Javier Bilbao
Es sabido por toda persona prudente que no conviene meter todos los huevos en el mismo cesto: en el ámbito de las apuestas se conoce como hedging a jugarse el dinero por ambos rivales en un mismo evento, aunque si hay un terreno donde aquella enseñanza tiene una especial validez es en la política internacional. En concreto, resulta particularmente interesante por la influencia que ha tenido en nuestra propia historia la compleja relación con todos sus altibajos, acercamientos y suspicacias entre los sucesivos gobiernos estadounidenses y el régimen franquista.
Una vez concluida la Guerra Civil e iniciada la Segunda Guerra Mundial, de la que aquella sirvió de prólogo, Franco era consciente de que su propia supervivencia dependía de mantenerse en el poder —«Yo no haré la tontería de Primo de Rivera. Yo no dimito; de aquí al cementerio»— y esto sería más factible en un orden internacional en el que vencieran las potencias del Eje, que inicialmente llevaban la ventaja militar. Su triunfo le parecía ineluctable, como proclamó en diciembre de 1942: «Estamos asistiendo al final de una era y al comienzo de otra. Sucumbe el mundo liberal, víctima del cáncer de sus propios errores, y con él se derrumba el imperialismo comercial, los capitalismos financieros y sus millones de parados». Sin embargo, ya ese mismo año en Londres y Washington tenían la confianza de que España no se implicaría directamente en la guerra, entre otros motivos por la pérdida de poder dentro del régimen de la Falange (germanófila) y por el soborno a generales en posiciones influyentes, gracias a la mediación de Juan March —que ya había financiado la insurrección en 1936—, a quienes se prometió en total diez millones de dólares situados en un banco de Nueva York. Por hacernos una idea, su sueldo mensual era equivalente a 238 dólares, al menos se vendieron caro…
Para 1943 el curso de la guerra comenzaba a virar, con batallas decisivas como la de Stalingrado, así que el Caudillo reforzó su posición neutral proponiendo un acuerdo de paz y cubriendo su apuesta, tal como Stanley Payne explica en El régimen de Franco: «A partir de entonces, Franco expondría su teoría de las ‘tres guerras’ y de la actitud diferenciada de España hacia cada una: neutral en el conflicto entre los Aliados y Alemania, a favor de Alemania en su lucha contra la Unión Soviética, y a favor de los aliados en la guerra en el extremo Oriente contra Japón». Una posición que fue reforzando en los meses siguientes, de manera que en mayo de 1944 firmó un acuerdo con los Aliados sobre, entre otros asuntos, suministros de materias primas, y para diciembre en una entrevista con un medio estadounidense Franco aclaró que «no tenía nada que ver con el fascismo (…) porque no podía España ligarse ideológicamente con quienes no tuvieran la catolicidad como principio».
Señala Payne la paradoja de que, a estas alturas, desde la perspectiva de la propia continuidad del régimen a la que antes aludíamos, «a pesar de las inciertas perspectivas de Franco después de la victoria aliada, lo que resulta más irónico es la posibilidad de que su futuro hubiera sido más dudoso si Hitler hubiera ganado. Los constantes virajes, aplazamientos y disimulos del Generalísimo habían acabado por irritar a Hitler de tal manera que, según Albert Speer, juró que se vengaría de Franco empleando a sus enemigos internos para derrocarle». Finalmente, había logrado mantener a España fuera de una guerra en la que las muertes en cada país contendiente se contaban por cientos de miles o millones, pero quedaba ahora ante sí la dificultad de superar el aislamiento en un nuevo orden mundial que no lo veía con simpatía. Ahí interviene Estados Unidos.
Tan pronto como en diciembre de 1944, un informe del Departamento de Guerra, que recoge Joan E. Garcés en una obra imprescindible como Soberanos e intervenidos, se muestra notablemente profético: «el curso más probable de la política española en el futuro inmediato será la continuidad del régimen de Franco, que gradualmente va a despojarse de los atavíos fascistas, restaurar las formas políticas españolas tradicionales (con un acento propagandístico en torno de una ‘democracia a la española’ [‘Democracia Orgánica’ terminó llamándose]), y extender de mala gana la mano a los exiliados políticos (…) Si Franco cree que las Naciones Unidas van a insistir en su retirada del cargo, sacará su as en la manga, restaurar la monarquía. Suceda lo que suceda, España no va a tener asignado un papel relevante en el mundo de la posguerra. Ninguna de las grandes potencias ha mostrado disposición alguna de considerarla mucho más que un emplazamiento geográfico». Y eso es exactamente lo que ocurrió, que EE.UU. consideró a nuestro país de valor estratégico para sus bases militares en el nuevo contexto de la Guerra Fría, que Franco abrazó con entusiasmo pues situaba como enemigo al comunismo.
