sábado, 20 de mayo de 2017

Como quien dice ayer

Orlando Luis Pardo Lazo
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Cuando volvimos a mirar, todos estaban muertos.
Lawton era un matadero. La Habana, un holocausto doméstico. No quedó ni un solo vecino en pie de la vieja época.

Nadie los podría nombrar ahora en el mundo. Nadie, excepto yo. El niño aquél que vino a verlos un rato en los años setenta. El vecinito de enfrente. El hijo de la vejez de Pardo y María, que llegó a Lawton con una lucidez de memoria enferma, en diciembre de 1971, y todavía no se ha marchado de allí. Todavía Landy no se cura de tanta muerte de la gente buena y linda que, en otra época, componían las cuatro esquinas de nuestro universo cerrado. Claustrofóbico, pero candoroso.

Últimamente, mientras más avanzan los sueños en soledad del exilio, más recuerdo a mis muertos. En más de un sentido, son míos. Se me murieron a mí. Ni ellos mismos se acuerdan de ellos ahora. Únicamente yo, en esta patagonia política que aún se llaman los Estados Unidos, cargo con ellos a mi espalda. Cadáveres de un tiempo original, donde cada cosa encajaba a la perfección en sí misma y todas parecían pertenecer a su espacio.

No faltaba ni sobraba nada. La vida lucía entonces estabilizada. El paraíso es una visión con las rodillas puestas en nuestra infancia. Y la cabeza apuntando hacia ninguna parte. No pensábamos en nada. No pesábamos nada. Éramos de una raza estrictamente inmortal. En aquella Cuba inconsciente fuimos, por primera y única vez en el mundo, conscientemente cubanos.

Pero cuando volvimos a mirar, ya todos estaban muertos.
Lawton se vació de vida. La Habana se hundió en La Habanada. No quedó ni una sola memoria de la vieja época.

Hoy estiro los brazos desde las universidades y aeropuertos de Norteamérica e intento tocar a mis vecinos en vida. Es una demanda metafísica, anacrónica, extemporánea, contra-contemporánea.

En más de un sentido, mis vecinos de toda la vida me han traicionado. De una parte, la lógica de la Revolución nos hizo talco, nos hizo ajenos, nos alienó: ya no somos aquellos que éramos, ni tampoco seremos aquellos que íbamos a ser. De la otra parte, la lógica de la muerte mansa nos fue ubicando en geometrías irreconciliables: por un ratico nuestros cuerpos parecen haberse extraviado, no coincidimos ya en los mismos barrios, nos hemos ido muriendo de la peor manera ―en la distancia de los desconocidos, en la desdistancia de los que nunca han coincidido.

Es decir, ni siquiera podremos morirnos todos en la verdad. Hemos vivido en algo mucho menos sólido que un sueño de infancia. Hemos vivido en una mentira incesante, en un perpetuo estado de negación. Cuando ya casi íbamos a ser nosotros, no fuimos ni siquiera otros.

Pero, por supuesto, esto tampoco nadie lo recuerda ahora en el mundo. Nadie, excepto yo. El niño aquél que vino para dar testimonio de los años setenta en los tiempos del totalitarismo invisible cubano. El vecinito de enfrente, vencido e invencible hoy a sus 45 desconsolados años. El hijo viejo de Pardo y María, que llegó a Lawton con una avidez de verdad pura, en diciembre de 1971, y todavía no se atreve a regresar de nuevo allí. Todavía Landy no sabe qué hacer con la muerte de tanta gente linda y buena que, en otra época, componían las cuatro esquinas de nuestro universo cerrado. Candoroso, pero irrecuperable.

Ustedes no me entienden, ¿verdad? ¿Ustedes tampoco se acuerdan nunca de mí? ¿Y de ustedes mismos, si es que estuvieron allí? Ustedes no se entienden, ¿verdad?