domingo, 15 de enero de 2023

Remembranzas trevijanistas XXXVIII


 

Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica

Cuando se decide reconstruir el santuario de Atenea Erea, con ochenta talentos del botín de la guerra, se encomienda por una naciente Ekklêsía a los pintores Polignoto y Onasías la realización de pinturas que decorasen la estatua de la diosa. Polignoto pintó a Odiseo matando a los pretendientes con su arco, y Onasías la primera expedición de Adrasto y de los argivos contra Tebas, así como a Euriganea con la mirada puesta en la batalla de sus hijos. Está claro que los temas los impuso el vencedor pueblo de Atenas a los pérfidos tebanos y plateenses: quería escarmentarles en su alma pública por haber traicionado a la Hélade y haber combatido al lado de los persas. El resultado pictórico fue tan soberbio que Polignoto y Onasías se convirtieron en verdaderos héroes populares: habían pintado con inspiración popular, casi como los pintores rusos de los primeros años del realismo socialista, estragado en seguida por el administrativismo del Estado socialista y una chata doctrina. En el artista clásico, como artista popular que es, se encuentra siempre un sistema de copresencias o relaciones constelacionales. Y el pueblo griego, singularmente el ateniense, sabía –incluso mejor que nuestro perspicaz Felipe II– leer esas pinturas llenas de enigmas. Otro gran héroe popular de la pintura, Micón, que sin duda sus temas se fundaban en los temas míticos elaborados por las tragedias de Ésquilo y Sófocles, decoró el Teseión con sus grandiosas pinturas, en las que representaba el triunfo de la razón y la libertad sobre el capricho teratológico de la tiranía (el Minotauro, las Amazonas). Sin duda plasmaba la esperanza misma de la humanidad en un futuro mejor, la fe en los altos ideales de la primera Democracia y, sobre todo, la disposición para actuar, luchar, construir y defender. La verdadera felicidad de todo artista verdadero consiste en ser comprendido por los hombres, en ser oído y visto por ellos, en serles útil con su obra. Pausanias también nos informa que Micón pintó el viaje de Jasón a la Cólquide, y los argonautas representados por Micón debían verse algo así como Albert Schweitzer o David Livingstone en el África profunda. Cuando el arte no es popular hace tal barrida de las tradiciones que se despeña por un nihilismo de abstracción deletérea. Con todo, el inmenso y zafio error que supuso el realismo socialista impuesto por la estética stalinista –mucho peor que la leninista– fue una reacción “sana” contra el “calvinismo” figurativo y la superstición letrerista. Obras de literatura, como “El Don Apacible”, de Mijail Sholojov, de altos vuelos épicos, sin duda la mayor epopeya del siglo XX, o “150 millones”, de Vladímir Mayakoski, o “Cemento”, de Fiódor Gladkov, o “La central hidroeléctrica”, de Marietta Shaguinián, o “Virineya”, de Lidia Seifúlina, o “Aristócratas”, de Nikolai Pogodin, o “Así se templó el acero”, de Nikolai Ostrovski, o “¡Tiempo, adelante”, de Valentín Katáev, o “Día Segundo”, de Ilyá Ehrenburg, o “Platón Kréchet”, de Alexander Korneichuk, o, para terminar, “El camino hacia el océano”, de Leónidas Leónov, perdurarán muchos siglos a pesar de que puedan cojear un poco del infantilismo del primer realismo socialista, pero fueron también una verdad que contenía una valoración estética y moral de los complejos fenómenos de la realidad humana. Sin duda, el “Acero” seminarista hubiera gozado de la crátera de Nióbidas, en la que Heracles en la víspera de la batalla de Maratón libera del Hades a Teseo para que ayude a los atenienses. En sus escritos sobre Arte, Antonio García Trevijano abominó más de la deshumanización del arte de muchas vanguardias, otrora comunistas –que conocía bien–, que del propio realismo socialista de la primera hornada que no perdió el figurativismo clásico. De hecho, hay postulados de Antonio que tienen que ver mucho con la estética leninista, que no stalinista, pues por esta versión zafia llamó al realismo socialista “movimiento artístico idiota” (Vid. Valores culturales: verdaderos y ficticios, de Grigori Oganov). Las impetuosas figuras de la obra de la escultora Mújina, “El obrero y la koljosiana”, responden a esas anheladas fuentes instintivas de la afirmación de la vida, tan necesarias para la literatura y el arte como el pan y el aire lo son para el hombre. Sin duda responden a la noción artística del artista clásico, hijo de un contexto histórico y comprometido con ese mismo contexto. Lo mismo podríamos decir del “Acorazado Potemkin”, de Serguéi Eisenstéin, que había de hacer estallar la blanca superficie de la pantalla, o el encanto inefable de las vigorosas sinfonías de Dmitri Shostakóvich, montadas sobre sencillos y candorosos temas populares. Vivir para el artista siempre será tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar con él, ocuparse de él.

Ahora bien, el arte no se puede politizar, y no sirve en absoluto, tal como nos decía Nieva, para ponerlo al servicio de una ideología, o de una creencia. Y no porque no lo pretenda y hasta se le conmine a declararse parcial, por intimidación del poder. El gran arte nazi (Arno Breker) y el mejor arte soviético (Mújina) fueron artes de Estado. Pero también lo fue el arte helénico y la tragedia clásica. El Estado Soviético protegió maestros tan originales como el músico Prokofiev. El compromiso con una idea política, religiosa o social no hace al arte mejor ni peor. Ni las intenciones más santas y humanitarias del mundo. La pintura titulada La libertad conduciendo al pueblo, de Delacroix, puede tener el mismo valor que otra pintura suya, de magnífica ejecución, La lucha de Tobías y el ángel. No podemos tachar a Delacroix de hipócrita. Ésta es la indomable realidad del arte. No hay un arte de izquierdas o de derechas; hay evolución o variaciones de todas clases. Cuando se ha intentado usar el arte para la propaganda a menudo se ha ido de las manos. Así, el programa que impuso la Contrarreforma religiosa sirvió a Caravaggio para glorificar la carne, del modo más profano que pudiera concebirse: una Virgen moribunda con el escote semiabierto. No puede controlarse la rebeldía del arte, incluso contra sí mismo. Jean Paul Sartre sostenía que no hay arte decente o indecente, bienpensante o malpensante. Hay arte o no lo hay. Sencillamente. Una imagen de Fra Angélico, como la de la maravillosa Santa Clara, puede tener el mismo valor que las esculturas erótico-religiosas de un templo hindú o las esculturas africanas del Benín, que decoraban el lugar donde se hacían sacrificios humanos. Tampoco la moral del creador pinta nada para la conquista de la belleza: Wágner era un megalómano infernal y Mozart un celestial chisgarabís.

[El Imparcial