martes, 24 de diciembre de 2024

El sabio y nosotros. En memoria de Dalmacio Negro



Hughes


Con su aspecto de señor japonés, de Toshiro Mifune (Quintano) que lo ha leído todo, don Dalmacio engañaba mucho; tenía a sus más de noventa años problemas de movilidad y cuando cogía o dejaba las muletas, lo hacía con unos brazos fuertes y una energía como de atleta paralímpico. Su cuerpo escondía fortalezas compensatorias, su mente era potencia sin titubeo, luz a la que no se le imaginaba final.


Dalmacio recibía casi a cualquiera, y por eso pude conocerle. En la conversación deslizaba citas, libros y autores sin pedantería alguna. Como si necesitara dejar una nota al pie de página por amabilidad, por si el otro quería comprar el libro y aprender. Cualquiera de esos libros cambiaban una vida, ordenaban una cabeza. Si vacilaba un instante en recordar el nombre exacto del autor, se lamentaba con amargura (aunque tampoco mucha) sobre su mala memoria, momento en el que uno aprovechaba para ordenar un instante las propias ideas.


Don Dalmacio no tenía la vanidad del portento. Ninguna vanidad. Su ego estaba apaciguado, su serenidad era máxima. Su jardincillo tenía, así, algo de espacio zen de depuraciones orientales. Se permitía sólo una suave socarronería. Nada que ver con el egotismo disparatado de otros, con la necesidad de sacar el yo a pasear… Él, se diría, mostraba una curiosidad auténtica por la realidad, y buscaba los conceptos, los diagnósticos, por hábito o deformación intelectual, pero sin afectación alguna, como quien no puede hacer otra cosa. No había rastro de afectación. Eso es importante.


No soy yo quién para hablar de él, pero hay algo que quiero dejar claro torpemente: si sus libros eran pura sabiduría, su actitud era también la de un sabio: una absoluta humildad real, una modestia que, si al principio pasmaba, sorprendía, luego ayudaba mucho a allanar el trato con el maestro admirable.


Vivían en él, a la vez, el discípulo, que lo fue, de Luis Díez del Corral y de otra forma, por fulguración, de Javier Conde, y el maestro de un grupo amplio, amplio en principio, aunque luego más selecto, si uno se fija bien, más escogido, de personas en seminario vivo de amistad.


El páramo no era tal páramo y Negro bebió de lo que, en su opinión, era la más importante generación de pensadores políticos vivos de Europa. Esa línea, schmittiana y quizás un poco orteguiana, también zubiriana, se adensa en él y se concentra, sobre todo, en el estudio del Estado.


Aquí, donde todos nos comemos al Estado, vivimos del Estado, somos zumbante Estado colmenero, donde hemos concentrado la picaresca y la negrura, la mafia y la ideología en ocuparlo, había alguien que lo estudiaba, que lo miraba de otra forma. La realidad no es el Estado sino todo lo que el Estado ha transformado. Por eso era el único cuerdo, como un extranjero de Swift que hubiera caído en un península de estatófagos…


Don Dalmacio demostraba lo mucho que hay que saber para llegar a decir cosas sencillas: por ejemplo, que mandan unos pocos, que siempre mandan unos pocos. Porque su saber era un saber hacia la realidad y lo inteligible, no un saber oscuro. Por eso sus conversaciones sobre la política tenían el aire de especulación con un cigarro, como indios matusalémicos que alrededor de un fuego se pasaran la palabra en lugar de la pipa; al hablar don Dalmacio de política, entre silencios y escuchas, con la máxima humildad, siempre sentí que volvía a escuchar a los viejos del pueblo en la plaza, que el sabio sonaba a hombre normalísimo, quizás por cómo se hablaba del poder. Del poder don Dalmacio hablaba de una manera particular. Y junto al poder aparecía la Historia, musa a la que concedía su importancia y así, todo junto, daba la sensación, a la vez, de médico observando una radiografía y de hombre antiguo que estimara divinidades o misterios de los que nunca se podrá saber del todo. En la erudición sondeaba el rastro que dejan fuerzas superiores. Esa historicidad cristiana era toda su conversación. Era historicidad sintiente conjetural inevitable que luego se haría pensamiento nutrido, pertrechadísimo.


Saber muy humilde el de su realismo político. Un hablar antiguo de política.


¿Cómo salían de ese hombre esos párrafos de tan intenso saber? Recordemos aquella energía… Párrafos que cual pedazos de mineral van generando una electricidad lenta y sináptica que tiene también un aliento conceptual, prepoético. En Dalmacio había un exacto decir que permitía una música interna e incluso una sensualidad de lo erudito. Leer a Dalmacio es no querer dejar de leer a Dalmacio, como quien entra en una cadencia única.


En el saber de Negro había, y es lo que siempre maravilla, inclinación hacia unas verdades no ideológicas sino reales, humanas, constantes y comunes; junto a ello, en sus libros se adivina una indagación de lo perdido: la libertad interior, la trascendencia, el derecho, el duelo más o menos equilibrado de potestas entre Iglesia y Estado… si Trevijano, su amigo y compañero de tertulia, hablaba de poderes, don Dalmacio hablaba de potestas y así desembocaba en la realidad actual de un Estado-Iglesia que consideraba totalitario. En esa indagación estaba, creo, y perdóneseme el atrevimiento, su enorme potencialidad política, la orientación hacia liberaciones que con él vislumbramos. Los espacios de libertad perdidos en el estatismo emancipador, los liberalismos reales…


Todo lo que escuchemos los próximos años ya lo escribió él en sus párrafos genealógicos y anunciadores: que Europa está en situación prerrevolucionaria, que Europa se sovietizó, que a España le viene faltando una derecha republicana…


En su sancta sanctorum, a la luz de una claraboya, rodeado de torres de libros que parecía que se le iban a desmoronar encima como la civilización occidental, allí estaba él, a sus noventa años, jovial, con su camisa vaquera, conectándose al mundo de los youtubers o a los diarios de toda Europa, al día de lo publicado en muchas lenguas.


Todos sus citas y recomendaciones, que a lo mejor empezaban con «eso ya lo está diciendo en Alemania…», se me olvidan o se pierden anotadas en papelillos, pero recuerdo bien algo que dijo, tras un instante velado de tristeza, en respuesta a un párrafo de D’Ors: «España era más alegre antes. España ha perdido mucha alegría. Se percibe en las calles».


Se mueren los sabios como especies exóticas extinguidas ante nuestros ojos, entre declaraciones de fascinación y de impotencia. Fue… y ya no. Y en el horizonte desaparece la sierra que nos permitía descansar la mirada; la ilusión, el aliciente, la medida… El asombro de su naturaleza aun durará en nosotros, pero luego, cuando ya casi todo sea cacareo, ¿qué haremos? Somos también, y seremos, por cómo reaccionemos ante una pérdida así.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera