lunes, 15 de mayo de 2017

¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!

 Senatus

Jean Palette-Cazajus

Lo saben todos los aficionados a la Semana Santa de Sevilla, aunque no lleguen a ser “capillitas”. Al inicio del cortejo procesional de toda cofradía, detrás de la Cruz de Guía y después de las “bocinas” se presenta un estandarte  que el pueblo sevillano conoce como “el senatus”, bordado en oro con las iniciales SPQR, “Senatus PopulusQue Romanus”. Desde la antigua república romana aquellas siglas simbolizaban el conjunto de la ciudadanía romana, suma de patricios y plebeyos. Progresivamente la palabra pueblo vino a englobar, ella sola, la totalidad de la colectividad sin diferenciación de clases ni de estatuto. Es lo que entendemos cuando la Constitución de 1978 dice que  “La soberanía nacional reside en el pueblo español” o cuando la constitución de los Estados - Unidos empieza invocando “We the People…”

Curiosamente mientras se mantenía, hasta nuestros días, este sentido inicial vino a injertarse en la misma palabra otra acepción que hacía del pueblo la encarnación de la parte más humilde y menos educada de la población de un país. Acepción invocada una veces con afecto, otras con desprecio, al punto de evolucionar en una identificación del pueblo como el vulgo, el “populacho”. Esta bifurcación semántica en el seno de una misma palabra es muy antigua como lo acreditan “Las  Siete Partidas” de Alfonso X el Sabio, en 1265: "Algunos hombres dicen que pueblo se llama a la gente menuda, así como menestrales y labradores, mas esto no es así, y antiguamente en Babilonia y en Troya, que fueron lugares muy señalados y ordenaron todas las cosas con razón y pusieron nombre a cada una según convenía, pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los hombres  comunalmente: de los mayores y de los menores y de los medianos, pues todos estos son menester y no se pueden excusar, porque se han de ayudar unos a otros para poder bien vivir y ser guardados y mantenidos."

Cenotafio de Rousseau. Parque de Ermenonville

Con la Revolución Francesa aparece una nueva bifurcación semántica. La palabra pueblo sigue definiendo la parte más humilde de la población, pero la connotación condescendiente o despreciativa desaparece para ser sustituida por una apreciación positiva e hiperbólica. En la línea de J.J. Rousseau, el pueblo sigue designando a partir de entonces la parte más numerosa y humilde de la población pero definitivamente amputada de toda contaminación procedente  de la aristocracia considerada en cambio como el segmento tóxico de la sociedad, corrupto, viciado y opresivo además de minoritario.  Aquella nueva concepción del pueblo que se reviste y se adorna  desde entonces con los atributos de la dignidad ética es la protagonista de un giro copernicano de la civilización, el que confiere al pueblo la soberanía política. 

Éste es el fundamento sobre cuya base llevan más de dos siglos las ideologías de izquierda enarbolando la palabra. En esta línea, decir “pueblo” sobreentiende dos formas de cohesión esenciales: por una parte, la de los intereses económicos y sociales. Por otra, la ideológica, a ser posible máxima. El problema es que semejante aspiración nunca se vio cumplida en la realidad social y la izquierda lleva desde entonces tratando de conjurar vanamente aquella “voluntad general” que Rousseau hiciera espejear ante nosotros y que siempre se fue esfumando cual espejismo o pompa de jabón.

Ni la democracia, ni el totalitarismo tales como los hemos ido experimentando y padeciendo hasta hoy se podían conjeturar desde la atalaya histórica del “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” (1755), del “Emilio” o del “Contrato social” (ambos de 1762). Después de Rousseau la historia se aceleró vertiginosamente hasta nuestros días. La democracia, en su obra, era una utopía ideológica de borrosos contornos, mientras hoy es una institución humana fundamental y como tal forzosamente imperfecta, frustrante, heredera de la inexorable contingencia social. Para eso hubo que pasar por nuevos conceptos como el de la “voluntad pública” kantiana, camino de la difícil asunción del respeto por la voluntad mayoritaria y transitoria.

 Robespierre
El Terror y la Virtud

Si digo que nada representa mejor el sueño rousseauísta de la “voluntad general” que el actual sufragio universal, sin distinciones de sexo, de raza o de estatuto económico, podrán calificar la afirmación de altamente contra intuitiva. Inicialmente, tanto en la Constitución de los Estados Unidos de América como durante la Revolución Francesa las limitaciones a la expresión del sufragio eran muchas y distaba mucho de ser universal. El resultado fue paradójico. Ya definitivamente institucionalizado el sufragio universal, lo interpretamos hoy como un generador de frustraciones sistemáticas y como el símbolo de la impotencia y de la inercia frente a cualquier nítida posibilidad de acción política. Cuesta aceptar que el resultado de la expresión concomitante de muchas y antagónicas voluntades contrapuestas es y será siempre lo que más se acerca al concepto de “voluntad general” en una sociedad real. A no confundir con las construcciones ideológicas más o menos autistas.

