Mapa del caciquismo
Jean-Juan Palette-Cazajus
21. España: de la esencia a la existencia
A diferencia de Alemania, o en cierta medida de Inglaterra, España no ofreció, en la edad moderna, una alternativa a la «ideología francesa». Después de la Guerra de Independencia, tras perder las posesiones americanas, se vio varada en las tres guerras carlistas, en intentonas varias, en crisis como la de 1868 derivada en una precaria y errática Primera República, rematada por el infantilismo de la insurrección cantonalista. Las trágicas efemérides de 1898 remataron la centuria. De modo que el siglo XIX fue todo menos un camino de rosas. Francia con tres revoluciones y una guerra sobre su territorio no salió mucho mejor parada pero trató de ser dueña y autora de su historia en varios de aquellos episodios mientras España parecía padecerla en demasiados momentos. Como si la habitase el temor a salir estafada del encuentro con la modernidad, expoliada en su ser. En muchas ocasiones parece que el siglo XIX español tartamudea, como lastrado por el fantasma compulsivo de un pasado mal metabolizado. Hay en la historia española del siglo XIX un carácter dolorosamente autista, una constante interrogación onanista que parece refractaria a cualquier respuesta. Dominada por una «inflación» ontológica excepcional entre las naciones europeas, España se refugia entonces en una proyección introspectiva entre polvos de la Historia y descomposición de la realidad presente. Por un lado una trascendencia inerte que petrifica toda posibilidad de acción. Por otro, en la calle, la inmanencia decimonónica se caracteriza, al contrario, por una particular efervescencia, un hervor violento, desordenado y contradictorio. Una mirada más profunda nos muestra, en varios momentos, la tentación del refugio intemporal en alguna forma de “intrahistoria”. Pesa de repente todo, la geografía, el lastre del destino peninsular, la lejanía de una Europa productora de ideas y de máquinas, tal vez el sentimiento de convertirse en «el rabo de Europa por desollar» que diría más tarde Antonio Machado.
Felipe II
Tiziano
En términos de la jerga estructuralista, podríamos decir que España fue, en varios momentos de su historia, una Alemania invertida. Inversión, primero, entre el carácter «mediterráneo» de Alemania - entendido en el sentido etimológico de la palabra -y el carácter «finisterráneo» de la península. Inversión entre geografía centrada y excentrada. Inversión también entre la vocación, elegida por España, de la continuidad cultural, de la defensa a ultranza del dogma católico, y la vía de la Reforma elegida por Alemania. Inversión entre la alergia española, contraída entonces por mucho tiempo, a la duda y al libre examen, y el éxito de las dudas fundacionales lanzadas por Lutero. La España imperial se estructura y se define contra la Reforma. Al contrario, la Alemania fragmentada del siglo XVI encuentra en la Reforma, fruto y encarnación de una milenaria hostilidad germánica hacia la romanidad cultural, los cimientos de lo que terminará siendo una ideología nacional. Curiosamente, al final, el nacionalismo étnico alemán y el nacional catolicismo español coincidirán en una misma alergia al individualismo filosófico moderno y a sus consecuencias políticas.
Rocroi, el último Tercio
A. Ferrer-Dalmau
Otra vez encontramos identidad e inversión, entre Alemania y España, cronológica en esta ocasión, cuando consideramos las relaciones con el resto de Europa y la estrategia de poder. España, abriendo un ciclo imperial, durante el siglo XVI y buena parte del siguiente, Alemania cerrándolo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, dieron la sensación de regirse por un sentimiento de la nación, por decirlo de alguna manera, inseparable de la voluntad de expansión y dominación. De Alemania, dice Dumont que su pangermanismo reflejaba claramente un sentimiento de continuidad con la memoria del Sacro Imperio Romano Germánico y su espíritu de monarquía universal. Es probable que la «memoria histórica» de los Habsburgo contribuyera a esquejar esta herencia en la monarquía española, enlazando con una tendencia presente en la «conciencia» española desde el final victorioso de la Reconquista. Políticamente esto se manifestó a través de la predilección por las instituciones de tipo imperial y el sentimiento, muy profundo, de interpretar a través de la Católica Corona los designios de la Providencia.
