jueves, 23 de julio de 2009

DE UNA CARTA INOCENTE, IMPERTINENTE E IMPREVISTA



Por Pepe Cerdá



Allá por el año 1993 expuse en una galería de París que se llamaba Catherine Fletcher y que estaba en la Rue Vieille du Temple. Mandé, como es natural, tarjetas de invitación para la inauguración, o vernissage, como se dice por allá. Les mandé a todos mis amigos de París, incluyendo a mi amigo Alex Surrallés, antropólogo, que entonces andaba por Perú estudiando las relaciones de parentesco entre los Candoshi, una tribu jíbara de la amazonía peruana, y su entorno.

Se la envié a las señas que él me dio, a un instituto franco-limeño sito en Lima, aun a sabiendas de que no iba a poder venir. Es algo que se hace habitualmente: se trata más de notificar que de verdaderamente invitar.

Unos meses más tarde, mi amigo Alex vino a París y me contó los problemas que le había ocasionado el dichoso tarjetón que anunciaba la exposición. Lo que me contó es una historia preciosa y real. Una historia de lo relativos que son nuestros mundos occidentales y nuestras verdades “inmutables”.

Resultó que la carta con el tarjetón que le envié a Lima se recibió en el instituto de Lima donde él tenía su base de operaciones, aunque la mayor parte del tiempo lo pasaba en las tribus remotas que estudiaba. En realidad sólo estaba en Lima a su llegada unas semanas y un tiempo antes de volver a Europa. Un poco a modo de cámara de descompresión.

Un sacerdote misionero que estaba más o menos por la región donde operaba mi amigo, aproximadamente del tamaño de la provincia de Huesca, recogió la carta en un viaje que hizo a Lima, ya que Alex pasaba de vez en cuando por la misión del sacerdote en San Lorenzo de Yurimaguas, a orillas del Amazonas. Unos días más tarde el sacerdote tuvo que viajar en canoa a la zona donde se suponía que estaba mi amigo Alex, y por la improbabilísima posibilidad de verle cogió la carta para dársela. El azar quiso que la canoa del cura se cruzase con la canoa de mi amigo Alex, que viajaba con unos jefes de tribu Candoshi a los que después de ímprobos esfuerzos les había convencido de dos cosas casi imposibles: de la propiedad privada y de la necesidad de medir las tierras que a partir de la firma de un papel les iban a pertenecer. Esto, para un pueblo que entiende que la selva es ilimitada y de nadie, había sido bastante complicado de hacérselo comprender. Pero Alex se había ganado la confianza de los jefes, y le dejaban hacer al tiempo que lo vigilaban de cerca. Los jefes iban armados con sus retrocargas, cuchillos, lanzas y cerbatanas, como es costumbre por ahí. La necesidad de medir y hacerles propietarios de las tierras que ocupaban desde hacía milenios se justificaba como medida legal para defenderles de las petroleras que compraban miles de hectáreas al gobierno peruano y que luego, con el título de propiedad en la mano, echaban a sus atávicos moradores de sus recién adquiridas tierras cargados de justa razón. Los jefes jíbaros sabían que esa terrible notificación, la de despojarles de todo y, a menudo, exterminarles, venía siempre en un sobre blanco. Tan blanco como el que blandía el sacerdote en su mano desde su canoa mientras se acercaba a la canoa de Alex y los jíbaros.

–¡Alex, tengo una carta para ti! –gritaba el sacerdote, entre el cansino ruido del motor fuera borda, casi al ralentí.

Mi amigo Alex aseguraba, y asegura, que a los jíbaros, y menos a los jefes, no se les puede mentir, porque te lo notan y te matan.

La canoa del cura y la de mi amigo se pusieron a la par y el cura por fin entregó la carta a Alex. Una vez en las manos del destinatario, éste comprobó que era una bobada. Es decir, una invitación a una exposición en París que en aquel entorno no tenía ningún sentido. Al alzar la vista, vio los inquirientes ojos de los seis jefes jíbaros clavados en los suyos. Su semblante era de máxima preocupación. Suponían malas noticias, terribles noticias. Le preguntaron que de qué se trataba. Necesitaban una respuesta, sincera, clara y urgente. Alex se dio cuenta de la gravedad y complejidad de la respuesta y temió por su vida. No les podía mentir. Les tenía que explicar lo que era una inauguración en París a unos que no sabían lo que era una pared, y mucho menos un cuadro. A unos tipos que suponían que el resto del mundo debía de ser más o menos unas dos mil personas y que todas se conocían entre sí ya que todos los que les iban a visitar venían de parte del anterior. Lo deducían porque los antropólogos se iban sucediendo y todos venían del Instituto de las Ciencias del Hombre de París.

Alex empezó a soltar, aterrado, un discurso sobre las costumbres de su pueblo en materia de arte. Les intentó contar los eventos sociales que se producen cuando se presenta algún trabajo artístico. Etc. Cuanto más intentaba aclararlo, más lo liaba. Los jefes supusieron que se había vuelto medio loco, y al final lo dejaron en paz por la confianza que habían depositado en él. Pero me dijo muy severamente que en otras circunstancias hubiese tenido problemas serios.

Ya ven lo grave que puede resultar un acto tan banal en nuestra cultura como enviar una tarjeta a alguien, si se modifican las circunstancias y deja de significar lo que significa.


(Publicado en http://pepe-cerda.blogia.com/, el 26 de Septiembre de 2008. Imágenes de los Candoshi, vía
recetasricasdelaselvaucayalina.blogspot.com)