Una huerta en la que hayamos jugado de niños y en la que nuestros hijos
jueguen a su vez, representa perfectamente la propiedad privada, y éste
es el tipo de propiedad que quieren destruir a la vez el socialismo y el
capitalismo, aunque, individualmente, los capitalistas –y los
socialistas– estén todos los días comprando huertas
Julio Camba
Yo soy, desde luego, enemigo del socialismo; pero, si alguien cree que estoy encantado con el régimen capitalista, se equivoca de medio a medio. Para mí, socialismo y capitalismo no son dos fuerzas en pugna, dos fuerzas antagónicas que se combaten, sino una sola y misma fuerza, cuyo objetivo principal consiste en abolir la propiedad privada y en destruir la personalidad individual. Naturalmente, esto de que el capitalismo pretende abolir la propiedad privada parecerá quizá un poco extraño; pero no sólo lo pretende, sino que lo está haciendo con una rapidez vertiginosa. ¿O es que usted cree, amigo lector, que por poseer dos o tres mil duros en acciones de una Compañía petrolera cuyos pozos están, por ejemplo, en Méjico, y cuya sede se encuentra, pongamos por caso, en Amsterdam, posee usted algo en alguna parte? Si vende usted sus acciones y se compra usted un aparato de radio, poseerá usted un aparato de radio; pero, mientras tanto, yo me sentiría mucho más propietario del Retiro –en el que puedo entrar y salir cuando quiera, como vecino que soy de Madrid– que de los pozos mejicanos de petróleo.
La propiedad privada es otra cosa. Para que tenga todos los caracteres debidos, debe ser real, directa y transmisible por herencia. Una huerta en la que hayamos jugado de niños y en la que nuestros hijos jueguen a su vez, representa perfectamente la propiedad privada, y éste es el tipo de propiedad que quieren destruir a la vez el socialismo y el capitalismo, aunque, individualmente, los capitalistas –y los socialistas– estén todos los días comprando huertas.
No sé si fue el señor Largo Caballero quien, al advenimiento de la República, dijo que un país como España, donde el capitalismo había alcanzado tan parco desarrollo, no estaba todavía bastante maduro para el socialismo, y que era necesario esperar. La cosa resultaba un poco rara. Si la razón de ser del socialismo consiste en destruir el capitalismo y en España no había capitalismo propiamente dicho, los socialistas no tenían nada que esperar. Lo que tenían que hacer era irse, reconociendo su error al llegar con un contraveneno a un lugar donde nadie se había envenenado, y no envenenar a unos y otros con el único y exclusivo objeto de lucirse luego destruyéndoles las toxinas.
Pero el socialismo no es, ni mucho menos, lo contrario del capitalismo, sino que constituye más bien un aspecto o fase del fenómeno capitalista, y las palabras del señor Largo Caballero –si fue él, en efecto, quien las pronunció– no pueden estar más llenas de sentido. El capitalismo moderno se caracteriza, ante todo, por la producción en serie, y la producción en serie es una cosa terrible, porque necesita unas concentraciones enormes de capital, en las que la pequeña propiedad se va disolviendo poco a poco, y exige una división del trabajo que destruye por completo los oficios y convierte a cada obrero en un autómata, igualmente útil para trabajar en una fábrica de automóviles que en una de fideos. Y este tipo de obrero automático e intercambiable hace juego con ese tipo de industrial que, de la noche a la mañana y con un simple telefonazo, deja el petróleo para meterse en el algodón o abandona los productos químicos para dedicarse a la perfumería.
El uno es el pendant del otro, así como el socialismo es el pendant del capitalismo.
HACIENDO DE REPÍBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2007