Carle Vernet
Napoleón en las puertas de Madrid (1810)
Napoleón en las puertas de Madrid (1810)
Jean Juan Palette-Cazajus
13. España y Bonaparte:
Al fin y al cabo consecuencia de la Revolución fue la invasión napoleónica, aquélla que muchos españoles siguen llamando, con amarga ironía, «la francesada». Porque impactó de forma muy sensible y negativa la percepción que de Francia tenían los españoles. El contexto histórico resultaba tan doloroso como ambiguo ya que no cabe negar el fuerte peso intelectual que, en la España de Carlos IV, tenía la numerosa "intelligentsia" afrancesada. La invasión supuso un tremendo desengaño para sus ilusiones reformadoras. «La Providencia me ha dado este imperio», no dudó en soltarle en Bayona, al engañado Carlos IV, un Napoleón en la cúspide de una patológica ambición. En ningún momento quiso enterarse de lo que realmente era España, a pesar de la lucidez y las advertencias de su hermano, el injustamente apodado Pepe Botella. Su ignorancia y menoscabo del pueblo español lo acompañaron hasta el final. En comparación, la mayoría de sus generales y mariscales, al menos los que dejaron constancia de sus andanzas peninsulares, fueron mucho más lúcidos e indulgentes. Lean, entre otros escritos, las memorias del mariscal Suchet, presente en España desde 1808 hasta 1814, a quien le fue encomendado el control y administración de toda la fachada mediterránea y levantina. Hombre culto, racional y sereno, trató con cierto éxito de ser un administrador ecuánime y no ocultó nunca su respeto y aprecio por los españoles.
Al fin y al cabo consecuencia de la Revolución fue la invasión napoleónica, aquélla que muchos españoles siguen llamando, con amarga ironía, «la francesada». Porque impactó de forma muy sensible y negativa la percepción que de Francia tenían los españoles. El contexto histórico resultaba tan doloroso como ambiguo ya que no cabe negar el fuerte peso intelectual que, en la España de Carlos IV, tenía la numerosa "intelligentsia" afrancesada. La invasión supuso un tremendo desengaño para sus ilusiones reformadoras. «La Providencia me ha dado este imperio», no dudó en soltarle en Bayona, al engañado Carlos IV, un Napoleón en la cúspide de una patológica ambición. En ningún momento quiso enterarse de lo que realmente era España, a pesar de la lucidez y las advertencias de su hermano, el injustamente apodado Pepe Botella. Su ignorancia y menoscabo del pueblo español lo acompañaron hasta el final. En comparación, la mayoría de sus generales y mariscales, al menos los que dejaron constancia de sus andanzas peninsulares, fueron mucho más lúcidos e indulgentes. Lean, entre otros escritos, las memorias del mariscal Suchet, presente en España desde 1808 hasta 1814, a quien le fue encomendado el control y administración de toda la fachada mediterránea y levantina. Hombre culto, racional y sereno, trató con cierto éxito de ser un administrador ecuánime y no ocultó nunca su respeto y aprecio por los españoles.
Veterano mameluco
Daguerrotipo coloreado, hacia 1865
Daguerrotipo coloreado, hacia 1865
Pero muy larga también es la lista de mandos intermedios e incluso de simples soldados que dejaron su testimonio. De su larga estancia en España, el futuro Barón-General de Marbot (1782-1854) nos habla ampliamente en sus apasionantes «Memorias». Entonces capitán de húsares en el Estado Mayor del mariscal Masséna, demuestra una sorprendente lucidez tras las jornadas del 2 y 3 de Mayo de 1808, en cuya sangrienta represión tuvo que participar:
- «Como militar, tuve que repeler aquellos hombres que atacaban al ejército francés; pero no pude dejar de reconocer, en mi fuero interno, que nuestra causa era mala y que los españoles tenían razón al intentar rechazar a unos extranjeros que, tras llegar a España como amigos, querían destronar a su soberano y apoderarse del reino mediante la fuerza. Esta guerra me parecía pues impía, pero yo era soldado y no me podía negar a marchar sin ser tachado de cobardía […] La mayor parte del ejército pensaba como yo pero tampoco podía negarse a obedecer...»
Otro oficial francés, Pierre Guingret, comandante en el 69 Regimiento de Infantería Ligera, consideraba en sus memorias que si «la ayuda extranjera aceleró la liberación de España no podemos dudar de que, vista la manera con que los españoles se empeñaron en permanecer libres incluso bajo el yugo de nuestra esclavitud, ellos solos, a la larga, hubiesen terminado expulsándonos de su península». El joven vizconde de Naylies, aristócrata venido a menos y simple sargento en el 19 Regimiento de Dragones escribía por su parte: «Yo consideraba a los españoles como las heroicas víctimas de su patriotismo y de su entrega a la noble causa de su independencia. Los admiraba».
