Peste de Londres
Jean Juan Palette-Cazajus
Inicialmente el lector advertirá un inevitable anacronismo de expresión y conceptos en el relato de Defoe. Pero no hará falta ser un especialista en historia de la literatura y de las ideas para darse cuenta de que se trata en realidad de un texto sorprendentemente moderno. Novelista, periodista, hombre de negocios, agente secreto, Daniel Defoe (1660-1731) fue, en vida y obra, un exponente ejemplar del nuevo empirismo inglés teorizado por John Locke (1632-1704) durante la generación anterior. Las consideraciones, análisis e inferencias que siguen, sobre aquello que nosotros hemos venido en llamar «confinamiento», despiertan particulares ecos y resonancias estos días. Ignorante de las causas de la peste -hubo que esperar a 1894 para demostrar que la bacteria de la peste era vehiculada por las pulgas procedentes de las ratas infectadas-, Defoe entiende perfectamente los caminos del contagio.
II) Distanciamiento: - «Cuando las casas se hallaban infectadas, el procedimiento en uso entre ciertas familias, incluso en un número bastante grande de éstas, era el siguiente: las familias, que a la primera aparición de la epidemia huían al campo y se alojaban en casas de amigos, solían confiar a algunos vecinos conocidos o, a algunos amigos, la vigilancia de sus casas, por la seguridad del mobiliario. Ciertas casas quedaban completamente cerradas, con las puertas con cadenas y aseguradas, como las ventanas, sobre las que clavaban planchas de abeto; se encomendaba su vigilancia a los guardianes ordinarios y a los oficiales de la parroquia. Pero esto era una excepción. Podían calcularse en diez mil las casas que habían sido abandonadas por sus moradores en la ciudad y sus aledaños inclusive las parroquias externas y de Surrey, o del lado de la ribera llamado Southwark. Este número no incluye a los locatarios ni a las personas que individualmente habían huido a casa de otras familias, si bien el éxodo podía estimarse en doscientas mil almas. Pero hablaré de ello más adelante. Ahora sólo lo menciono para explicar un uso corriente entre quienes tenían dos casas bajo su custodia. Si en una familia alguien caía enfermo, el jefe de ella, antes de llevarlo a conocimiento de los inspectores o de los otros oficiales, enviaba inmediatamente al resto de su familia -sus hijos, o sus criados, según el caso- a la otra casa a su cargo; en seguida denunciaba al enfermo ante el inspector, quien le asignaba una o varias enfermeras. Además, tomaba a otra persona, la que también aceptaba ser encerrada en la casa lo que muchos hacían gracias a la mediación de dinero -para que se ocupara del inmueble en caso de muerte del enfermo. Este expediente salvó a familias enteras, que inevitablemente habrían perecido si hubieran sido encerradas con la persona enferma. Pero por otra parte […] la aprensión y el terror de ser aislado eran causa de que muchos huyeran con aquellos de su familia que, sin estar completamente enfermos, y aunque no estuviesen públicamente reconocidos como tales, se encontraban, no obstante, contagiados. Estos últimos, en total libertad de ir y venir, y obligados a seguir ocultando su estado -que tal vez ellos mismos ignoraban- contaminaban a los demás y propagaban la infección de un modo terrible, como he de explicar más adelante. Voy a permitirme hacer un par de observaciones personales que luego podrán serles útiles a aquellos en cuyas manos caigan estas líneas, si es que alguna vez les toca ver una epidemia por el estilo.
1) La infección era generalmente introducida en las casas por las sirvientas, a las que forzosamente se debía enviar a la calle en procura de los artículos de primera necesidad, como alimentos y remedios, a la panadería, a la cervecería, a las tiendas, etc... Y como por fuerza andaban por las calles, por los negocios, por los mercados, era imposible que no se encontrasen de una u otra manera con personas infectadas, las que les soplaban su aliento fatal, que ellas llevaban luego al seno de las familias a que pertenecían.