Primera República
Unitarios y Federalistas
En cuanto al instrumento de esa vocación imperial fue, para ambas naciones, el uso y abuso de un instrumento militar innovador y eficaz: la moderna profesionalidad maniobrera de los Tercios en un caso, la maquinaria sociológica y tecnológica del militarismo prusiano en el otro. En el caso español, la decadencia del instrumento militar acarreó la ruptura «fisiológica» con Europa. La ruta de Flandes, «El Camino Español», era un nexo biológico, literalmente una arteria vital. Cortado aquel nexo, España languideció por falta de riego sanguíneo. Aquella ideología católica e imperial sobrevivió en determinados sectores de la población hasta la Guerra Civil y no conviene excluir la persistencia de su latencia. Siguen manifestándose los impulsos residuales de la vieja «vocación imperial». Se han sedimentado en muchas cabezas del conservadurismo español. No todo es malo en semejante anacronismo que ayuda a mantener una saludable vigilancia frente a las carencias y las sombras de la ideología moderna, en una línea parecida a la que iniciara Edmund Burke (1729-1797) en sus «Reflexiones sobre la revolución de Francia». El reverso de la medalla es la peligrosa tendencia a subordinar toda racionalidad política a la gravedad inercial de los símbolos históricos. En realidad, los restos de aquella «dimensión imperativa de la persona», tan cara al creo que asaz incomprendido Américo Castro, anidan, no muy lejos de la superficie, en muchos inconscientes. Sigue latiendo la sangre carpetovetónica. «El secreto de todos estos fracasos y éxitos [los de España] no es otro que éste: el apetito de poder del señor que más fuerte grita: «Yo, lo que le digo a Usted ...», decía Madariaga, todavía en 1969.
Los sectores sociales y las fuerza vivas tradicionales permanecieron, en España, marcadamente germanófilos como lo manifestaron durante la primera Guerra Mundial. La izquierda, las clases populares en general, los ambientes republicanos, los sectores intelectualmente liberales, los anticlericales, fueron más bien francófilos. Esta francofilia ideológica tiene evidentemente su raíz en los afrancesados del XVIII y con ellos brota el germen de una configuración ideológica que rompe con la tradicional y termina por convertir a España en un estado ideológicamente partido. En Francia se impuso claramente la ideología moderna. En Alemania triunfó la ideología holista. España quedó de alguna manera inmovilizada entre dos ideologías enfrentadas sin que ninguna de las dos fuese capaz de imponerse socialmente. Ambas se agredieron. No hay más remedio que recordar el famoso cuadro de Goya, «Duelo a garrotazos». El enfrentamiento físico estimula la dimensión más recesiva de los hombres y suscita sociedades tan trágicas como caricaturales. La victoria de la franja más holista y tradicionalista en la Guerra Civil fue en realidad el canto del cisne de su vigencia histórica. Pero siguen posibles las fuertes remanencias de su peso histórico.
Duelo a garrotazos
Goya
Si lo que podríamos llamar la «ideología nacional española» fue tradicionalmente holista, los individuos que componían la sociedad fueron en cambio rabiosamente individualistas. El holismo español, era esencialmente religioso y en menor medida nacionalista. Pero a partir del repliegue posimperial, se trató de un nacionalismo de corte defensivo y obsidional nada parecido al expansionismo alemán, del mismo modo que el individualismo español, basado en la vehemente autoafirmación del Yo «integral» no era el individualismo de la modernidad política. Extraño individualismo el español que oscila entre las raíces ontológicas y las afirmaciones entre metafísicas y hormonales. Individualismo inseparable de un concepto epidérmico, que no político, de la igualdad. Sobre el tema está todo hablado y Madariaga echó también su cuarto a espadas: «El «sentido» de igualdad que empapa la vida española, difiere de la «idea» de igualdad sobre la que descansa el orden francés». “Nadie es más que nadie”, es el lema contundente, del igualitarismo español. De modo que «Personalismo» sería una palabra más adecuada que «individualismo» para unos comportamientos particularmente autoafirmativos, pero que, tradicionalmente, estuvieron siempre dispuestos a someterse a las jerarquías endocrinas o testiculares, a rendirse antes el espectáculo de la palabra perentoria: «¡Yo, lo que le digo a usted…!». Y así, difícilmente se reconocían las jerarquías que se basaran en la educación, el saber o la competencia. España arrastró mucho tiempo esta ignorancia o este desprecio tradicional por la necesidad fundamental de las instituciones, sean docentes, sociales o políticas, que enlazan al individuo con la sociedad. La incomprensión y la impaciencia frente a la fisura inexorable entre los intereses del individuo concreto y la compleja maquinaria de la sociedad es universal pero explica muy particularmente las tragedias políticas de la España moderna. La historia del anarcosindicalismo español fue así paradigmática en su «españolidad» fundamental. Educados en la espera de lo que Madariaga llama «el santo advenimiento», propensos al individualismo «amargado y nihilista» que lamentaba Américo Castro, no concebían el hiato entre sus aspiraciones y la satisfacción que esperaban. En el fondo llevaban a un extremo pasional la escatología de la ideología francesa. Las tendencias profundas de aquel «personalismo/igualitarismo» aparecieron en ciertas ingenuas y radicales tentativas de “cirugía” social al principio de la Guerra Civil. Piénsese en los esperpénticas y sangrientos experimentos ácratas del Alto Aragón. La complejidad de la intermediación política basada en las instituciones era inconcebible para este tipo de sensibilidades egocéntricas obnubiladas por la creencia infantil en la posibilidad de los atajos. Hoy presenciamos la resurgencia de este tipo de «psicología nacional» y la emergencia de nuevas ideologías redentoras, es decir primitivas.
El Pertús, Febrero 1939
Armas depositadas por los milicianos