domingo, 10 de septiembre de 2023

El Marx que permanecerá

 


Nuestro iluminado y mesiánico Pedro Sánchez se nos revela por completo como nuestro Luis Bonaparte

 

Martín-Miguel Rubio Esteban

 

Hace poco tiempo que la Editorial Akal ha sacado una nueva versión, con introducción y notas, de El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte, de Carlos Marx. En esta ocasión el trabajo es de la profesora de filosofía Clara Ramas San Miguel, que ha sido también diputada en la Asamblea de la Comunidad de Madrid, por Más Madrid. Aunque la práctica del marxismo a nivel político y económico ha sido un desastre sin paliativos, una verdadera plaga que ha castigado a la humanidad inmisericorde, el Marx literato, intérprete de la Historia, y hasta hermeneuta de la libertad en Epicuro –el origen de la misma es la deviación del átomo de la línea recta, quebrando así los fati foedera o pactos del destino y generándose con esa repulsión de la línea recta la autoconciencia del ente, probablemente permanezca siglos, a pesar, repetimos, de que casi todos sus discípulos que han tomado el poder político no han creado ningún bienestar al género humano, ni le han dotado de mayor libertad. Ahora bien, Marx fue un hijo de la Altertumswissenschaft, fruto del mejor background cultural alemán, y no se le puede entender sin conectarlo con la Cultura Clásica y una pasión por las obras de Plutarco y Tito Livio. La publicación de esta joven y ya sabia profesora me hizo sacar del rincón de los plúteos más olvidados y polvorientos de mi librería las obras de Marx y Engels, editadas en 1955 por la Editorial Progreso, de Moscú, y preparadas por el Instituto de Marxismo-Leninismo adjunto al comité central del PCUS. Hace más de treinta años que no las había vuelto a ver, y eso ya por sí solo es un triunfo, sin duda, de la Profesora Ramas. La verdad es que “El dieciocho de brumario de Luis Bonaparte” es una obra deliciosa, tanto como objeto puramente cultural, como por su gracejo literario y penetración psicológica de los personajes históricos de que trata. Las referencias de Marx en la obra a la mitología clásica, el Antiguo Testamento y la gran literatura universal son constantes y siempre pertinentes. Toda ella está plagada de figuras literarias, desde la alegoría a magníficas metáforas y oxímora muy bien construidos. Como historiador de una época “contemporanísima” Marx estudia incluso los leading articles (editoriales) de la Prensa del momento. Esta obra enseña que a menudo las grandes revoluciones se ponen el disfraz de la Antigüedad venerable y usan un lenguaje prestado, acuñado de forma gloriosa, para representar en la sociedad los cambios y transformaciones de que son portadoras. Es así que a ojos de Marx personajes como Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, y hasta el mismo Napoleón, cumplieron su misión –librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna– bajo el ropaje de la República Romana y con frases romanas. Los espectros del tiempo de los romanos republicanos velaron sin duda la cuna de la Revolución Francesa. Sin embargo, cuando la mediocridad de los que protagonizan la Historia –véanse nuestros políticos– es desmesurada, entonces los viejos ropajes de los abuelos gloriosos esconden una vanidad grotesca cuyo resultado es la farsa, y no la vieja tragedia. Cuando Marx habla de tragedia se refiere al concepto griego de tragedia, y no a ese nombre común en nuestro lenguaje corriente.

Aquí, Luis Bonaparte, gracias a la hez de la sociedad burguesa, ese lumpremproletariado que forma la sagrada falange del orden, se instala en las Tullerías como “salvador de la sociedad” y “restaurador del imperio”. Antes, la elección de Luis Bonaparte como presidente de la República de 1848, que había proclamado inmediatamente el sufragio universal y directo para remplazar el censo restringido de la monarquía de Luis Felipe, el 10 de diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y a la Constituyente. En el artículo 44 de aquella Constitución se decía: “El presidente de la República Francesa no deberá haber perdido nunca la ciudadanía francesa”. Y el primer presidente de aquella República Francesa, República Parlamentaria, como la llamará Thiers, Luis Napoleón Bonaparte, no sólo había perdido la ciudadanía francesa, no sólo había sido agente especial de la policía inglesa, sino que era incluso un suizo naturalizado. El triunfo de su presidencia fue una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción del campo y del espíritu campesinista encontró gran eco en el ejército, y entre los proletarios y los pequeños burgueses, que lo saludaron como un azote para Cavaignac. Ya desde el principio la presidencia de la República se enfrentó contra la Asamblea Nacional, como fue la expedición militar enviada a Roma, que se efectuó sin consentimiento ni conocimiento de aquélla, entrando en una conspiración secreta con las potencias absolutistas extranjeras contra la república revolucionaria romana. Bonaparte apelaba al pueblo cuando la Asamblea Nacional le pedía explicaciones. Así, cuando el 8 de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da un voto de censura al Gobierno por la ocupación de Civitavecchia por Oudinot y ordena que se reduzca la expedición romana a su supuesta finalidad, Bonaparte publica en Moniteur, en la tarde del mismo día, una carta a Oudinot en la que le felicita por sus heroicas hazañas, y se presenta ya, por oposición a los escritorcillos parlamentarios, como el generoso protector del ejército. “Después de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel, podía esperar entrar en las Tullerías como rey David”. El atractivo popular de Bonaparte no paraba de estigmatizar el régimen parlamentario. El genio colectivo oficial de Francia fue ultrajado por la estupidez ladina de un solo individuo; la voluntad colectiva de la nación, cuantas veces hablaba en el sufragio universal, buscó su expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los intereses de las masas, hasta que, por último, la encuentra en la voluntad obstinada de un filibustero. Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas políticas, como las que hoy se desarrollan en España, hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son. Mientras Luis Bonaparte parecía identificar a su persona con la causa del orden, identificaba la causa del orden con su persona. Y la verdad es que, gracias a las enseñanzas de esta magnífica obra de Marx, nuestro iluminado y mesiánico Pedro Sánchez se nos revela por completo como nuestro Luis Bonaparte. Muchas gracias, profesora Ramas.

[El Imparcial]