sábado, 2 de septiembre de 2023

El giro hacia la Revolución Legal

 


Julien Freund 

Jerónimo Molina


La imaginación del desastre y, como señala Carlo Gambescia, «l’immaginazione dell’evento propizio» son las dos caras de la misma medalla política. La cifra última de toda política realista –o pragmática, aunque esto tampoco sea decir mucho– es prever lo peor, para anticiparse a sus efectos y alejar el peligro, pero también «compensar la amargura de la contemplación de lo peor con la promesa de algo mejor». Ello constituye una de las lecciones del extraordinario volumen La esencia de lo político (1965), de Julien Freund, la última de las grandes ontologías de lo político y un tratado completo de metapolítica. Meditar su lectura es una baza para no vivir –como tantos, por desgracia– políticamente idiota.

En las páginas de ese libro se lee que «actuar en política es actuar en función de lo peor posible», aunque la «conversión del espíritu político a la conciencia de lo peor» esté al alcance de muy pocos. En eso consiste la tragedia de la inteligencia política. La lucidez, si llega, es un don del fracaso o de los muchos años. En el último pasaje de El arte de la guerra (ca. 1520) se lamenta Maquiavelo de su Destino, pues este «debería haberle negado el conocimiento [de las máximas políticas] o bien haberle dado los medios de ejecutarlas [antes de llegar a la vejez]». Tarde se alcanza la sabiduría política, cuando lo aprendido ya no puede aprovechar al bien común. Las «conversiones al realismo político» en la juventud son raras, aunque los grandes ingenios políticos están ya «hechos» en la treinta de su biografía.

La dimensión trágica y triste de la conciencia política tiene también mucho que ver con la evaluación de la relación de fuerzas (con respecto al enemigo) y, particularmente, con la ponderación de los riesgos y amenazas que el enemigo supone, tanto a corto y como a largo plazo. Pues, como apuntaré después, aquellos, los peligros cercanos, al cabo de la calle, resultan asequibles a cualquier ingenio, incluso al periodístico, pero estos otros, los peligros abstractos, sin un perfil claro cuando apenas apuntan en el horizonte, escapan a la inteligencia común. La cosa merece alguna reflexión, aplicada primero a la política exterior, después a la interior, objeto inmediato de estos fragmentos.

La guerra de Ucrania pudiera ser un hito de la lucha del mar contra la tierra, tal vez un choque de Oriente y Occidente, incluso la última boqueada del «imperialismo exsoviético». ¿Quién podría afirmarlo categóricamente? Cualquiera de esas interpretaciones o «visiones» me parecen aproximaciones tan útiles como imprecisas. Lo que sí creo más seguro es que, al menos en sus consecuencias atroces, en esa guerra se entrevera una revancha de lo político contra los bellos espíritus, contra el internacionalismo democrático, contra un humanitarismo y un pacifismo cuya agresividad se disimula. La ética de la convicción (Max Weber), despreciando los condicionamientos de toda acción política –particularmente la geografía y la demografía políticas–, y abrazada a un insensato y exclusivo realismo ad quem, confiada en la hipótesis de una pulsión democrática (y suicida) de Europa («Mourir pour Kiev?»), no ha tenido en cuenta, como recuerda Freund, que «si la victoria se presenta como un objetivo más costoso y más desastroso para la nación que un arreglo hecho de concesiones recíprocas, hay que negociar, a condición, evidentemente, de que el enemigo esté dispuesto…». Requisito que en este caso particular se cumplía probablemente. Es una tragedia para Europa y para Rusia, pero sobre todo para Ucrania, la falta de prudencia del presidente Volodimir Zelenski en la ponderación de los riesgos de su política, los cercanos y los remotos. El presidente ucraniano, pensando a corto plazo, se ha hecho responsable de las consecuencias de una guerra por la occidentalización de su país. Pero un hombre de Estado lungimirante, como dicen los italianos, debía haber contemplado el peor de los escenarios: el teatro de una guerra en el frontis sudoccidental del gran espacio ruso, una contienda insoportable para un país dependiente de la ayuda militar exterior.

