la noche.
Los parroquianos tienen el gesto de los que ya han visto muchas primaveras secas, y saben que han de venir muchas más.
¿Adónde vas? – me preguntaron la otra tarde cuando abandoné la mesa de
la terraza, en la que estaba teniendo lugar una minuciosa tertulia sobre
los antiguos tratantes de ganado y sus costumbres no escritas.
Voy a votar – repliqué.
Pues te va a dar igual. Vuelve pronto, que hemos pedido otra ronda.
El que había hablado era Isidoro, que dedica los ratos libres a
la doma vaquera y tiene una rara sensibilidad para con los caballos
altos de sangre. Con esas manos que tiene, que parecen morcillas sin
curar…
Me pareció, así al pronto, una de las mejores definiciones sobre
política contemporánea que había escuchado en tiempos. “Te va a dar
igual…”
Era una sabiduría de lo concreto, pensé. Lejos de la visión de lo rural
que mis amigos de Madrid me describen a veces, inmersos ellos en la
apoteosis de la ideología.
A lo concreto pertenecía la escena que se había desarrollado la tarde
anterior. Cuando, sentados en el comedor porque en la terraza hacía un
frío invernal, el alcalde se había acercado para saludarnos.
Vendrás a votar mañana, espero.
Sí, pienso – le comenté extrañado, porque Manuel, el alcalde eterno, sabe que yo no voto a los suyos.
A los demás me da igual. Pero a mí me tienes que votar.
Sin falta, Manuel. ¿Qué ofreces? –le respondí, extasiado por una escena
que me recordaba las elecciones de la época de la Dictadura de Primo de Rivera tal como nos contaba un tío abuelo, cacique de otro pueblo.
Estás invitado a lo que quieras. Hasta al vino ese tan caro que pedís tú y tus amigos. Os lo pago ya.
Déjalo para mañana, cuando volvamos de votar.
Me había encantado la escena, de nuevo. Era otro retorno de lo concreto.
Lejos de las peripecias de mis amigos militantes, allá en la ciudad,
que se empeñan en convertir el agua en vino. Tan lejos de Caná.
Curiosamente yo venía de una cena en Madrid en la que había coincidido
con un candidato muy conocido de otra formación –que ya había salido
elegido diputado en las elecciones generales anteriores. Habíamos
hablado bastante, porque era una cena de amigos y el susodicho tiene la
capacidad de seguir riéndose con los antiguos compañeros de colegio.
Me da igual lo que acabas de contar sobre vuestro programa para el campo
–le había replicado yo, en medio de una discusión sobre el agro–. Lo
único que nos interesa es un programa concreto en donde el Estado baje
el precio del gas-oil y de los fertilizantes, suprima los impuestos de
los ayuntamientos, suba los precios de los productos agrarios y prometa
ejecutar a todos los burócratas del Ministerio y de la Junta.
Eso es más o menos lo que decimos.
No he visto por ninguna parte la promesa de ejecutar a los veterinarios de la Junta. Decís vaguedades, Mariano.
La cena había terminado sin acuerdos de ejecución y entre canciones
italianas, con un vino manchego excelente. Menos da una piedra.
El antiguo paisaje del municipio incluía, como nos recordaba Alipio, el dueño del bar la otra noche, el salón de baile de Benigno, la tasca de Carrasco, el bar de Chinito –donde ponían toros todas las tardes–, un antro oscuro cerca del silo, llamado de Favi, el comedor de Felisa
y, como en todos los pueblos de entonces, la cantina de la estación,
escenario de paradas nocturnas de viajantes melancólicos y de desayunos
con cazalla de los insomnes del pueblo, que aún los había.
Resulta un escenario inimaginable hoy en día. Todos ellos han cerrado y
sólo queda el bar de Alipio, último lugar de civilización en una comarca
que ha perdido, irremisiblemente, las ganaderías bravas que ocupaban el
campo, los molinos que trabajaban en el pueblo, los niños que atronaban
la escuela, las familias interminables que vivían en las alquerías, los
maestros solemnes y hasta al cura del pueblo, que vivía con un ama y
era el último emblema de la sociedad tradicional.
En Madrid una mañana hacía tiempo yo había sido sorprendido por una
manifestación muy ruidosa que había cortado el tráfico en el paseo de
Recoletos y nos había impedido cruzar hasta la sala de exposiciones de
Mapfre, que ofrecía una buena muestra del arte de las vanguardias
soviéticas. Era una manifestación en defensa de la España vacía, decían.
Nosotros veníamos de ahí, pensé. Me había parecido una muestra de
inutilidad total, a despecho de las orquestas y los gritos de rigor.
Contra el vacío que se adueña de los campos ofrecían buenas intenciones y
proclamas de su existencia, aún. Como si uno pudiera sobrevivir
afirmando que está vivo, oigan.
No hacían falta los animalistas –comentaba la otra mañana Ernesto,
un ganadero, otro más, que ha tenido que vender la ganadería–. Con los
impuestos municipales de los festejos taurinos ha bastado para acabar
con nosotros.
Y los inspectores de la Junta –comentó el otro, Miguel, que ya ha
anunciado su intención de liquidar las pocas reses que aún le quedan del
encaste de Saltillo.
Y los técnicos, sí. Que el Estado los tenga en su Gloria.
Me daba lástima el esfuerzo de Miguel por mantener la ganadería de sus
abuelos todos estos años contra viento y marea, en una tarea inútil.
A los cafés luego invité yo. Nadie habló de las elecciones.
[Mayo 2019]