Hughes
Abc
La justificación racional de la Monarquía quizás no sea la mejor manera de empezar. Pero tampoco le haría ascos a intentar, apresuradamente, una argumentación. La incorporación de la familia y de la biología al sistema político es una cosa muy fina. Es una genialidad. Una estructura modernísima, de ingeniería jurídico-genética. A través de ella se transmite familiarmente (como se transmite y crece todo lo bueno, hasta en la empresa) una institución que en sí misma es de una gran finura. Una clave de bóveda, joya de los siglos, cierre del sistema que sirve para simbolizar. E incorporando el símbolo, proyectándolo hacia la eternidad, hacerlo que dure. Garantizarlo.
Esto le da al sistema una enorme estabilidad. Debajo de ello, puede seguir el juego democrático sin problema alguno, y la racionalidad jurídica de un sistema absolutamente codificado.
Piensen durante un momento en la coyuntura actual. Quiten del escenario al Rey. El pueblo estará muy “empoderado”, que dirían los de Podemos, pero… ¿no parecería ya que el país está suelto, descosido y que todo sería susceptible de dejar de serlo?
Además del símbolo, la Monarquía encierra el gesto. El gesto introduce la emoción. Una identificación inmediata, natural. Hace cordial la institución, lo simbolizado.
A menudo intentamos justificar con muchas razones algo que tiene la ventaja de ser, de poder ser, intuitivo. No se apela a la natural, elemental naturaleza de la institución.
Estas cosas yo creo que no son difíciles de entender. Son naturales y simplemente se requiere humildad o cierta sutileza. Pero no vamos sobrados de ninguna de ellas.
Hay algunos aspectos que sí quedan abiertos, algo imprecisos. La necesaria colaboración de lo parlamentario en instantes como el actual, cuando se debe promulgar una ley que requiere el acuerdo de los partidos políticos representativos. Claro, combinar esta institución con la democracia directa no exigiría encaje de bolillos, exigiría una especie de milagro. Por eso también, la Monarquía tiene una función sustentante aunque otras veces pensemos si, como en los edificios, no corre la fuerza de lo pequeño a lo más alto. Si no será que para que la Monarquía sea firme se requiere fuerza en los restantes poderes.
Yo nunca fui Juancarlista. Soy un monárquico por encima del quién y por encima de politiquerías. No es necesario el enganche de la simpatía personal. Franco demostró una enorme inteligencia y un gran conocimiento del país. Lo vino a decir (y cito de memoria): un Rey que no sea de los vencedores, que sea posterior, que simbolice la Nación para los restos. Lo dijo muy claramente.
Pemán contaba la definición de un amigo (de nuevo de memoria, problema de no tener libros en la Redacción): Yo no soy monárquico ni republicano, pero aun cuando podría definirme como antirrepublicano, no podría decir que soy antimonárquico. Porque la Monarquía tiene algo de largo conocimiento de los siglos, de sublime decantación de mucho tiempo. Y en España, además, una forma de ser escarmentada, nada gloriosa sino experta. Se llega a la Monarquía porque es mejor que lo demás, al menos mejor para nosotros.
(Republicanismo y Monarquía surgen de dos temperamentos distintos. La progresista fe en el cambio, el ilusionismo de cada generación; por otro, cierta desengañada melancolía heredada, tempramental, que entiende que las cosas mejor no menearlas. La República es lo que lo cambiará todo, providencialismo casi religioso. La Monarquía, paradójicamente, es cierta modestia que pide poco a las cosas. Hay una especie de humildad constitutiva en lo monárquico. La una mira hacia delante, la otra guarda un reojo al pasado. Es desconfiada. Por eso, nunca he terminado de entender al conservador republicano).
Cuando se le agradece a los Borbones el servicio se le agradece, en primer lugar, que brinden una dinastía al propósito de simbolizar lo español.
Estas consideraciones no son nada exultantes. Nada fervorosas. Siempre he sentido algo de incomprensión hacia el monárquico cortesano, el peregrino de Estoril, el caballero andante que jura una fidelidad ciega. Mi monarquismo es más tranquilo. Le pido poco al Rey, porque ya da mucho y detecto, con cierta desesperada resignación, que no se entiende la institución y que tampoco hay voluntad por entenderla.
Y luego es que hay mucho tonto y mucho genio de la media tinta. A la institución le pediría ejemplaridad, pero tanto como ejemplaridad, le pediría grandeza y corrección gestual.
Pedirle al Rey reformas me parece poco justificable. Yo me conformo con esa indefinible renovación del ánimo que se siente al pensar en la coronación y en una nueva Jefatura del Estado. ¿No se siente ya, sin más, una conmoción de cambio, un nuevo propósito?