 Si los resultados son siempre decepcionantes, a nuestro modo de ver indignantes, no es tanto por una cuestión de conflicto entre la verdad y el error, lo justo y lo injusto como por una cuestión de antropología fundamental. Hoy la verdadera incompatibilidad política debe discriminar entre los estragos producidos por la supervivencia de los arcaicos mesianismos político- religiosos y el conocimiento lúcido y contrastado de los inexorables límites de la acción humana. El sufragio universal es la única respuesta posible a la lúcida frase kantiana: “Con un leño torcido como aquél del que ha sido hecho el ser humano nada puede forjarse que sea del todo recto".  Ni Rousseau ni Robespierre fueron capaces de intuir la aparición del prosaico, del burocrático acto de votar. Robespierre, a todo  anteponía la “virtud”. El pueblo era naturalmente virtuoso. Y para que el tronco de la virtud  popular recuperase toda su lozanía bastaba con podar las ramas podridas. Camille Desmoulins, lo comenté hace poco, y con él Danton y muchos más, entendieron de pronto que se había puesto en marcha un máquina infernal cuya propia naturaleza estaba inexorablemente abocada a encontrar cada vez más ramas podridas destinadas a ser despiadadamente taladas. Ésta era la condición de supervivencia del sistema.

 Franco y Millán Astray

La tentación de pensar que la minoría a que pertenecemos es particularmente virtuosa y por ende auténtica portadora e intérprete de la “voluntad general” no nos abandonará nunca. Sucumbieron a ella los bolcheviques con el esperpéntico concepto de “vanguardia política”. Sucumben a la tentación las derechas integristas con su concepto patrimonial de la nación, tan prontas a desenvainar la pistola de la anti España. Pero hoy hablar de “vanguardia” resulta muy casposo. Se compensa considerando que el auténtico pueblo, los “cabales” dirían los taurinos, son nuestros correligionarios. Los que no forman parte de nuestros incondicionales quedan rebajados a la categoría del populacho, “alienado” y fácil de engañar. El mejor ejemplo lo ofreció la reciente presidencial francesa. Buena parte del electorado de Marine Le Pen pertenecía a lo que siempre se ha considerado el noble “pueblo trabajador”. Hoy sólo merecen el calificativo de chusma “facha”.  Por eso, para calificar el letal papel asumida por ciertas minorías tras su fracaso en las urnas, he considerado muy representativo recordar las soflamas hormonales del truculento Millán Astray.

Para entender lo que está pasando hay que volver a invocar aquí  la “función endotélica” de todas nuestras creencias. Es decir que al margen de cualquier posibilidad de veracidad actúan como un factor de estabilidad y perpetuación de nuestra personalidad interna y externa. Donde mejor se aprecia la función endotélica es en el caso de los fanatismos religiosos. Más que la voluntad de convertirnos a sus creencias, lo que mueve a los fanáticos religiosos es el carácter insoportable de nuestra indiferencia o de nuestras dudas respecto de ellas. Aquello les produce un síndrome de desestabilización, de relativización de sus referencias propiamente insoportable de cara a dicha “función endotélica”. El resultado es exactamente el mismo tratándose de las ideologías políticas.

¡Muera la inteligencia! La conocida inteligencia de Macron llegó a todos los hogares franceses la noche del debate con Marine Le Pen, cuando el futuro Presidente, inicialmente avasallado por la tremenda agresividad de su adversaria, fue recuperando serena y paulatinamente la iniciativa hasta encerrar la candidata populista en su rincón mediante una dialéctica implacable y rigurosa. Este odio a la inteligencia por parte de los populismos de derecha o de izquierda es patente. Las huestes de Mélenchon se han vuelto incapaces de aludir al Presidente electo si no es como “el banquero”. Entre la ideología y la inteligencia, esta gente parece haber elegido. Ya no es la España fernandina, es un sector ilustrado de la Francia actual el que pretende alejar de sus mentes “la peligrosa novedad de discurrir”.

 Juntos y felices

¡Viva la muerte! La propia noche electoral, el brazo derecho de Mélenchon, un tal Alexis Corbière, alteró el habitual ronroneo cívico de las tertulias posresultados con su tono inusitadamente exaltado y agresivo. “¡Ça va mal finir!”, le espetó gratuitamente al político centrista François Bayrou, “¡Esto terminará mal!”. Toda la pasada semana, sin que el nuevo presidente haya siquiera entrado en funciones, la sedicente “Francia insumisa” no paró de amenazar a Macron con huelgas, boicoteos, bloqueos y con el dudosamente democrático poder de la calle. Nunca he visto tan clara la evidencia de que algunos prefieren la muerte del país ante el insoportable temor a que algunas cosas “funcionen” fuera del marco de su credo ideológico, ante el insoportable temor de que su confortable equilibrio endotélico quede gravemente en entredicho.

Lo dicen los partidarios de la llamada “psicología evolucionista”: nuestras neuronas siguen siendo las de los cazadores recolectores. En nuestra actividad sináptica sigue latiendo la nostalgia y el anhelo de las pequeñas sociedades tribales dominadas por el unanimismo y el horror al conflicto interno. Como aquellas donde los misioneros organizaban partidos de futbol que sólo podían terminar en empate para evitar heridas fratricidas. Nuestras sociedades nunca volverán a ser las de la armonía sino, cada vez más las del antagonismo. ¿Por qué sigue siendo tan difícil para algunos comprender que el lento, el oscuro, el indiferente discurrir de las sociedades jamás podrá coincidir con el Yo absurdo  de nuestras cortas vidas individuales?

“Oh alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero agota toda la extensión de lo posible” (Píndaro).

Píndaro