miércoles, 22 de junio de 2016

A los toros con Montesquieu

Montesquieu


Jean Palette-Cazajus

Los seguidores del fino torero linarense Curro Díaz anuncian, en Facebook, su presencia en la corrida prevista para el sábado 25 de Junio en el municipio francés de La Brède. Información sin mayor trascendencia aparente. No así para el lector ilustrado que de pronto recuerda que en tal lugar, a unos 25 kms de Burdeos, nació en 1699 Charles Louis de Secondat, Barón de La Brède y de Montesquieu.

Personalmente la noticia me ha producido cierta turbación. He visitado en más de una ocasión el pintoresco, pero adusto castillo medieval donde naciera y se criara el imprescindible autor de «L'Esprit des Lois». Severa y añeja mansión que contrasta con la luminosidad discursiva de su antiguo morador. Jamás sospeché que en tan emblemático marco se diesen festejos taurinos.
De modo que en La Brède van a coincidir el traje de luces y la Filosofía de las Luces. El reto es serio. Como difíciles han sido siempre las relaciones entre la tauromaquia y los ilustrados. Al menos servirá esto para recordar que la corrida de toros es un espectáculo fundamentalmente moderno cuyo ordenamiento actual habría sido imposible sin la intervención de la racionalidad normativa y clasificatoria alumbrada por la Ilustración. Como ilustrada fue la apropiación del espectáculo por los héroes populares que tomaron su Bastilla al irrumpir en los ruedos y proclamar a su manera la igualdad del individuo moderno. En adelante, descabalgado el caballero, las gónadas y la calidad del torero a pie las iría midiendo el toro, ya no el estamento, ni los títulos, ni el amparo de la montura. La revolución fue muy seria. Individualismo sin duda más hormonal que político, se lamentaba Madariaga, pero sano, en el fondo, como higiene social básica.

Porque seguir vindicando la moderna corrida de toros a base de enfangarse en un chapapote indigesto de seudomitología táurica, con paradas turísticas desde el neolítico hasta Roma, pasando por Creta, Sumerio y Persépolis, resulta tan cansino como inapropiado.

No nos engañemos, la Tauromaquia fue una dolorosa piedra en el zapato de los ilustrados y lo sigue siendo para sus herederos actuales cuando son fundamentalistas textuales. Los ilustrados eran artificialistas, pensaban que la maleabilidad social del hombre era total. En su momento, fue una labor tan sana como necesaria frente a la costra espesa de los dogmas heredados. Pero su base científica era inexistente. Alguien tan fundamental como Newton calculaba la edad de la Tierra en unos 5650 años. Si la arcilla es tan fresquita se puede moldear facilmente cualquier cacharro, empezando por el hombre. La Filosofía de las Luces ignoró fundamentalmente el carácter rancio y endurecido del barro humano. El gran Edmund Burke, que era conservador sin ser reaccionario –fórmula incomprensible en España– avisó a los revolucionarios franceses de sus futuras desilusiones: por definición, el hombre nunca se puede empezar desde cero. 

Ésta es la verdadera aportación de la Tauromaquia a la Ilustración: un sano escepticismo sobre la fe en el tiempo como curandero de los males del Hombre. El torero sabe que la muerte siempre se anticipa a cualquier porvenir. El único porvenir deseable es un presente de calidad y no hay presente más absoluto que el del hombre frente al toro.

Frente al toro, en aquellos minutos de presente absoluto, el hombre del traje de luces es también el Individuo de las Luces confrontado al dilema entre apariencia y realidad, trampa y autenticidad. Las leyes del toreo son racionales, cualquier persona de buena voluntad puede acceder a su conocimiento. El torero de la apariencia, el de la trampa, es el primer enemigo de las Luces. Revela la pereza del espectador, su complacencia en la ignorancia, la sumisión al pecado de inautenticidad, de Uneigentlichkeit dijera Heidegger. Quien practique el toreo racional proclama la Eigentlichkeit, la autenticidad y materializa en el ruedo "El Espíritu de las Leyes". Por eso estamos convencidos de que no puede germinar el torero de las Luces si no lo alumbra previamente el vientre fecundo de una afición ilustrada.

La vida del barón de La Brède y de Montesquieu ilustra la transitoriedad entre dos aristocracias. Criado en la de la sangre, que sólo tenía respuestas, despejó el camino para la del saber, que sólo tiene preguntas. La afición ilustrada debe considerarse heredera de la segunda. Pero comprueba día tras día que sus preguntas no encuentran el más mínimo eco entre el graderío de las certezas. Minoritaria y arrogante como toda aristocracia, la afición ilustrada también se sabe simbólicamente crepuscular.

 Curro Díaz

 Castillo de La Brède

 La Brède