Me voy a comer. A la libertad (¡nos la quiere quitar Pablo Iglesias!) de conspirar en los conciliábulos de mesa y mantel. Ahora hay que comer en el escaparate, ¡como en los McDonald’s!
Esto le da al sistema una enorme estabilidad. Debajo de ello, puede seguir el juego democrático sin problema alguno, y la racionalidad jurídica de un sistema absolutamente codificado.
Piensen durante un momento en la coyuntura actual. Quiten del escenario al Rey. El pueblo estará muy “empoderado”, que dirían los de Podemos, pero… ¿no parecería ya que el país está suelto, descosido y que todo sería susceptible de dejar de serlo?
Además del símbolo, la Monarquía encierra el gesto. El gesto introduce la emoción. Una identificación inmediata, natural. Hace cordial la institución, lo simbolizado.
A menudo intentamos justificar con muchas razones algo que tiene la ventaja de ser, de poder ser, intuitivo. No se apela a la natural, elemental naturaleza de la institución.
Estas cosas yo creo que no son difíciles de entender. Son naturales y simplemente se requiere humildad o cierta sutileza. Pero no vamos sobrados de ninguna de ellas.
Hay algunos aspectos que sí quedan abiertos, algo imprecisos. La necesaria colaboración de lo parlamentario en instantes como el actual, cuando se debe promulgar una ley que requiere el acuerdo de los partidos políticos representativos. Claro, combinar esta institución con la democracia directa no exigiría encaje de bolillos, exigiría una especie de milagro. Por eso también, la Monarquía tiene una función sustentante aunque otras veces pensemos si, como en los edificios, no corre la fuerza de lo pequeño a lo más alto. Si no será que para que la Monarquía sea firme se requiere fuerza en los restantes poderes.
Yo nunca fui Juancarlista. Soy un monárquico por encima del quién y por encima de politiquerías. No es necesario el enganche de la simpatía personal. Franco demostró una enorme inteligencia y un gran conocimiento del país. Lo vino a decir (y cito de memoria): un Rey que no sea de los vencedores, que sea posterior, que simbolice la Nación para los restos. Lo dijo muy claramente.
Pemán contaba la definición de un amigo (de nuevo de memoria, problema de no tener libros en la Redacción): Yo no soy monárquico ni republicano, pero aun cuando podría definirme como antirrepublicano, no podría decir que soy antimonárquico. Porque la Monarquía tiene algo de largo conocimiento de los siglos, de sublime decantación de mucho tiempo. Y en España, además, una forma de ser escarmentada, nada gloriosa sino experta. Se llega a la Monarquía porque es mejor que lo demás, al menos mejor para nosotros.
(Republicanismo y Monarquía surgen de dos temperamentos distintos. La progresista fe en el cambio, el ilusionismo de cada generación; por otro, cierta desengañada melancolía heredada, tempramental, que entiende que las cosas mejor no menearlas. La República es lo que lo cambiará todo, providencialismo casi religioso. La Monarquía, paradójicamente, es cierta modestia que pide poco a las cosas. Hay una especie de humildad constitutiva en lo monárquico. La una mira hacia delante, la otra guarda un reojo al pasado. Es desconfiada. Por eso, nunca he terminado de entender al conservador republicano).
Cuando se le agradece a los Borbones el servicio se le agradece, en primer lugar, que brinden una dinastía al propósito de simbolizar lo español.
Estas consideraciones no son nada exultantes. Nada fervorosas. Siempre he sentido algo de incomprensión hacia el monárquico cortesano, el peregrino de Estoril, el caballero andante que jura una fidelidad ciega. Mi monarquismo es más tranquilo. Le pido poco al Rey, porque ya da mucho y detecto, con cierta desesperada resignación, que no se entiende la institución y que tampoco hay voluntad por entenderla.
Y luego es que hay mucho tonto y mucho genio de la media tinta. A la institución le pediría ejemplaridad, pero tanto como ejemplaridad, le pediría grandeza y corrección gestual.
Pedirle al Rey reformas me parece poco justificable. Yo me conformo con esa indefinible renovación del ánimo que se siente al pensar en la coronación y en una nueva Jefatura del Estado. ¿No se siente ya, sin más, una conmoción de cambio, un nuevo propósito?
Me voy a comer. A la libertad (¡nos la quiere quitar Pablo Iglesias!) de conspirar en los conciliábulos de mesa y mantel. Ahora hay que comer en el escaparate, ¡como en los McDonald’s!