Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En ningún sitio del mundo se habla más (mala señal) de democracia que en España, hoy en Jornada de Reflexión, que es como el muñeco de la tarta del votante.
Esta Reflexión (querrán decir “Meditación”) sería los ejercicios ignacianos del demócrata español, concebidos por el santo de Loyola en Manresa, donde notó que Dios le trataba “como un maestro de escuela a un niño”, y cuyo fin es ayudar a discernir y conocer lo que Dios, que en España es el Estado, quiere de uno, “y a desear y elegir esto”.
–¿Por qué el sufragio universal no ha conducido al gobierno de los pobres, que son mayoría social? –se preguntaba el viejo Macpherson, un Pinker serio del país de la hoja de arce.
Dado que el gordo del sorteo de mañana ya lo cantó Sánchez en el debate (la economía mandilona que administra la UE será para la hija de Calviño, el masón de Lalín que llamó “evangelista” a San Pablo), marcho al campo a que los pajaritos me respondan “preguntas ociosas”, decía un cronista, que uno se hace en la Jornada de Reflexión.
¿Por qué al español le fueron otorgadas todas las libertades (incluso, al parecer, la de hacer naciones y la de separarse de la única que tiene), menos la de elegir, en votación directa y separada, a sus representantes en el poder legislativo y a sus gobernantes en el poder ejecutivo? Los analistas del sistema, que en realidad es autosistema (vive y se alimenta de sí mismo), dicen que por miedo al populismo, es decir, a los pobres. Se ve que el pobre hace con el voto lo mismo que con la limosna, dejárselo en vino.
–El negocio del Gobierno es, y debe ser, el negocio de los ricos, que lo obtendrán por las buenas o por las malas –aclaró el señor padre de Stuart Mill, ídolo del antipopulismo.
¿Por qué, si así lo pide Ramoncín, cabe en la Constitución un referéndum que la convertiría en “Deconstitución”, y no cabe el sistema mayoritario uninominal a doble vuelta ni el sistema presidencialista que separaría los poderes?
Me sonríe una arcea, feliz (prohibida).