domingo, 10 de noviembre de 2019

El sentido reverencial


Ignacio Ruiz Quintano
Abc

En lo que una gallina pone un huevo, una sardina pone un millón, pero todo el mundo cree que aquí sólo ponen huevos las gallinas. Y quien habla de los huevos, habla de los libros. ¿Qué mentalidad hay más parecida a la de autor que la de la gallina? En lo que un autor escribe un libro, casi siempre con la idea de vender algunos cientos a tres mil quinientas pesetas, un banderillero —«geometría de huellas y alegría de brazos»— hace un millón de cosas más interesantes, y, sin embargo, los políticos pretenden convencernos de que aquí lo único interesante son los libros.

«Libros a la calle» es el nuevo lema ministerial para fomentar la lectura desde los transportes públicos. La campaña consiste en fijar láminas con textos clásicos sobre las ventanillas de los autobuses, impidiendo así al viajero amar a las mujeres que, al paso, con las plantas van pisando los deseos. Se habla de Calderón: «¿Qué es la vida? Una ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño, / que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son.» También se habla de Alberti: «Mi corza, buen amigo / mi corza blanca.» ¿Qué quieren que les diga? Yo, para un autobús, prefiero los carteles colombianos: «Está prohibido balacear el techo y el suelo de la guagua.» «Está prohibido andar a la escupida en el suelo por razones de higiene.» «Quienes sean sorprendidos viajando sin boleta serán entregados a la guardia caminera.» «Las increpancias y malsonancias al señor conductor serán castigadas con el descabalgamiento inmediato del infractor.» Etcétera. Pero, ¿qué será de uno en el autobús, sentado al lado de alguno de esos jubilados, tan aficionados a la lectura en voz alta, que lea como en silabario lo de «Mi corza, buen amigo / mi corza blanca»?

La democracia alfabetiza, pero no cultiva, y, ciertamente, ha disminuido el interés por la lectura en general. La gente va al cine, que es el libro de los que no leen libros, escucha la radio, que es el piano de los pobres, o ve la TV, donde pasan más cosas en un minuto que en todas las novelas con premio juntas. Conviene, pues, no dejarse intimidar por un sentido reverencial del libro que no tiene sentido. A Maeztu le dio una vez por escribir irnos artículos sobre el sentido reverencial del dinero, y la gente, al comentarlos en la calle, no salía de su perplejidad. «¿De modo que, si queremos ir al cielo, vamos a tener que comulgar a diario con una perra chica? —se decían—. ¡Tiene gracia!» Pues lo mismo ocurre con el sentido reverencial del libro que fomenta Pilar del Castillo, de la Educación, de la Cultura y del Deporte. «¿De modo que, si queremos ser cultos, vamos a tener que leer a diario un planeta?» Y eso, claro, también tiene gracia. Total que, así como el sentido reverencial del dinero es protestantismo mercantil, y los protestantes lo utilizan para anunciar toda clase de productos manufacturados, el sentido reverencial del libro es culteranismo ministerial, y los ministros nuevos —por un ministro nuevo no hay que entender un ministro joven ni un ministro distinto de los otros ministros, sino un ministro que es ministro por primera vez— acostumbran utilizarlo para quitarse toda clase de complejos de inferioridad. Y es que, igual que un sentido reverencial del dinero revela falta de dinero, el sentido reverencial del libro revela falta de lectura, si bien el hecho de que uno no lea, o lea poco, no significa que nuestra literatura está en peligro.

Ni nuestra literatura ni, por supuesto, nuestra lengua están en peligro. Pocos habrán leído más libros —ni los habrán escrito mejor— que Alfonso Reyes, y, sin embargo, él sólo se sintió salvado el día que tuvo que separarse de sus libros. En cuanto a la lengua, sostenía que el español reina plenamente dondequiera que se escucha la «j», dondequiera que se esgrime al hablar el machete de la «j». Por ese lado, el dejillo de nuestras clases populares con el «ej’ que» —«ejque voy a la boda de la chiquilla, que se casa en Illejca»— ha de merecer más confianza que la Declaración de San Millán de la Cogolla.

 Alfono Reyes

La democracia alfabetiza, pero no cultiva, y, ciertamente, ha disminuido el interés por la lectura en general. La gente va al cine, que es el libro de los que no leen libros, escucha la radio, que es el piano de los pobres, o ve la TV, donde pasan más cosas en un minuto que en todas las novelas con premio juntas