Goya
Juan Martín Díez, el Empecinado
Juan Martín Díez, el Empecinado
Es difícil calibrar el impacto de aquellos años terribles, que vieron desmandarse, en ambos bandos, los peores instintos de la especie humana, sobre la percepción recíproca de ambos países. Sin necesidad de que nos acordemos de Goya, Marbot da también cumplida noticia de la terrible manera con que la plebe española se encarnizó con los soldados franceses caídos en sus manos, y de las no menos terribles represalias de estos. La mayoría de los testimonios dejados por oficiales y soldados franceses que combatieron en España son muy explícitos y pormenorizadas sus descripciones de los horrores de que fueron víctimas muchos de los que caían en manos de las turbas. Como sistemática es la acusación a frailes y religiosos de ser los instigadores. Por su parte, el general Joseph Hugo, padre del escritor, evoca las violaciones y las atrocidades cometidas por los soldados franceses: «Los que cometían aquellas abominaciones eran algunos miserables salidos de los desechos gangrenados de las grandes ciudades y que el sorteo había introducido en las filas de los valientes. Aquellos seres ruines, libres de todo yugo, eran los que se entregaban ciegamente a la ferocidad. Cuídense de confundir aquellos bandidos atroces con nuestros verdaderos soldados». En otro orden de sufrimientos, el coronel Vigo-Roussillon se indignaba de que, «...sin necesidad, los generales hiciesen marchar sus tropas, ¡a mediodía y en España! bajo calores mortales[…] de modo que los caminos estaban sembrados de nuestros enfermos y nuestros heridos que arrastrábamos amontonados en carros, y que el calor, el hambre y la sed mataban en mucho mayor número que los combates».
Marcellin deMarbot (1782-1854) en 1815
El que sería más tarde eminente botanista, Antoine-Laurent Fée (1789-1874), empezó estudiando farmacia y sentó plaza de oficial sanitario movido por el afán de aventuras y novedades. Hospedado en Chiclana, en una familia de patriotas que aparcó su hostilidad en consideración de su oficio y su estatuto de no combatiente, terminará teniendo amores con una de las hijas de la familia. Su relato es la más apasionante de las novelas. Durante la retirada hacia Francia, cuenta su noche en casa de un canónigo que detesta los franceses pero teme todavía más el retorno de Fernando VII. En Vitoria es edificante su descripción de un inmenso caos de furgones, carromatos y carruajes donde se hacinaban bártulos del ejército y productos del saqueo además de transportar un considerable número de familias de afrancesados que huían con las tropas en retirada. Escribe que dificultaron las maniobras del ejército francés durante la batalla: la aventura española iba terminando entre el caos y las decisiones desastrosas. Su opinión sobre la invasión francesa es tajante: «Cuando una nación está enferma hay que dejarla que se cure sola.[…] Teníamos un aliado fiel, lo convertimos en enemigo irreconciliable».
En cambio, de retirada en trineo, camino de Varsovia, en medio del espantoso invierno ruso, dejando atrás los jirones piojosos, hambrientos y ateridos de lo que fuera "La Grande Armée", un Napoleón, con sobrados motivos para la amargura, se desahogaba con el general Caulaincourt: «El heroísmo que se atribuye a la nación española, su odio a Francia, no se basa más que en el estado de barbarie de ese pueblo medio salvaje y en la superstición que las faltas cometidas por nuestros generales han excitado más [....] El español de hoy es todavía el del tiempo de los romanos: como el salvaje, tiene miedo al extranjero, o más bien odio a lo que no conoce...». Para Bonaparte, que nunca abandonó su faceta de corso obstinado y de jacobino radical, España nunca fue otra cosa que atraso social y fanatismo religioso. Para el emperador, cegado por la "ubris", no había más realidad de las naciones que la que podía servir su ambición.
En cambio, de retirada en trineo, camino de Varsovia, en medio del espantoso invierno ruso, dejando atrás los jirones piojosos, hambrientos y ateridos de lo que fuera "La Grande Armée", un Napoleón, con sobrados motivos para la amargura, se desahogaba con el general Caulaincourt: «El heroísmo que se atribuye a la nación española, su odio a Francia, no se basa más que en el estado de barbarie de ese pueblo medio salvaje y en la superstición que las faltas cometidas por nuestros generales han excitado más [....] El español de hoy es todavía el del tiempo de los romanos: como el salvaje, tiene miedo al extranjero, o más bien odio a lo que no conoce...». Para Bonaparte, que nunca abandonó su faceta de corso obstinado y de jacobino radical, España nunca fue otra cosa que atraso social y fanatismo religioso. Para el emperador, cegado por la "ubris", no había más realidad de las naciones que la que podía servir su ambición.