Aceptemos que tenga razón y sea justa, desde el punto de vista del nacionalismo, la vindicación o la afirmación de la soberanía de Ucrania contra la amenaza del Behemoth ruso. Sin embargo, este juicio, el de la iusta causa belli, perturba extraordinariamente la aplicación de la inteligencia, pues los problemas políticos desbordan toda categoría jurídica y a fortiori toda categoría lógica: la política, referida siempre a un enemigo real o potencial, exterior o interior, consiste en la apreciación realista de la potencia política. De la propia y de la del enemigo designado. Y, después de eso, actuar en consecuencia.

Valdría también, para ejemplificar el aspecto criminal de la ingenuidad de toda una clase dirigente, la nefasta política de España con respecto a la amenaza de Marruecos, creciente en todos los frentes desde el casus belli del 11M. La cuestión de fondo es clara: una potencia demediada no puede designar a sus enemigos (Marruecos en el caso), sino que estos les son dados por sus «aliados» –Estados Unidos por lo que respecta a nuestros intereses nacionales–. En este sentido, el «enemigo» nacional dado sería Rusia. Como en 1941. Una resolución forzada y contraria a los intereses de España, que, por otro lado, nada tiene de estupefaciente, pues esto sucede cuando una nación deja de ser sujeto de la política internacional y se convierte en su objeto, aunque en estoy haya también sus grados. En el infausto atentado de 2004, en el que colusionan dos enemigos, el interior y el exterior, la dirigencia española en bloque opta por la secuencia sentimental del corto plazo –el dolor de las víctimas y sus familias y los homenajes póstumos–, dando la espalda a las consecuencias a largo plazo, la secuencia política y militar. No solo para que el pueblo siga viviendo narcotizado, sino mayormente porque España no puede designar a su enemigo ni, con mayor razón, romper las hostilidades contra él. Fin de la digresión pedagógica sobre política exterior.

El político mediocre, irresponsable, cobarde o, simplemente, lelo –¿cómo referirse a ciertos impostores de la acción política?–, se limita contumazmente al corto plazo; el hombre de Estado mira, en cambio, incluso en contra de sus propios intereses, al largo plazo. Aquél es un espíritu acomodaticio, este, en cambio, cultiva la virtud de la longanimidad, pues padecer va en su temperamento. El cortoplacismo, característico del parlamentarismo demoliberal, mayormente en su fase decadente o pluralista («pluralismo enfermo» en la terminología del ordoliberal Wilhelm Röpke, no de un fascista cualquiera ni de un doctrinario del antiparlamentarismo de los años 20), es seguidista de la opinión, aunque esta marche, extraviada, hacia su perdición. El político que las ve venir de lejos se hace pedagogo de la opinión, despreocupado de todo lo accesorio y orgullosamente consciente de que el fracaso es la lección política definitiva y postrera. También para él. Todas las gobernaciones terminan mal, incluso aquellas que, en manos de un “genio de la decadencia”, según Freund, enderezan a los pueblos y les dan una prórroga en la desbandada general. Con ellos se ceba, aunque suene a paradoja, la damnatio memoriae. Es el caso, en el siglo pasado, de Winston Churchill, Charles De Gaulle y unos cuantos más, según para quién, de menos feliz recordación.

Las elecciones del 23 de julio ponen de manifiesto, en la política interior de España, la dificultad del discernimiento político entre los males a corto y a largo plazo. La tesitura del jefe del Estado, cuyo juramento (artículo 61.1 CE78), sin grandeza, no ha diferido del de un modesto funcionario de Correos, pero es, al cabo, juramento de «guardar y hacer guardar la constitución», viene condicionada por una «decisión» cuya trascendencia es imposible ignorar.

