Ante el fracaso, cada vez más evidente, de las armas rusas en España, se
ve bien clara la diferencia que va de organizar un Ejército para la
guerra a organizarlo para el cine
Julio Camba
Sevilla, 24 de Agosto (1937)
Ante el fracaso, cada vez más evidente, de las armas rusas en España, se ve bien clara la diferencia que va de organizar un Ejército para la guerra a organizarlo para el cine. En el cine, el Ejército ruso resultaba un verdadero Ejército de titanes, cuyos pies, agrandados por la óptica del cameraman, parecía que iban a aplastar de un pisotón a toda la sociedad capitalista, mientras las manos, enfocadas desde otro ángulo, ofrecían por término medio el tamaño y la forma de unos jamones bastante regulares. Primero se hacía una exhibición de pies, y luego una de manos, o viceversa, y después venía la exhibición de caras: unas caras feroces y espantosas que en los cines de lujo frecuentados por el público burgués ponían espanto en todos los corazones. Ya es bastante feo de suyo el soldado ruso, dicho sea en plena confianza y prescindiendo totalmente de la pasión política; ya es bastante feo el soldado ruso con su narizota aplastada y sus pómulos a manera de lobanillos, pero en la pantalla y servido por una técnica cinematográfica que acusaba terriblemente todos sus rasgos, resultaba algo así como el propio monstruo de Frankenstein.
Lo más importante, sin embargo, de las películas militares soviéticas no eran los soldados, sino las máquinas: los tanques, los aviones, los trenes blindados, las baterías de una y otra clase, los dirigibles, las motocicletas, ametralladoras, etc. Así, en un momento dado, la pantalla se poblaba de carros de asalto que avanzaban hacia el espectador de un modo inexorable –en la pantalla no había Regulares ni soldados del Tercio– y, a medida que los carros de asalto iban haciéndose más grandes, el espectador iba sintiéndose más chiquito. El objeto era darle al espectador la sensación de que los carros pasaban sobre él, lo que se lograba fácilmente con una simple variación del ángulo fotográfico, y era inútil que el pobre hombre bajase la cabeza. Uno tras otro los carros se lanzaban sañudamente en dirección suya, llenaban toda la pantalla, la desbordaban y desaparecían por arte de encantamiento, pero era como si fuesen a dar con sus moles enormes en pleno patio de butacas.
¡Vaya susto!... Algunos niños rompían a llorar desaforadamente, y las señoras, para calmarlos, tenían que hacer un gran esfuerzo sobre sí mismas a fin de dominar el propio desasosiego. Y en esto llegaba el turno de los aviones. ¡Cómo se veía que no andaba por allí García Morato!... Las escuadrillas se presentaban en formación impecable, hacían diversas evoluciones individuales y de conjunto y, al final, soltaban a los parachutistas. Era el número más sensacional del programa. En un dos por tres el anubarrado cielo quedaba convertido en mar tranquilo por el que una infinidad de medusas flotaban a merced de las corrientes. Cien, doscientos, trescientos parachutistas, o más cientos aún, que irían a caer Dios sabe dónde, pero a los que la cámara fotográfica recogía siempre en el mismo sitio y que inmediatamente, desprendiéndose de sus paracaídas, se erguían ante el espectador perfectamente armados y equipados...
–¡Qué Ejército más formidable! –exclamaba la gente en todos los pases donde se proyectaban las películas rusas de propaganda militar.
Y he aquí cómo esa desdichada y temerosa Francia, digna, sin duda, de mejores Gobiernos y de mejor destino, se alió con la Unión de las Repúblicas Soviéticas.
Por mi parte reconozco que los rusos tienen un gran Ejército, pero si
este Ejército se hubiese preparado para la guerra un poco más que para
el cine, no sufriría nunca los descalabros que está sufriendo ahora en
España. ¿Cambiará de orientación en lo futuro ante unas lecciones tan
duras? Afortunadamente parece que no. Antes del último junio, el
Ejército ruso estaba dirigido por Tukachevsky, mariscal, jefe del Estado Mayor y generalísimo en tiempo de guerra; por el director de Aviación, Eideman; por el general Kork, gobernador militar de Moscú; por el general Uborevitch, gobernador militar de la Rusia blanca y miembro del Consejo Superior de Guerra; por los generales Primakov, Yakir y Putna, y por Eisenstein,
el famoso as cinematográfico, que era quien manejaba los batallones en
la Plaza Roja moscovita. Ahora, y fusilados ya todos los generales
citados, no lo dirige, que yo sepa, nadie más que Eisenstein.
HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006
–¡Qué Ejército más formidable! –exclamaba la gente en todos los pases donde se proyectaban las películas rusas de propaganda militar