jueves, 18 de julio de 2024

La estrategia húngara o cómo la batalla afila la espada (Se publica en España el libro de Balázs Orbán)


Achmed Sukarno


Javier Bilbao


Se cuenta que Sukarno, presidente de Indonesia en una época y lugar de particular tensión dentro de la Guerra Fría, era un objetivo de considerable interés tanto para la CIA como para la KGB. Ambas agencias anhelaban someterlo de una u otra forma a sus directrices, así que los últimos, conocedores de la fama de mujeriego que arrastraba, tuvieron la feliz idea —para él, al menos— de infiltrar a una espía como azafata para acostarse con él y grabar el encuentro. Una vez consumado el acto, se reunieron con Sukarno para mostrarle las imágenes que pretendían hacer públicas si no accedía a su chantaje, pero él, lejos de sentirse avergonzado, les pidió una copia para su disfrute personal. No habían tenido en cuenta que practicaba la poligamia (era musulmán) y que en su entorno social tales revelaciones no habrían erosionado en absoluto su prestigio, pues muy al contrario él solía jactarse abiertamente de sus conquistas. Misión fallida.


Esta anécdota resulta ilustrativa acerca de los malentendidos culturales y de la dificultad de exportar de un país a otro una ideología o sistema de valores y es, también, la que usa Balázs Orbán como ejemplo que explica el núcleo de su obra La estrategia húngara, recién traducida al español. Se trata nada menos que del director político del primer ministro Viktor Orbán y viceministro de Estado, alguien plenamente cualificado por tanto para describir las guías fundamentales y objetivos a largo plazo del Gobierno de un país que ha conocido durante demasiados años la subordinación a potencias e imperios, la imposición de doctrinas ajenas a su propia tradición cultural y que, por todo ello, es ahora particularmente celoso de su independencia y soberanía.


La receta que nos muestra, por paradójico que resulte, es que no la hay. No existe un conjunto de reglas común para todos los países para alcanzar el buen gobierno, de tal manera que cada uno lo mejor que puede hacer es indagar en su propia historia y adaptar lo que venga de fuera a su propia idiosincrasia; como expresó un académico de aquellos lares, «emplea cada piedra útil del viejo edificio cuando vayas a construir el nuevo».  Así que eso es lo que hace Balázs, recorrer los mil años de historia de un país fundado por Esteban I que precisamente dejó escrito: «¿Qué griegos gobernaron romanos por métodos griegos? ¿Qué romanos gobernaron griegos por métodos latinos? Ninguno. Por tanto, sigue mis hábitos y podrás ser el primero entre tus pares, y así ganar el aplauso entre los extranjeros».


Un sucesor suyo, Andrés II, sancionó en 1222 la Bula de Oro, un texto constitucional que limitaba el poder real, otorgando ciertos derechos a la nobleza y asentando la idea de que un Estado fuerte no tiene por qué ser autoritario. Ese bagaje legal iría tomando forma en lo que se conoce como Szent Korona-tan o Precepto de la Santa Corona (también llamada Corona de San Esteban, en honor al citado fundador), cuyo principio esencial es que el poder no está encarnado en el rey, sino en la corona. Lo que establece una sutil pero importante diferencia, nos explica Orbán: «el rey meramente ejerce ese poder y no lo hace solo, en su lugar él rige de acuerdo con la nación, como una parte equiparable. De hecho, ningún rey tenía la autoridad para alterar las leyes de la Santa Corona ni para quebrarlas. Ese fue el imperio de la ley en la Hungría medieval». 