Corresponde al rey «proponer el candidato a Presidente del Gobierno» (62.d CE78), acto refrendado por el presidente del Congreso de los diputados. Su resolución no debe ser ajena a las funciones de arbitraje y moderación (artículo 56.1 CE78), aplicadas las mismas sobre el «funcionamiento regular» de las instituciones. Lo cual supone, de hecho, la reserva a favor de la Corona de una libertad de acción no prevista constitucionalmente, ni necesitada de refrendo cuando el funcionamiento es «irregular». Esa «reserva» (un «león dormido», imagen del constitucionalismo inglés que solía utilizar Rodrigo Fernández-Carvajal) se ha manifestado ya, al menos coram populo, en dos ocasiones, en 1981 y en 2017.

En condiciones normales o de «regularidad constitucional», la propuesta del candidato a la investidura no presenta grandes problemas, pues a nadie inquieta que el partido más votado tenga la oportunidad de sostener a su candidato. Nunca hasta ahora había sido discutida o problematizada esa resolución «ritual» del jefe del Estado, seña de identidad de nuestra «monarquía parlamentaria», pues viene predeterminada por la correlación de fuerzas de la partidocracia surgida de unas elecciones generales.

No obstante, la famosa declinación de Mariano Rajoy a la invitación cursada por el rey en 2016, permitía entrever la mutación de la partidocracia y su repercusión sobre el modelo relativamente estable de nuestro parlamentarismo bipartidista o, más exactamente, de bipartido único. La distribución de escaños después del 23J es distinta con respecto a las tres últimas convocatorias electorales. Ha cambiado el «tercer partido», pero no por ello se alteran los datos esenciales del problema: un partido que gana claramente las elecciones pero que a priori no cuenta con apoyos suficientes para la investidura y otro partido que las pierde, también con claridad, pero que para ser investido contaría a priori con los votos de todos los partidos que, dentro del Congreso, se declaran enemigos de España y de su unidad.

La disyuntiva de la jefatura del Estado, ya resuelta provisionalmente y acaso en falso, ha sido de una simplicidad demoníaca: largo plazo frente a corto plazo. O bien se propone como candidato a la investidura al líder del partido sin apoyos suficientes en la cámara, o bien se invita a protagonizar la sesión de investidura al líder del partido que, gracias al voto del enemigo interior, puede alcanzar la mayoría de la cámara. Optar por esto último, por el corto plazo, habría sido la decisión fácil y, desde un punto de vista formal-constitucional, la «más respetable» para el consenso partidocrático. Al menos en la medida en que rebaja la tensión poselectoral y yugula la protesta, dialécticamente feroz, de los sectores singularmente parasitarios de la partidocracia –derechas e izquierdas separatistas catalana y vasca, marxistas-leninistas usufructuarios de terrorismo de ETA y terroristas tout court, partidos oportunistas de otras regiones españolas–. La decisión a largo plazo ha sido lo más difícil y «disruptivo», pues el riesgo contemplado es lejano y abstracto (la revolución legal). Pero nadie entiende hoy de revoluciones legales, aunque son muchos los aprendices de esta forma, a primera vista no violenta, del golpe de Estado. En cualquier caso, que el encargo de formar gobierno y ganar la votación de investidura haya recaído sobre el líder del Partido Popular ha sido como una prórroga o una tregua, políticamente irrelevante, por desgracia, en esta «situación política».

(...)


Agotada o deteriorada la autoridad de las instituciones (del rey abajo), minada la legitimidad de la constitución (otorgada por un poder constituyente constituido proscrito por las leyes de memoria y que proviene –¿de dónde si no?– de la última de las Leyes Fundamentales en sentido estricto, la Ley para la Reforma Política) y aniquilado el control de la constitucionalidad de las leyes (por un Tribunal Constitucional dependiente del poder ejecutivo), «una nueva configuración [constitucional] se [percibiría] como necesaria». La «manía constitutoria» (Gonzalo Fernández de la Mora) produce ese tipo de alucinaciones en el manso pueblo español, convencido por las elites de que sus males se arreglan con una constitución. Estarían entonces de acuerdo con la reforma integral de la constitución hasta «los más humildes intereses [actuales] a favor del status quo» (Carl Schmitt). También ellas, las exangües «fuerzas conservadoras», se despeñarían con entusiasmo en el salto mortal de un proceso constituyente. Y nada hace pensar que España tenga ese día la fortuna de Chile.

 

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