lunes, 7 de octubre de 2013

Adolfos para después de una guerra

Calle de Alcalá

José Ramón Márquez

No hubo nada que me sacase ayer sábado del firme convencimiento de no ir a Las Ventas. Ahí en ese cajoncito estaba el boleto y ahí se quedó muerto de risa para que la basura lisarnasiana del Puerto que Dios confunda y los tres pobrecillos que se anunciaban con ella no me fuesen a sacar del sueño, del estado de gracia, de la faena de El Cid del viernes.

Hoy, domingo, final de esta inolvidable feria en la que por unos minutos volvió el toreo a manifestarse en la vieja monumental, no se podía fallar a la llamada de una ganadería respetable y de los toreros que se han anunciado con ella. Eso mismo debieron pensar muchos, pues la plaza registraba un llenazo que daba gusto verla, para que se chinche el Frodo de Velilla, que no es capaz de llenar ni en Villaberzas de la Alfalfa, por más que le lleven cantando los cerreuves de turno lo bueno que es, desde hace más de veinte años.

Corrida de toros de Adolfo Martín, lo que se dice una corrida de toros con lo que eso conlleva, particularmente el miedo que debe dar estar enfrente de ellos armado con un trapo encarnado; con esas miradas que echan, que sólo con la manera de mirar ya te dejan petrificado, con esos ojos huecos y achinados. Y luego, el comportamiento, que ahí estaban para hacerles a cada uno sus cosas, digo yo.  Desde luego no eran toros para clavar el mentón en el esternón y ponerse a morantearlos, que eso es lo que tiene el toro a diferencia de la mona Chita, que entre el miedo que meten y lo inciertos que son no acaban de dar pie para que los del postizo se confíen y se tomen esas libertades, esas morantiñerías que  se suelen tomar con las bolitas de sebo. Es que hay toros que tienen algo que te obliga a tratarlos con respeto, como a los catedráticos de hace muchos lustros.

La corrida salió como tuvo que salir: íntegra, seria, bien presentada. Luego, el comportamiento de cada uno de ellos es la gran incógnita sobre la que deben trabajar su éxito los matadores, que para eso se llevan entrenando desde que les salieron las muelas. Imaginemos a un pianista que en un concierto echa a perder el aria de las Variaciones Goldberg porque él sólo toca con pianos de Steinway & Sons y los Yamaha le suenan a contraestilo. Pues esto es lo mismo solo que el instrumento da cornás. El toro es -debería ser- un enigma desde que sale del chiquero y la experiencia y las horas de entrenamiento del matador deberían servir para calibrar las condiciones del animal y para ver la manera de extraerle lo que se pueda. Eso es, justamente, lo que hizo Ferrera con su segundo, Madroñito, número 8, que es un toro que a base de estar con él, incluso del juego del largo tercio de banderillas, fue puliendo su inicial brusquedad y sacando una boyantía que en ningún momento había demostrado. Con ese toro Ferrera dio una buena lección de lo que es un torero asolerado, sin prisas, como aquel que dice un torero que ya está un poco al margen de la vorágine del día a día y que, al cabo de tantos años, cree en sí mismo. Hay un par o tres de detalles de mucho valor, como cuando se va a los medios a recibir con un oficio impecable a ese toro, o cuando se queda con él sujetándole en los medios a un palmo de distancia mientras el penco va a su sitio, o una espeluznante chicuelina, todo improvisación, cuando el toro sale de naja, huyendo del castigo del de la lanza, o unos suavísimos derechazos sin la ayuda en el 10, que pudieron traer la evocación de otro Juan Mora otoñal. Los ignorantes dirán que era cosa del toro, pero yo más bien creo que ese toro lo labró el torero, porque me da la impresión de que todo lo que le hizo se lo hizo bien, es decir, de manera adecuada al interés que él perseguía. A la muerte de este toro se manifestó una extraordinaria división de opiniones, fortísima división entre los que decían ‘oreja si’ y los de ‘oreja no’. A mí las orejas ésas me importan un bledo. Ya podían quitar esa birria de galardón. En su primero, Escribiente, número 71, un imponente cárdeno, puso un par de banderillas por los adentros de grandísima exposición.

Si Fandiño se hubiese adaptado a las condiciones de su segundo toro, Madroño, número 86, se habría ido a él con decisión, con la muleta en la izquierda y el estoque de verdad y, sin probaturas, le habría arrancado las tres series que tenía el bicho para luego echarle al suelo con una estocada hasta la gamuza. Bien al contrario, le toqueteó, le colocó así o asado, le intentó torear por la derecha, y cuando echó cuentas de que el pitón era el izquierdo y las arrancadas doce, ya era tarde. En su primero, Murciano, número 95, estuvo buscando la rectitud en el cite y la verdad, que ya nos hubiese gustado verle con esos argumentos el otro día frente al de Victoriano del Río. Ahí se vio al mejor Fandiño de sus dos tardes en la feria de otoño, firme, solvente y comprometido, en la línea que siempre debería practicar.

Castaño trajo dos espectáculos: el bueno el de su cuadrilla; el malo, el del mitin con la espada. Imponente la seriedad del quinto, el cárdeno Carpintero, número 56, e impresionante lo que tragó Castaño con ese toro. Lástima que lo matase de tan fea manera.

En resumen, una interesantísima y entretenida tarde de toros, en la que también destacó la cuadrilla de Fandiño, y en la que se cortó la coleta Roberto Bermejo. Tarde variada y llena de cosas, que a los que  van a los toros a buscar sólo el barbilleo y el postureo les debe haber dejado con muy mal sabor de boca.