Ignacio Ruiz Quintano
Abc Cultural
El fútbol ha desempolvado a Pascal: en su forma de hacer compatible un escepticismo parcial de la razón con un dogmatismo sentimental del “corazón” se ha creído ver retratado, siquiera publicitariamente, el Atlético, que, puesto a contratar a un filósofo que interprete a su masa, ha preferido, por económico, Pascal a Valdano.
En la objeción que Nietzsche hace al cristianismo, hay un pasaje acerca de Pascal que llamó la atención de Russell: “¿Qué es lo que combatimos en el cristianismo? –se pregunta el egregio loco–. Su aspiración a destruir a los fuertes, a quebrantar su espíritu, a explotar sus momentos de cansancio y debilidad, a convertir su orgullosa seguridad en preocupación y ansiedad; porque sabe envenenar los instintos más nobles e infectarlos con la enfermedad hasta que su fortaleza, su voluntad de Poder, se vuelven hacia dentro, contra sí mismos y su propia inmolación: esa horrenda forma de perecer, de la que Pascal es el ejemplo más famoso.”
Somos herederos, ay, de la vivisección de la conciencia y la autocrucifixión de dos mil años, pero en ese pasaje, antes que al santón cristiano que Nietzsche trataba de fulminar, uno ve al progre contemporáneo que sin descanso nos roe la moral.
–El anarquismo se desarrolla, como todas las epidemias, porque halla alrededor una atmósfera propicia y hasta simpática. La verdad es que toda la sociedad que ellos desean destruir es tácitamente cómplice de los anarquistas.
Es el análisis periodístico que Eça de Queiroz hace en 1894, a raíz de la bomba –clavos y pólvora verde– que el terrorista Vaillant arroja en el Parlamento francés. En la víspera, Vaillant se había retratado en una actitud arrogante, mirando a la posteridad: habiendo condenado a la sociedad burguesa como único impedimento para la definitiva felicidad de los proletarios, decretó la destrucción de esa sociedad.
Bien mirado, los terroristas tampoco pretendían destruir; sólo deseaban aterrorizar. Vaillant cumplió su venganza y alcanzó la celebridad. El gobierno, con el apoyo entusiasta de todo el país, declaró que los anarquistas serían perseguidos, monteados como lobos. Sin embargo, refiere Queiroz, todas las clases mundanas, intelectuales, artísticas, ociosas, se estaban abandonando con voluptuosidad a las emociones nuevas del anarquismo:
–Existe ya, y es muy contagioso, el “diletantismo” anarquista. Jóvenes duquesas, cubiertas de diamantes, condenan la mala organización de la sociedad mientras comen codornices trufadas en platos de Sèvres. En los cenáculos decadentistas y simbolistas, la destrucción de las instituciones por la dinamita se presenta como una catástrofe llena de grandeza, de una poesía áspera y extraña, y poco menos que necesaria para que el siglo termine con originalidad...