2) Era un grave error que una ciudad como Londres no tuviese más que una casa de apestados, situada más allá de Bunhill Fields y que podía acoger, quizá cuando mucho, doscientas o trescientas personas. Si hubiera habido varios hospitales capaces de recibir a miles de enfermos, sin la obligación de poner a éstos de a dos por cama ni de disponer dos camas por habitación; si todos los jefes de familia, tan pronto como un doméstico -particularmente un doméstico- hubiera caído enfermo, se hubiesen visto obligados a enviarlo al hospital más próximo, con el consentimiento del enfermo; y si los inspectores hubiesen actuado del mismo modo con la pobre gente contaminada, estoy convencido -siempre lo he estado- de que al proceder así, en todas partes donde los desdichados se hubieran resignado a ello (y no de otra manera), y sin poner las casas bajo consigna, no habría que haber lamentado tantos miles de muertos. En efecto, fue posible observar -y yo podría citar varios ejemplos de mi conocimiento- casos en los que una familia, al caer enfermo un doméstico, tuvo tiempo de alejarlo, o bien de abandonar la casa, dejando en ella al afectado, como ya he explicado más arriba, lo cual preservó a todo el mundo; mientras que al clausurar la casa con uno o dos enfermos adentro, toda la familia perecía, y los enterradores se veían obligados a entrar en la casa para buscar los cuerpos que nadie podía llevar hasta la puerta, ya que, al fin y al cabo, no quedaba nadie para hacerlo.
3) Me parece fuera de duda que la calamidad se extendió debido al contagio, es decir, por ciertos vapores o hálitos que los médicos llaman efluvios, por la respiración o la transpiración, por las exhalaciones de las llagas de los enfermos, o por otras vías, todas ellas tal vez fuera del alcance de los médicos, efluvios que afectaban a los hombres sanos que se acercaban a cierta distancia de los enfermos y que penetraban inmediatamente en sus partes vitales, poniendo súbitamente su sangre en fermentación y agitando su espíritu hasta el grado en que pudo comprobarse. Luego estas personas, a su vez infectadas, trasmitían del mismo modo el mal a otras más. Yo podría proporcionar algunos ejemplos que no dejarían de convencer a quienes los examinaran con seriedad. Ahora, cuando la epidemia ya ha pasado, no puedo oír sin sorprenderme que la gente hable de ella como de un castigo del cielo que cayó sin la intervención de medio alguno, con la misión de herir a tal o cual persona y no a otra. Esto me parece una prueba patente de ignorancia y de exaltación, y la observo con cierta piedad.
En cuanto a la opinión de otras personas que dicen que la infección fue traída únicamente por el aire, por el gran número de insectos y de criaturas invisibles que éste arrastra -que penetran en el cuerpo por la respiración y hasta por los poros de la piel, exhalando o engendrando violentísimos venenos u óvulos o huevos envenenados que al mezclarse con la sangre infectaban el cuerpo-, la considero llena de una sencilla sabiduría, y considero que su evidencia ha sido probada por la experiencia universal. Pero cuando llegue el momento oportuno he de decir más a este respecto. Aquí debo señalar que nada resultó más fatal para los habitantes de esta ciudad que su propia negligencia; durante el extenso período de alarma o de advertencia que precedió a la Visitación, no hicieron la menor provisión de alimentos ni de otras cosas de primera necesidad, lo cual les habría permitido subsistir en sus propias casas conforme al ejemplo de ciertas personas que fueron preservadas en gran medida gracias a esa precaución.
[···] Nuevamente debo observar que la necesidad de salir de las casas para comprar provisiones fue, en gran medida, la ruina de nuestra ciudad, pues en tales ocasiones las personas se contaminaban unas a otras, y hasta las provisiones quedaban a menudo infectadas. Tengo la certeza de que los carniceros de Whitechapel, donde se faenaba la mayor parte de la carne, fueron lamentablemente afectados, al menos hasta el punto de que muy pocos de sus comercios quedaron abiertos. Los que no contrajeron la peste, mataban su ganado en Mile End, o de este lado, y en caballos llevaban la carne al mercado. No obstante, la pobre gente no podía aprovisionarse y tenía necesidad de ir al mercado o de enviar a sus sirvientes o a sus hijos; y como esta necesidad se renovaba día tras día, había en el mercado un gran número de personas enfermas: muchos acudían sanos y regresaban trayendo con ellos la muerte. Es verdad que se tomaban todas las precauciones posibles. Cuando alguien compraba un trozo de carne, no tomaba éste de manos del carnicero, sino que directamente lo sacaba del gancho. Y por otra parte el carnicero no tocaba el dinero: lo hacía depositar en un pote lleno de vinagre, destinado a este uso. El comprador siempre llevaba monedas, a fin de poder pagar exactamente la suma que fuera, sin necesidad de vuelta. También llevaban frascos de esencias y perfumes; se empleaban todos los medios de que fuera posible valerse. Pero los pobres no disponían de ninguno de tales medios y corrían todos los riesgos. Día tras día oíamos un número infinito de historias a este respecto. A veces un hombre, o una mujer, caía en el mercado mismo, porque muchos de los que llevaban la peste lo ignoraban, hasta que la gangrena interior afectaba sus centros vitales; entonces morían en unos pocos momentos». (Daniel Defoe, «Diario del año de la peste»).
Londres 1665