José Legrá, el Puma de Baracoa, ante la Plaza
Premonición de espectáculo
Premonición de espectáculo
José Ramón Márquez
¿Y si son tan malos por qué nadie se aburrió? He aquí la cuestión, la principal. Llevamos media vida con la misma monserga y una tarde, una entre un millón, que sale el ganado con otras maneras, resulta que nadie se aburre en la Plaza, que nadie puede apartar sus ojos de lo que pasa en el ruedo. Y lo cierto es que pasan muchísimas cosas, lo que ocurre es que no son las de cada día, las del “¡Bieeeeennnn!,” porque hoy la cosa hoy iba en un registro totalmente distinto del de todos los días.
El toro, cuando nos aficionamos a esto, era un ser furioso y agresivo. Los relatos de aquellos que derrotaban en tablas destrozando la barrera, que rompían las puertas de los chiqueros y se echaban a la Plaza inesperadamente, de aquellos que saltaban al tendido sembrando el pánico, de los que se aquerenciaban con el cuerpo muerto de un caballo y defendían su presa, de los marrajos entablerados a los que había que meter la mano a paso de banderillas, de los que saltaban al callejón sembrando el desconcierto, de los mansos fuertemente aquerenciados en chiqueros, excitaban muchísimo más la imaginación de un infante que las verónicas de alhelí, de las que por cierto nadie le hablaba. El toro era la furia sobre la tierra, el terror hecho animal. Luego, con los años, la cosa ya se fue a otros derroteros y resultó que esto de los toros era cosa de arte y que como no hay quien haga arte con la furia y el terror, mejor ir quitando esos comportamientos. Aquellos polvos del arte trajeron los lodos del descaste, que eso en suma es lo que significa lo de la “toreabilidad” y todo el rollo patatero del “toro artista”.
Hoy don José Joaquín Moreno de Silva ha echado en Las Ventas una corrida de toros que lo mismo podría haberla echado en la Plaza Vieja o en la de la Puerta de Alcalá, toros vareados extremadamente serios, con muchísima casta y de condición predominantemente mansa: hoy el señor Moreno de Silva ha echado en Madrid una golosina para un aficionado como yo, que busca denodadamente en los toros las máximas dificultades. Y no es que se quieran dificultades por el morbo de ver lo mal que las pasan todos los actuantes, desde luego, sino porque como tantas veces hemos dicho los toreros malos o malísimos, que son casi todos, brillan mucho más con el ganado malo, áspero, difícil e incierto. Ante la tesitura, lo humano es ponerse del lado del ser humano cuando lo que tiene enfrente es un leviatán con las peores intenciones. A las pruebas me remito: hoy Sánchez Vara recibió una ovación por dar un trapazo y una estocada a su segundo. Ni lidia, ni doblarse, ni tocarle los costados ni nada, un trapazo y un bajonazo y a cambio una ovación porque todo el mundo estaba con el torero -como debe ser- poniéndose en su piel en el trance enrevesado en el que se encontraba. Nadie en la Plaza se habría cambiado por Sánchez Vara, todo el mundo entendía el torbellino en que se andaba, y de ahí ni media censura y además palmas al doblar el toro.
El grave problema que plantea la corrida de Moreno Silva es que se puede decir que no hay quien sea capaz de estar dignamente con ella. Hoy en la Andanada volvieron a pronunciarse los nombres de Ruiz Miguel, Paco Esplá, Dámaso Gómez, Damaso González, Manili o Domingo Valderrama para acabar concluyendo en que no hay nadie hoy en día -excepto acaso Ferrera, apunta un joven aficionado- capaz de estar con arrojo, solvencia y torería frente a los saltillos de la divisa blanca y negra, que hasta en eso son de otra época.
