sábado, 12 de mayo de 2012

Los ganaderos. El duque de Veragua



Gregorio Corrochano
Abc

Hemos charlado con el duque de Veragua; no le hemos interviuvado, ni hemos adoptado en nuestra conversación esa actitud periodística de pandereta, de cuartilla y lápiz en el ristre. Hemos charlado sencillamente, como dos buenos amigos que gustan comentar una afición mientras fuman unos cigarrillos.

-¿Usted cree, en efecto -dijo el duque-, que al público le interesa el toro?

-Cada día más.

-En ese punto es usted más optimista que yo. Creo que el público sólo se satisface con el lucimiento del torero, y que logrado esto no le interesa nada más de la fiesta.

-Sin embargo, se inicia una reacción. El abuso de estos últimos años da sus frutos. No diré yo, como esas notas oficiosas publicadas a ruegos de los interesados, que los toreros vayan a pedir, casi a exigir, ganado que no quisieron en otras temporadas; pero el público, empalagado de una fiesta que con sus características va perdiendo su interés, se da cuenta de que sus extravíos le conducirían a tal extremo, que el símbolo del toreo sería Llapisera. Y ya metidos en esto, ¿qué opina usted de la edad de los toros?

-En este asunto, mi condición de ganadero podría infundir sospechas.

-Lo más interesante de cuanto se diga acerca del toro lo han de decir los ganaderos.

-Pues yo creo sinceramente que no es condición precisa que el toro tenga cinco años. Es suficiente con que pase de cuatro y esté bien criado. Por esto creo indispensable fijar un peso mínimo. El peso y la edad han de dar el tipo de toro de lidia. Lo razonaré: el toro cuatreño tiene todas las características que alguien supone exclusivas de los cinco años, incluso la constitución de la boca, que es la más definida; lo cual quiere decir que el ganadero, aprovechando las condiciones de esta raza precoz, ha logrado mejorar el toro, adelantarle un año. Tiene el cuatreño la ventaja de dar una lidia más franca, ser más ligero, más ágil, más apto, menos propenso a reservarse, a defenderse, a hacerse de sentido.

-¿Y no habría temor de que algunos toros diesen el peso, no por un desarrollo progresivo, consecuencia del celo del ganadero, sino por haberle engordado a última hora con una sobrealimentación?

-Deseche usted ese temor. A los toros se les cría con lo que da el campo. Sólo en los años de escasez nos vemos obligados a recurrir a darles pienso. Si así la ganadería es un negocio ruinoso, calcule usted lo que sería si los toros se cebaran como los cerdos.

-¿Que es un negocio ruinoso?

-Indudablemente. Mire un dato elocuentísimo. Mi abuelo vendía los toros a mil pesetas, a cuatro mil reales, como se decía entonces; de esto viene llamar veraguas a estos billetes; yo los vendo a cinco y seis mil reales. A primera vista parece que mi precio es más remunerador; pero no sucede así, porque yo pago por las fincas en renta la misma cantidad de pesetas que mi abuelo pagaba de reales; de manera que para obtener los mismos rendimientos –aun no teniendo en cuenta otras cargas– sería preciso que yo vendiese cada toro a cuatro mil pesetas. Yo sostengo la ganadería por afición y por tradición de familia; como negocio, no seguiría ni un día más.

-¿Es muy numerosa su ganadería?

-De 1.200 cabezas, saco unos 120 toros por año. Y aquí tiene usted otro dato de lo que es este negocio. Sólo da rendimiento un 10 por 100 del ganado, esto es, que con lo que produce cada toro, hay que criar diez.

-El origen de su ganadería...

-Mi ganadería tiene todas las castas de reses bravas que hay en España. La hizo Vázquez con ganado de todas las procedencias. Sólo un ganadero, el conde de Vistahermosa –de aquellos toros proceden los saltillos de hoy-, se negó a venderle toros; pero Vázquez recurrió a un procedimiento ingenioso para conseguir simiente de Vistahermosa. En aquella época se pagaban todavía los diezmos a la Iglesia, y Vázquez compró toros de los diezmos, y entre ellos, naturalmente, los había de la ganadería de Vistahermosa.

-¿Usted tienta en el campo o en el corral?

-En el corral. Yo no dispongo de esas grandes llanuras de que disponen los ganaderos andaluces para hacer las tientas a campo abierto. Además, creo que es más fácil darse cuenta de las querencias en un lugar cercado, y esto es muy importante. En el campo, las querencias cambian con más frecuencia, sin que nadie se aperciba. En mi corral hay una tapia que, sin saber, por qué, es la predilecta de los becerros, acaso por orientación, y esto lo tengo muy en cuenta para no equivocarme contando los puyazos a favor de querencia.

-¿Les apura usted mucho?

