La cabina
Ignacio Ruiz Quintano
Abc
En 1919 la abstención española fue de 48 por 100. Cien años más tarde, y si, con arreglo al fatalismo taurino, el toro es peor y el torero es el mismo, ¿qué va a ser de nosotros?
En España tenemos abstencionistas y abstencionarios. El abstencionista viene a ser como el blasfemo, para quien la blasfemia constituye un acto de fe (en el sistema). El abstencionario, en cambio, sería más como el ateo, razón por la cual tiene peor prensa, que lo acusa de incurrir en todos los vicios de la informalidad: apatía, robinsonismo, insociabilidad…
–¡Otro que va de listo!
Al abstencionario lo pintan de vegano a la puerta de un asador, cuando en realidad es el carnívoro a la puerta de un herbolario. Aún duran las risillas en Twitter porque unos acampados en Barcelona pedían el otro día “embutidos veganos”. ¿Qué son “embutidos veganos”? Para mí, “embutidos veganos” son todos esos monólogos como de radio vieja que sueltan profesores, analistas y politólogos con el manejo dadá de conceptos cuyo significado e historia ignoran: nación, estado, gobierno, soberanía, constitución, derecho, democracia, representación, separación, consenso, federalismo, liberalismo y tortitas de camarones.
El abstencionista se abstiene por indiferencia o por desinterés, pero el abstencionario se abstiene por principio: puesto que el sistema, dicho por sus creadores, no consiste en la representación, sino en la integración de las masas en el Estado, una abstención elevada denunciaría la inutilidad del sistema, obligándolo a probar la solución representativa, aunque sea para dentro de otro siglo. Por eso de vez en cuando los tanques de pensamiento liberalio, atlantes del antiliberal sistema imperante, piden el “voto obligatorio”, convirtiendo en deber cívico lo que es ni más ni menos que un derecho político… y renunciable.
No es fácil la vida adulta. Un abstencionario que se atuviera al entorno mediático acabaría, al decir de un amigo, como López Vázquez en “La cabina” de Mercero.