El punto crucial de la corrida ha sido el cuarto, Cazarrata, número 45. El toro se entera una barbaridad de lo que pasa a su alrededor y no atiende más que a su santa voluntad. Echa a Sánchez Vara al callejón en el saludo de capote, ataca a los caballos como y cuando le da la gana, unas veces rodeándolos, otras de cualquier manera, de cerca o de lejos, sin emplearse lo más mínimo y sin que nadie sepa encelarle o hacerle la carioca que todos los días hacen a los bobos, se lleva bastantes recuerdos de su paso por los del kevlar, pero le sacan el pañuelo encarnado de las banderillas negras, que hace la torta de tiempo que no veíamos, y no se duele lo más mínimo en las banderillas negras puestas con entrega y oportunidad por Rafael González y Lucas Benítez. Después recibe un muletazo y un espadazo de Sánchez Vara, como se dijo más arriba. Sin embargo, había que estar en la Plaza y ver el sentido del toro, el peligro de sus extemporáneas embestidas, la forma de atacar por sorpresa a una presa bien elegida de antemano, el festival de capotes por el suelo, las gorras de los areneros haciendo quites y todos los espectadores sin poder quitar la vista del toro y de sus violentas acometidas con la cara siempre alta, que no era toro que haya humillado una sola vez en su vida pública, ni que haya abierto la boca, ni que haya regalado una sola embestida. El demonio.
La corrida empezó con Millorquito, número 27, un toro fino de hechuras que manseó lo suyo en el caballo y que tampoco estaba por la cosa de la humillación. Sánchez Vara tiró de oficio y el agua no le llegó al cuello. Le esperaba un poco más tarde el trago del Cazarrata.
Mandarín, número 55, le correspondió a Alberto Aguilar. Era cárdeno al igual que el resto del encierro. Lo picó de manera deplorable Francisco Javier Sánchez y se puso complicado en banderillas. Aguilar construyó su faena con los mimbres contemporáneos, pero el toro no era de esta época. Era toro de tres o cuatro series mandonas y un espadazo. El animal se orientó y cada vez se fue complicando a medida que Aguilar no se daba cuenta de que debía cortar la faena. Lo mató como pudo.
A José Carlos Venegas le tocó vérselas con Luvino, número 43. Es otro manso que corre de un picador a otro sin atender a los capotes y que por decisión de su matador se queda crudo en varas. En banderillas arrea un montón y da opción a que David Adalid ponga uno de los mejores pares de banderillas que recordamos en nuestra vida de aficionados, grandioso par de poder a poder con el toro corriendo fuerte hacia el torero con las peores intenciones, este templa perfectamente la violenta embestida, cuadra y clava guapamente en la misma cara del toro y sale limpiamente como los grandes poniendo a la Plaza en pie. El toro es muy peligroso y Venegas intenta hacer lo que sabe, lo que le habrán enseñado, que no es ni mucho menos lo que correspondía a las condiciones del toro. No es capaz el torero de acabar con él en el tiempo fijado, más un generoso regalo de tiempo extra de parte del Presidente, y Luvino se va a que lo apuntillase don Ángel Zaragoza en chiqueros tan fresco como cuando salió, sólo que con la espalda hecha cisco de los puyazos alevosos y con una estocada dentro.
El quinto -no hay quinto malo- es Jabalinoso, número 67. Aguilar no ve claro lo de ir a parar al toro y manda -ninguna censura en ello, pues es preferible que los toros los paren los peones, sobre todo si no son del tipo bobo cotidiano- a César del Puerto, que ha hecho lo más torero de la tarde en cuanto a toreo, lidiando por bajo al toro con sabiduría y oficio. Luego resulta que el toro no era un leviatán y que, sobreponiéndose un poco al ambiente, se le podían sacar pases. Alberto Aguilar está ahí, pero la emoción la pone el toro a causa de su incertidumbre.
El sexto, Morisco, número 39, tiró con facilidad el caballo que montaba Gustavo Martos, que luego le picó fuerte, pero no vengativamente. Volvió a banderillear Adalid con suficiencia y llegó a manos de Venegas manseando, con la cara alta, tirando cornadas y enterándose. Venegas abrevió, visto lo visto.
Todos los días vemos al toro aborregado, derrengado, mustio. Hoy hemos visto otra cosa muy lejos de ese animal que ya sale del chiquero vencido de antemano. A esto de hoy no habrá nadie del toro que lo defienda, como tampoco habrá ecologista alguno que se disponga a abrazarlo. A estos sólo los queremos cuatro cavernícolas.
El toro, cuando nos aficionamos a esto, era un ser furioso y agresivo. Los relatos de aquellos que derrotaban en tablas destrozando la barrera, que rompían las puertas de los chiqueros y se echaban a la Plaza inesperadamente, de aquellos que saltaban al tendido sembrando el pánico, de los que se aquerenciaban con el cuerpo muerto de un caballo y defendían su presa, de los marrajos entablerados a los que había que meter la mano a paso de banderillas, de los que saltaban al callejón sembrando el desconcierto, de los mansos fuertemente aquerenciados en chiqueros, excitaban muchísimo más la imaginación de un infante que las verónicas de alhelí, de las que por cierto nadie le hablaba. El toro era la furia sobre la tierra, el terror hecho animal. Luego, con los años, la cosa ya se fue a otros derroteros y resultó que esto de los toros era cosa de arte y que como no hay quien haga arte con la furia y el terror, mejor ir quitando esos comportamientos. Aquellos polvos del arte trajeron los lodos del descaste, que eso en suma es lo que significa lo de la “toreabilidad” y todo el rollo patatero del “toro artista”.
Hoy don José Joaquín Moreno de Silva ha echado en Las Ventas una corrida de toros que lo mismo podría haberla echado en la Plaza Vieja o en la de la Puerta de Alcalá, toros vareados extremadamente serios, con muchísima casta y de condición predominantemente mansa: hoy el señor Moreno de Silva ha echado en Madrid una golosina para un aficionado como yo, que busca denodadamente en los toros las máximas dificultades. Y no es que se quieran dificultades por el morbo de ver lo mal que las pasan todos los actuantes, desde luego, sino porque como tantas veces hemos dicho los toreros malos o malísimos, que son casi todos, brillan mucho más con el ganado malo, áspero, difícil e incierto. Ante la tesitura, lo humano es ponerse del lado del ser humano cuando lo que tiene enfrente es un leviatán con las peores intenciones. A las pruebas me remito: hoy Sánchez Vara recibió una ovación por dar un trapazo y una estocada a su segundo. Ni lidia, ni doblarse, ni tocarle los costados ni nada, un trapazo y un bajonazo y a cambio una ovación porque todo el mundo estaba con el torero -como debe ser- poniéndose en su piel en el trance enrevesado en el que se encontraba. Nadie en la Plaza se habría cambiado por Sánchez Vara, todo el mundo entendía el torbellino en que se andaba, y de ahí ni media censura y además palmas al doblar el toro.
El grave problema que plantea la corrida de Moreno Silva es que se puede decir que no hay quien sea capaz de estar dignamente con ella. Hoy en la Andanada volvieron a pronunciarse los nombres de Ruiz Miguel, Paco Esplá, Dámaso Gómez, Damaso González, Manili o Domingo Valderrama para acabar concluyendo en que no hay nadie hoy en día -excepto acaso Ferrera, apunta un joven aficionado- capaz de estar con arrojo, solvencia y torería frente a los saltillos de la divisa blanca y negra, que hasta en eso son de otra época.
El punto crucial de la corrida ha sido el cuarto, Cazarrata, número 45. El toro se entera una barbaridad de lo que pasa a su alrededor y no atiende más que a su santa voluntad. Echa a Sánchez Vara al callejón en el saludo de capote, ataca a los caballos como y cuando le da la gana, unas veces rodeándolos, otras de cualquier manera, de cerca o de lejos, sin emplearse lo más mínimo y sin que nadie sepa encelarle o hacerle la carioca que todos los días hacen a los bobos, se lleva bastantes recuerdos de su paso por los del kevlar, pero le sacan el pañuelo encarnado de las banderillas negras, que hace la torta de tiempo que no veíamos, y no se duele lo más mínimo en las banderillas negras puestas con entrega y oportunidad por Rafael González y Lucas Benítez. Después recibe un muletazo y un espadazo de Sánchez Vara, como se dijo más arriba. Sin embargo, había que estar en la Plaza y ver el sentido del toro, el peligro de sus extemporáneas embestidas, la forma de atacar por sorpresa a una presa bien elegida de antemano, el festival de capotes por el suelo, las gorras de los areneros haciendo quites y todos los espectadores sin poder quitar la vista del toro y de sus violentas acometidas con la cara siempre alta, que no era toro que haya humillado una sola vez en su vida pública, ni que haya abierto la boca, ni que haya regalado una sola embestida. El demonio.
La corrida empezó con Millorquito, número 27, un toro fino de hechuras que manseó lo suyo en el caballo y que tampoco estaba por la cosa de la humillación. Sánchez Vara tiró de oficio y el agua no le llegó al cuello. Le esperaba un poco más tarde el trago del Cazarrata.