-A las becerras sí; a los machos no. A éstos sólo les damos dos puyazos, y la nota depende de la bravura y empuje que en ellos pongan. No se puede castigar mucho a los becerros, que luego se acuerdan en la plaza y no se acercan a los caballos. Aun así, nos vemos chasqueados. Porque en esto, como en todo, se cumple la desconcertante ley, la herencia. ¿No nos asombramos muchas veces de la conducta de un hijo relacionándola con la de sus padres diametralmente opuesta? Pues igual nos ocurre con los toros. De padres de nota inmejorable sale un granuja que nos desacredita toda la ganadería. Y a veces de vacas desechadas nacen toros que dan una lidia irreprochable. Si no fuera sí, ¿cree usted que con la escrupulosa selección que venimos haciendo durante tanto tiempo se lidiaría un toro que no fuera bravísimo?

-¿Y no sería conveniente que la asociación pusiera ciertas limitaciones y exigiera ciertas garantías?

-Ya lo hemos hecho. Hoy no puede asociarse sino el que compre una ganadería completa, para evitar eso que se llama ganadería de saldos o retazos.

-¿En cuál pelo confía usted más? ¿En los jaboneros?

-No, señor. En los negros entrepelados, y menos en los retintos. Aunque hay sus excepciones. Ya que me ha preguntado usted por los jaboneros, le diré una cosa curiosa: el pelo jabonero, que va tan íntimamente ligado a nuestra ganadería, no existía cuando la adquirió mi abuelo. En aquella larga vacada, de pelos tan varios, sólo había un jabonero. Cuando se hizo la selección, alguien aconsejó a mi abuelo que desechase aquel toro de pelo tan feo. Pero el toro tenia una excelente nota, y lejos de desecharle le echaron a las vacas. Este es el origen del pelo jabonero en la ganadería. Como recuerdo conservamos, como verá usted, la calavera de este toro.

-He oído decir que ustedes no vendieron nunca sementales.

-Nunca. El único macho que salió de la ganadería se lo regalo mi padre a Lagartijo.

-¿A qué achaca usted que sus toros se aplomen tan pronto?

-No lo sé. Cada raza tiene sus características. Acaso dependa de la constitución física del animal. Lo que desde luego le aseguro es que contribuye mucho a ello la lidia, y ésta de hoy es capaz de aplomar a un elefante. El abuso del capote es fatal para el toro. Y no hablemos de las puyas actuales. Mientras no se modifiquen es inútil todo; no hay toro que lo resista. La prueba está en que antes se le perdonaba a un toro la vida después de diez o doce puyazos, y el toro curaba de las heridas; hoy, cuando por cualquier causa se retira un toro al corral después de dos puyazos, al día siguiente amanece el toro muerto. ¡Con decirle a usted que en la pasada temporada me mataron un toro de un puyazo de refilón! De esto, cuanto se diga es poco.

-Y además de poco, se dirá en balde, mientras no haya más energía para sacudirse imposiciones. Mire usted, cuando nos reuníamos en al Direccion de Seguridad para reformar el reglamento, el día que nos tocaba examinar las puyas, recibimos un telefonema de los picadores de Sevilla, que decía textualmente: “No estamos conformes con lo que acuerden en el asunto de las puyas.” Es decir, que no nos habíamos reunido, y ya no estaban conformes con lo que acordáramos.

-Pues mientas esto no se resuelva, ¿para qué hablar del toro? No habrá toro ni con cinco años ni con siete, aunque el ganadero consiguiera ejemplares excepcionales.

De pronto reparamos en que presidía nuestra charla un retrato del viejo duque. De aquel duque tan escrupuloso y severo, que suprimió las elegantes y pesadas moñas de las corridas de Beneficencia porque descomponían las cabezas de los toros, y hasta contribuyó a trasladar los músicos de la meseta del toril para que la música no excitase a las fieras en su encierro. Tendría que oír al duque aquel al ver las puyas de hierro limado y con tope substituirlas por estas de acero vaciado y sin tope.

Casi nos avergonzamos de plantear en presencia de aquel retrato problemas sobre los que no admitiría aquel hombre discusión.

Nos despedimos.

Queda sintetizada la conversación con el ilustre prócer, que nos deleitó con su charla documentada en materia taurina. No es el duque de Veragua un duque que tiene la pose de ser ganadero; es un ganadero que ha coincidido con un duque.

Cuando nos retirábamos del austero entresuelo de la calle de San Mateo, aún quedamos un rato charlando, a modo de posdata, en el recibimiento de la casa ducal. Este recibimiento es un pequeño museo taurino. Retratos de Chiclanero, Montes y Yust; apuntes de Goya; una cabeza de un toro de ocho años, matado por el Tato; un cuadro copia de La Muñoza, en el que se ve al duque de Veragua, padre del actual, apartando una corrida acompañado del Regateo; un bastoncito de Paquiro; el palo de la muleta del Chiclanero, palo que tiene pocas dimensiones más que un lápiz comercial, y otras curiosidades menos curiosas que no recordamos.

-Adiós, duque; quedamos...

-Quedamos en que no creo que al público le interese el toro mientras tolere el capoteo excesivo y la puya actual.

Notas de un revistero
19 de febrero de 1917
LAS TAURINAS DE ABC
EDICIONES LUCA DE TENA