Abc
En una conversación reciente, José Ramón Márquez, La Pulga de Triana, se asombraba, ácido, de la existencia de las papelerías-librerías, que son el lugar que el libro merece en España. ¿Habrá algo más triste que una papelería-librería, que ni es una cosa ni es la otra? En esos establecimientos dudodos la papelería (ferretería del niño) pierde el aspecto de minucioso inventario, de especialización en las labores del niño, para abrirse pobremente al mundo adulto de lo editorial. Cómo odiamos y cómo compadecemos a la vez a esos comerciantes que no pueden resistirse a meter el libro… La pobre selección de best sellers, la exigua presencia de la literatura para niños, resulta en esos establecimientos de una tristeza casi ortopédica. Como esas tiendas en las que la señora elegante del barrio, inevitablemente odiada por sus pujos parisinos, se esforzaba en presentar “Colecciones de moda internacional”. En ellas, los libros, el género, merecía la organización heterogénea y poco amorosa de los ultramarinos, sin más encanto ya que el del sonoro nombre.
El libro allí luce fuera de sitio, peor aún que en las librerías de viejo, donde la segunda mano indica al menos una vida pasada y un probable lector.
Recuerdo esto al pensar, por Yaiza Santos, en las gomas de borrar. Al hilo de la profesión mágica de alguien, comercial de papelería, oficio propio de un personaje de novela, reparamos en el embeleso infantil por las gomas de borrar.
Era femenino en la infancia guardar las gomas de borrar, sobre todo las Milan. No tenían el olor avainillado de otras, pero había en su integridad algo digno de salvar.
Quien cuidaba mucho su ortografía pasaba la goma de borrar con el mismo celoso detalle. Las gomas se atesoraban, se admiraban, porque en sus vértices no había, como sí la había en las puntas de los lapiceros, posible restitución.
Era un momento terrible y a la vez vertiginoso el de hacer el primer borrado, por eso los niños se relamían.
El acto de escribir se llenaba de responsabilidad porque corregir era reducir la vida de la goma (¡ir matando la goma!)
En el amor por las gomas estaba encerrado el amor geométrico por las aristas y los vértices perfectos.
Otros niños eran distintos y profanaban las gomas con cierto salvajismo. Las tatuaban, las horadaban. Sus plumieres estaban llenos de esas briznas de piel descamada que iban dejando las borraduras. Niños sucísimos.
El objeto más atroz de la infancia quizás era la goma de dos polos, claroscura, la que borraba lápiz y también tinta de bolígrafo. Esa goma, que era lija pura, era una barbaridad y un imposible y el niño más ingobernable la utilizaba sin medida. Al abrasar el papel, se daba cuenta (pero le daba igual), que ciertos errores eran irremediables.
El paso del lapicero al bolígrafo y el progresivo abandono de la goma de borrar quizás sean una preadolescencia del niño.
(Me pregunto también si en ese amorosa colección de gomas no estaba ya, latente, por explotar, el gusto por la edición).
El libro allí luce fuera de sitio, peor aún que en las librerías de viejo, donde la segunda mano indica al menos una vida pasada y un probable lector.
Recuerdo esto al pensar, por Yaiza Santos, en las gomas de borrar. Al hilo de la profesión mágica de alguien, comercial de papelería, oficio propio de un personaje de novela, reparamos en el embeleso infantil por las gomas de borrar.
Era femenino en la infancia guardar las gomas de borrar, sobre todo las Milan. No tenían el olor avainillado de otras, pero había en su integridad algo digno de salvar.
Quien cuidaba mucho su ortografía pasaba la goma de borrar con el mismo celoso detalle. Las gomas se atesoraban, se admiraban, porque en sus vértices no había, como sí la había en las puntas de los lapiceros, posible restitución.
Era un momento terrible y a la vez vertiginoso el de hacer el primer borrado, por eso los niños se relamían.
El acto de escribir se llenaba de responsabilidad porque corregir era reducir la vida de la goma (¡ir matando la goma!)
En el amor por las gomas estaba encerrado el amor geométrico por las aristas y los vértices perfectos.
Otros niños eran distintos y profanaban las gomas con cierto salvajismo. Las tatuaban, las horadaban. Sus plumieres estaban llenos de esas briznas de piel descamada que iban dejando las borraduras. Niños sucísimos.
El objeto más atroz de la infancia quizás era la goma de dos polos, claroscura, la que borraba lápiz y también tinta de bolígrafo. Esa goma, que era lija pura, era una barbaridad y un imposible y el niño más ingobernable la utilizaba sin medida. Al abrasar el papel, se daba cuenta (pero le daba igual), que ciertos errores eran irremediables.
El paso del lapicero al bolígrafo y el progresivo abandono de la goma de borrar quizás sean una preadolescencia del niño.
(Me pregunto también si en ese amorosa colección de gomas no estaba ya, latente, por explotar, el gusto por la edición).