Mandarín, número 55, le correspondió a Alberto Aguilar. Era cárdeno al igual que el resto del encierro. Lo picó de manera deplorable Francisco Javier Sánchez y se puso complicado en banderillas. Aguilar construyó su faena con los mimbres contemporáneos, pero el toro no era de esta época. Era toro de tres o cuatro series mandonas y un espadazo. El animal se orientó y cada vez se fue complicando a medida que Aguilar no se daba cuenta de que debía cortar la faena. Lo mató como pudo.
A José Carlos Venegas le tocó vérselas con Luvino, número 43. Es otro manso que corre de un picador a otro sin atender a los capotes y que por decisión de su matador se queda crudo en varas. En banderillas arrea un montón y da opción a que David Adalid ponga uno de los mejores pares de banderillas que recordamos en nuestra vida de aficionados, grandioso par de poder a poder con el toro corriendo fuerte hacia el torero con las peores intenciones, este templa perfectamente la violenta embestida, cuadra y clava guapamente en la misma cara del toro y sale limpiamente como los grandes poniendo a la Plaza en pie. El toro es muy peligroso y Venegas intenta hacer lo que sabe, lo que le habrán enseñado, que no es ni mucho menos lo que correspondía a las condiciones del toro. No es capaz el torero de acabar con él en el tiempo fijado, más un generoso regalo de tiempo extra de parte del Presidente, y Luvino se va a que lo apuntillase don Ángel Zaragoza en chiqueros tan fresco como cuando salió, sólo que con la espalda hecha cisco de los puyazos alevosos y con una estocada dentro.
El quinto -no hay quinto malo- es Jabalinoso, número 67. Aguilar no ve claro lo de ir a parar al toro y manda -ninguna censura en ello, pues es preferible que los toros los paren los peones, sobre todo si no son del tipo bobo cotidiano- a César del Puerto, que ha hecho lo más torero de la tarde en cuanto a toreo, lidiando por bajo al toro con sabiduría y oficio. Luego resulta que el toro no era un leviatán y que, sobreponiéndose un poco al ambiente, se le podían sacar pases. Alberto Aguilar está ahí, pero la emoción la pone el toro a causa de su incertidumbre.
El sexto, Morisco, número 39, tiró con facilidad el caballo que montaba Gustavo Martos, que luego le picó fuerte, pero no vengativamente. Volvió a banderillear Adalid con suficiencia y llegó a manos de Venegas manseando, con la cara alta, tirando cornadas y enterándose. Venegas abrevió, visto lo visto.
Todos los días vemos al toro aborregado, derrengado, mustio. Hoy hemos visto otra cosa muy lejos de ese animal que ya sale del chiquero vencido de antemano. A esto de hoy no habrá nadie del toro que lo defienda, como tampoco habrá ecologista alguno que se disponga a abrazarlo. A estos sólo los queremos cuatro cavernícolas.
David Adalid
Torero, torero, torero
Torero, torero, torero
El vellocino de Zaius
Velador
El punto Riefenstahl
Los pobres del Palko de Karmena
Rubio Silva
Juventud oficial
Juventud real
Casta saltilla
Millorquito
Fernández el de la Cifu, tras sus antiparras
Horca caudina
Gómez, el Novato
El campo
El gran Adalid
Pareó de poder a poder al fiero Luvino...
...y nos puso la carne de gallina
El precio de ser el mejor en España es que nadie lo llama
¿No me ves sin chirimbolos
que al viento sangren su engaño?
Ven aquí, toro castaño
Mira tú si no es locura
Yo, mi junco y mi cintura
Tú, latín de quinto año
Restos de la batalla
Panorama desde el puente
Vivo y a los corrales
Dios y ayuda le costó a Florito sacar al muerto
Cazarrata
Simplemente El Demonio
Qué toro, Cazarrata, para el poderío de Julián, el barbillazo de Morante o el caderazo de Manzanares
Pañuelo colorado
Banderillas negras
Cazarrata al acoso
El sunami de Cazarrata deja el ruedo sembrado
Mucha gente
Más capotes
Más capotes
Más muletas
Guernica
Adalid en su segunda par al sexto, Morisco