En 1947 Estados Unidos votó en contra en la Asamblea de las Naciones Unidas de tomar algún tipo de represalias contra el régimen franquista y en 1949 un grupo de senadores y congresistas lo consideró «el gobierno más violentamente anticomunista del mundo», razón por la que consintieron darle un crédito para facilitar su desarrollo económico. Para 1951 se produjo un intercambio oficial de embajadores y dos años después tienen lugar los Pactos de Madrid, por los que se acordó instalar cinco bases militares norteamericanas en territorio español. Nunca ha dejado de causarme asombro que una película tan transgresora como Bienvenido, Mister Marshall, un retrato prodigioso en cuatro pinceladas de toda una época y un lugar, fuera estrenada precisamente ese año. ¿Cómo fue posible semejante obra maestra en tal contexto? Tal vez superó la censura como una forma de demostrar que España estaba alineada con los valores democrático-liberales o quizás, simplemente, su apariencia tan humilde y dicharachera la hiciera parecer inofensiva…
No obstante, la apuesta de Estados Unidos por el régimen franquista tenía su hedging. En un informe del Consejo de Seguridad Nacionalen 1952 se recomendaba «trabajar con y a través de los grupos dominantes actuales y, al tiempo que respaldamos su permanencia en el poder, usar nuestra influencia para inducirles a acomodarse tanto como sea necesario a las nuevas fuerzas que vayan emergiendo. A medida que surjan nuevos grupos de liderazgo, nosotros debemos también obrar para asociar sus intereses a los nuestros y, en el caso de que, y en el momento en que alcancen el poder, cooperar con ellos».
El temor se daba a un cambio revolucionario que volviera hostil a un país a los intereses norteamericanos, incrementado a partir del triunfo de Fidel Castro en 1959, año en que otro informe aconsejaba que «sería sensato y prudente para EE.UU. empezar a cultivar y mostrarse simpático con uno o más grupos de la oposición española que puede tomar el control de España después de Franco, con la perspectiva de tratar de proteger y mantener para entonces los intereses de EE.UU en España (en especial las bases aéreas)». También otro informe de esos días especificaba que «Franco tiene 67 años. Para cuando deje de mandar deben sucederle de inmediato líderes fuertemente orientados hacia el Oeste (…) Antes de que Franco deje de mandar deben hacerse preparativos para asegurar que España continúa bajo un gobierno fuertemente prooccidental». Es curioso que aquél fuera, además, el año de la visita de Eisenhower a España, de manera que mientras estrechaban su mano ya empezaban a hacer guiños a sus opositores… Así son las maneras de la diplomacia, como dijo Lord Palmerston en política exterior «no hay aliados eternos ni enemigos perpetuos, solo intereses eternos y perpetuos».
Por todo ello, en Washington fue afianzándose la idea ya sopesada desde los años 40 de una transición ordenada hacia un sistema democrático y monárquico —ya desde 1945 promovieron un acuerdo entre Franco y Don Juan de Borbón—, en el que hubiera una dualidad política/ideológica que se alternase en el poder dejando fuera al comunismo y permaneciendo siempre leal al bloque occidental. En ese camino suponía un obstáculo la figura de Carrero Blanco, quien no sólo amenazaba con prolongar el régimen, sino que alentaba iniciativas como el Proyecto Islero, por el cual España lograría armamento nuclear (la idea era hacer pruebas en el Sáhara Occidental con el plutonio de la central de Vandellós I). Bombas atómicas significa, en el mundo moderno, soberanía.
Quiso la casualidad que sufriera un atentado y los planes de Washington pudieron hacerse realidad poco tiempo después, con una Constitución, dice Garcés, donde «las cesiones de soberanía posibles son prácticamente ilimitadas, superiores a las impuestas a Alemania e Italia después de su derrota en 1945. Y expeditas: basta una simple Ley orgánica para transferir a organizaciones o instituciones internacionales competencias inherentes al Estado, sin ninguna limitación». Hay que sumarle la fragmentación de la soberanía nacional en 17 pequeñas taifas en un proceso de disgregación aparentemente interminable y la llegada de un carismático político socialista cooptado que haría efectivo el ingreso de España en la OTAN —sorteando el inicial rechazo mayoritario de la opinión pública—, así como en lo que por entonces era la Comunidad Económica Europea. De forma que todo terminó saliendo a pedir de Milhouse, como dirían en Los Simpson.
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