Como puente entre la Edad Media y el Renacimiento llegaría después el rey Matías Corvino, una figura fundamental en la sedimentación de la conciencia colectiva húngara: si Esteban I fue su Isabel la Católica, él sería su Felipe II. Modernizó el Estado, patrocinó las artes convirtiendo su corte en un centro renacentista fuera de Italia y, sobre todo, convirtió a Hungría en el mayor poder centroeuropeo con sus conquistas militares, en cuyo despliegue, dice el autor, «quedó atrapado en uno de los motivos recurrentes de la historia húngara: temió al Este pero terminó combatiendo al Oeste». Tras él, en 1526, llegaría la debacle con una derrota ante los turcos, que terminarían ocupando Buda (la ciudad que luego unificándose a otras dos mutó en la actual capital, Budapest) y se convirtieron en la primera potencia extranjera en ocupar la cuenca cárpata… Algo que se volvería fastidiosamente recurrente. El siglo XX resultó particularmente calamitoso para el país, con una efímera República Soviética Húngara en 1919 que apenas duró cuatro meses, posteriormente cayó en la órbita del Tercer Reich y, saliendo del fuego para caer en las brasas, este fue sucedido por la ocupación soviética.


Bajo ella tuvo lugar un episodio de insubordinación nacional de considerable impacto mundial para un país de apenas diez millones de habitantes, la Revolución de 1956, sobre cuyos antecedentes y contexto servidor escribió hace unos años este texto que modestamente les recomiendo. Como un volcán con las laderas cubiertas de nieve, el anhelo húngaro de soberanía siempre está presto a hacerse notar aún en las circunstancias más adversas. Ahí tenemos todo un ejemplo a seguir. Aunque no llegaron a liberarse del yugo soviético sí se pudo dar paso a un socialismo a la húngara conocido como kádárismo por János Kádár, cuyo régimen fue más flexible a las demandas populares. Incluso se permitieron viajes a países occidentales, detalle este que décadas después se volvería trascendental en los días que precedieron a la caída del Muro de Berlín. Hungría terminó saliéndose con la suya al darle la puntilla a la URSS.


No obstante, los años 90 trajeron consigo lo que Orbán denomina «transitólogos» (la española devoción a la Transición puede encontrar aquí cierto paralelismo), teóricos liberales que padecían en común con el marxismo su querencia por aplicar una receta sin importar el bagaje cultural e historia del país receptor, ambos inmersos en la creencia de un Progreso ineluctable que culminará en un régimen que supondrá el fin de la historia. Los países del Este debían imitar en todos los aspectos a los occidentales y no había nada más que hablar, la hoja de ruta estaba marcada. Pero el siglo XXI comenzó con unos atentados, nos dice nuestro autor, que mostraron cómo no todo el planeta anhelaba los valores liberales hegemónicos; fueron seguidos de una crisis económica que cuestionó los fundamentos mismos del sistema y, como remate, en 2016, con el Brexit y Trump, la población del epicentro de eso que se denomina Occidente se rebeló queriendo desandar lo que consideraban un camino equivocado.


En este contexto de un mundo que evoluciona del liberalismo al posliberalismo, del unipolarismo al multipolarismo, de la globalización/globalismo a la soberanía recuperada de los Estados nación llega al poder Victor Orbán, en 2010, hasta hoy, decidido a no sustituir la órbita de un imperio por la de otro, sino a oscilar e intermediar entre los poderes mundiales priorizando sus intereses nacionales. Y con él los países del Este, particularmente Hungría, han pasado de seguir la moda a protagonizarla, de ser sujetos sufrientes de la historia a tomar las riendas, pues concluye Balázs Orbán, retomando aquella enseñanza de Esteban I, «el completo trasplante que no se esfuerza en adaptar el nuevo sistema a las peculiaridades del país está condenado a fracasar».


Lo cual significa en el caso húngaro constatar las raíces cristianas como fundamento del país, así como las instituciones legales y administrativas que lo caracterizan desde hace un milenio y preservan la libertad a sus ciudadanos, reivindicar las fronteras, el nacionalismo y el Estado-nación que este conforma como «la formulación política más exitosa de la historia de la humanidad» y, finalmente, reconocer a la familia, según el prefacio de una ley que cita aprobada en su país, como «la unidad básica de la sociedad, garantía de la supervivencia de la nación, medio natural de desarrollo de la personalidad humana que debe ser respetada por el Estado. El terreno sólido para el establecimiento de la familia es el matrimonio (…) no hay desarrollo sostenible ni crecimiento económico sin el nacimiento de niños y la extensión de las familias». Esa es, a grandes rasgos, la estrategia húngara. No parece que les esté yendo mal.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera