martes, 21 de julio de 2009

PEPÍN EN EL PUERTO




Por Juan Lamarca

–“Quien no ha visto toros en El Puerto, no sabe lo que es un día de toros”. ¿A Joselito se le va a ocurrir eso? Ná de ná, Juanín. Eso fue cosa de Barrilaro con dos de La Ina por encima.

Esta ocurrencia de Pepín Cabrales no extrañaba a nadie. Todo el mundo sabía que este gaditano universal era genial, que su simpatía y la gracia de su trimilenaria Cádiz corría por sus venas como la sal marina de su bahía, y cautivaba a sus amigos.


El Puerto de Santa María y sus días de toros son como son por sus aires, sus gentes y sus carteles. Uno de los más grandiosos ha sido el formado por Diodoro Canorea, Juan Luis Bandrés, Pepin Cabrales, y Enrique Barrilaro, genuino empresario de la histórica plaza de toros.


Por entonces era descabellado suponer que un toro de Bandrés y de su socio Sayalero acabaría con la vida de otro gaditano de buen son como Paquirri, que el ganadero donostiarra moriría a manos de la sin razón y que a Diodoro, a Pepín y a Enrique “la comía” se los llevaría por delante.


Pues ante la esplendorosa “comía” de las terrazas” de El Puerto se plantaba este cartelazo en día de corrida después del apartado.


–Qué forma de pedir tenía Barrilaro –decía Pepín.

Qué arte, qué belleza de mesa, y también qué gesto estremecido asomaba en la cara del camarero. ¿A cuánto ascendería la pella esta vez? “No importa, el toreo es grandeza”, sentenciaba el empresario con torería sacando de su bolsillo el fajillo... no de billetes; el fajillo de entradas de toros para los camareros, para todo el mundo, “pa l’abuelo y pa l’abuela, pa los nenes y pa las nenas”. En aquella época colaba todavía eso de regalar entradas de toros; ahora, si se ofrecen, son capaces de llamar al 091.


A Canorea y a Bandrés las tensiones de su Maestranza sevillana y de la naviera gaditana se las llevaban las brisas marineras de El Puerto en su alianza empresarial con Barrilaro. Algo más se quedaba por ahí, pero a ellos no les importaba: disfrutaban con su ambiente, con sus toreros y con su Pepín, que les contaba las cosas de Cádiz, de los flamencos de su Barrio de Santa María, de la Caleta, de su “mare” Juana, de su maestro Aurelio Sellés o de Pericón, de las cosas del Beni y del cante por alegrías de Manolo Vargas; les ligaba relatos de Ignacio Ezpeleta e historias del abuelo Caracol el del bulto, y las vivencias con su hijo don Manuel Ortega Juárez, como solía nombrar a Manolo Caracol –Pepín presumía de memorión para los apellidos.

Su ingenio y saber contar hacían las delicias de la mesa y de los que se iban arrimando. Se acercaba la hora de ver a Curro: “Ay. Romero de mis entrañas”, suspiraba Pepín desde que un día fue a una sin caballos en Puerto Real a ver a su paisano Mondeño y se encontró con un tal Curro Romero.


Al ruedo de la mesa iban soltando magníficos ejemplares, un encierro amplio de cigalas con trapío que miraban con fijeza desde su saltones ojos, mientras sus puntas rozaban los pechos de los avezados diestros. Antes, desfilando en aclamado paseíllo, la rica bahía había abierto el portón para exhibición de garbosos camarones y afiladas bocas de la Isla, los bigotes de langostinos de Sanlúcar se enredaban en vistosa madroñera, los chocos y calamares extendían sus brazos en alto, en cordial saludo a los afamados lidiadores. Cuando el rigor agosteño apretaba contra las tablas se abría la manguera de la Cruz Campo para blanquear con su espuma el piso del redondel y aliviar las gargantas de los afanosos fenómenos de la torería.


Cuando ya las cabezas de la gamba blanca de Onuba tapaban los huecos de los zapatos de rejilla de Barrilaro trepando hasta los machos, y la salsa de papas con choco dibujaban chorreras y caireles en su guayabera, se le entornaban los ojos de su faz bonachona en rostro de grana y oro, para sumergirse en profundo y placentero sueños.
Cuando, ya próximo el toque de clarín de su plaza de El Puerto, se despertaba, clamaba, soliviantado, al camarero:

–Rápido, por favor, que empieza la corrida. Póngame usted un bol doble de café con leche, una rabaná con aceite, dos croissant abiertos con mantequilla y una botellita de agua.


Entonces Pepín le reprochaba, con jocosa complicidad, que se echara otra vez al ruedo, a lo que Enrique Barrilaro, muy serio y con aires de reprimenda, contestaba:

–Mira, Cabrales, siempre que me despierto, yo desayuno...

Vámonos a los toros, a los toros del Puerto...


Puerto de Santa María,

qué sabor a vino viejo

se bebe en cada “corría”...

(M. Martínez Remis)