Goya en Burdeos
Desde Santa Helena, confesaba en sus memorias que: «Esta maldita Guerra de España [...]destruyó mi autoridad moral en Europa, complicó mis dificultades, abrió una escuela a los soldados ingleses... Esta maldita guerra me ha perdido.». Los huesos de 250 000 a 300 000 soldados franceses yacen en tierras de España, la cual sufrió por su parte un descenso demográfico estimado entre 560 y 885 000 personas. El lejano eco de aquellos años sangrientos no se acaba de apagar. Goya, patriota español y cabeza afrancesada, terminó muriendo en Burdeos donde tiene erigida magnífica estatua de bronce. Pero aquellos que regresaron de España hablaron, a quien quisiera oírles, de una tierra y una gente extrañas, de paisajes y costumbres de sobrecogedora originalidad, de un país que latía a un ritmo distinto del resto de Europa. Hijo del general Hugo, el pequeño Víctor, entonces entre 9 y 10 años, permaneció largos meses en la España de 1811, una estancia que lo marcó de por vida. De joven solía contar a sus amigos aquella pintoresca experiencia con ripios de este jaez (intento traducir con rima):
«Chambergos, pies menudos, majos y manolas,
Así son los españoles, así las españolas».
El citado capitán Marbot, era oficial de enlace; función sumamente peligrosa ya que eran objetivo prioritario de las guerrillas que, al emboscarlos y matarlos, pensaban, con buen criterio, entorpecer así las comunicaciones francesas. Con motivo de una misión de importancia en que pudo disponer de un coche de caballos, nos cuenta que: «Para mantenerme despierto, les ofrecí mayor propina a los postillones a condición de que me cantasen, mientras iban galopando, aquellas canciones españolas que tanto me gustaban por su ingenuidad romántica, su encanto y sus melodías expresivas heredadas de los árabes». De modo que aquellos trágicos acontecimientos estuvieron, de forma paradójica, en el origen de la pasión romántica por España que tanta producción literaria engendró, a lo largo del siglo XIX, a cuenta del exotismo y de la diferencia española. También el mencionado Antoine-Laurent Fée contrajo de por vida el virus español. Al medio siglo de su primera y ajetreada estancia, volvió a España y en 1861 dejó constancia de su nuevo periplo en un libro sencillamente titulado «L’Espagne à cinquante ans d’intervalle, 1809-1859» o sea «España cincuenta años después». Lo señalado del caso es que ahí no salen toreros, ni gitanas ni bandoleros. El botanista se interesa por los cambios urbanos, las nuevas construcciones, las obras públicas, la agricultura, la vida social y la marcha de las ciencias, los espectáculos y la civilidad de la gente. ¡Un raro!
«Chambergos, pies menudos, majos y manolas,
Así son los españoles, así las españolas».
El citado capitán Marbot, era oficial de enlace; función sumamente peligrosa ya que eran objetivo prioritario de las guerrillas que, al emboscarlos y matarlos, pensaban, con buen criterio, entorpecer así las comunicaciones francesas. Con motivo de una misión de importancia en que pudo disponer de un coche de caballos, nos cuenta que: «Para mantenerme despierto, les ofrecí mayor propina a los postillones a condición de que me cantasen, mientras iban galopando, aquellas canciones españolas que tanto me gustaban por su ingenuidad romántica, su encanto y sus melodías expresivas heredadas de los árabes». De modo que aquellos trágicos acontecimientos estuvieron, de forma paradójica, en el origen de la pasión romántica por España que tanta producción literaria engendró, a lo largo del siglo XIX, a cuenta del exotismo y de la diferencia española. También el mencionado Antoine-Laurent Fée contrajo de por vida el virus español. Al medio siglo de su primera y ajetreada estancia, volvió a España y en 1861 dejó constancia de su nuevo periplo en un libro sencillamente titulado «L’Espagne à cinquante ans d’intervalle, 1809-1859» o sea «España cincuenta años después». Lo señalado del caso es que ahí no salen toreros, ni gitanas ni bandoleros. El botanista se interesa por los cambios urbanos, las nuevas construcciones, las obras públicas, la agricultura, la vida social y la marcha de las ciencias, los espectáculos y la civilidad de la gente. ¡Un raro!
E. Álvarez-Dumont
Juan Malasaña vengando a su hija Manuela (1887)
Juan Malasaña vengando a su hija Manuela (1887)