ABC Cultural, Número 361
del 29 de Octubre de 1998
[Relato de una reciente visita al hospital de Lima donde,
desde hace tiempo, vive Westphalen recluido]
MANERAS DE HACERSE EL MUERTO
José-Miguel ULLÁN
El júbilo del niño, antes que voz, se encarna en dedo índice, saltarín y certero, que apunta hacia una cama de hospital: “¡Es mi abuelito! ¡Es mi abuelito! ¡Es mi abuelito!” Así accedo al pequeño cuarto, situado al final de un pasillo, donde se halla tendido Emilio Adolfo Westphalen. La cama, atravesada a lo ancho de la pared del fondo, que está ahí mismo, va a marcar el carácter singular del encuentro: que lo es, en realidad, con el perfil, visto por su lado izquierdo, de un poeta vivificante, al que, si alguien le llama poeta a la cara, lo vive como ofensa personal. Y, encima, al intentar incorporarse para saludar al que llega y para despedirse de su hija ("Sí, mi hermana vive en México") y también de su nieto ("Mi abuelito no quiere salir"), Westphalen ha debido de mover la almohada, deslizándose ésta hacia el hueco que queda entre el leve respaldo de la cama articulada y la base del cabecero. De esta forma comienza, y ni siquiera será un decir, nuestro tenso diálogo. Porque Westphalen, con la cabeza rígida y sin apoyo alguno que no exija caída, permanece en silencio, casi sin respirar, completamente sordo a mi nervioso "¿cómo se encuentra?", lo visible en seguida, y aún resuena, de pronto tan grotesco y raro eco a medida que crece la laguna, hasta que una enfermera acude a colocarle bien la almohada.
Un respiro. Aunque después, mientras aguardo una respuesta, sentado ya junto a esa cama de hospital, las cosas no se arreglan. Empeoran, más bien: parece que va a hablar, que está a punto de responderme, cuando en este que no, que, con enorme esfuerzo, rehace el nudo en la nuez, un algo lo atenaza, traga saliva, y ves que las palabras se le han ido muy adentro.
Habrán pasado ya veinte minutos desde que llegué al hospital. Antes de hacerlo, la verdad, todos, en Lima, me recomendaron que desistiera del intento: "No quiere ver a nadie". Todos, menos el pintor Fernando de Szyszlo, al corriente de que Westphalen, desde antaño su amigo y cómplice, tenía la costumbre y la gentileza de enviarme sus libros, de cartearse conmigo en ocasiones, hasta que fue internado: "No, no dejes de hacerle una visita. Se pondrá muy contento, estoy seguro. Eso sí, no te asustes de sus silencios tremendos. Dicen que es porque está muy enfermo. ¡Mentira! Bueno, sí está enfermo, pero lo que quiero decir es que él no habló jamás. Ha sido su manera de permanecer al rnargen, de sentirse libre". Aun advertido, ahora no sé si desaparecer de puntillas o insistir ("¿Tiene dolores?"). Tan necio me parece lo uno como lo otro.
Pese a todo, empiezo a atormentarme. ¿Y si no me oyó? ¿Y si resulta que se encuentra grave? ¿Y si mi presencia le molesta? Y de golpe: "Estoy mal". Lo que estalla como queja instantánea o suspiro norrnal de enfermo se convierte, poco a poco, en respuesta: "Me duele a todas horas la cabeza. Tengo unos dolores de cabeza espantosos". Desconcertado, nada logro añadir, a mi vez, durante largo rato.
El suficiente para ponerme a pensar en los amigos de juventud de Westphalen. En Oquendo de Amat (1905-1936), que falleció en un hospital de Navacerrada. En César Moro (1906-1956), profesor de Mario Vargas Llosa en el colegio militar Leoncio Prado, pero que también enseñaba aquí. Al lado, en la escuela preparatoria de oficiales de Chorrillos, y que acabó sus días en otro hospital, donde, por cierto, trabajaba la madre de Carlos Germán Belli, poeta hospitalizado la semana pasada con el sano propósito de darle larga cuerda al corazón. Y pienso, por supuesto, en Martín Adán (1908-1985), que se encerró, igualmente, en una clínica para pasar allí los últimos años de su vida, aunque a menudo se escapaba a escribir versos carnívoros en las servilletas de los cafés. (En Sandwiches de realidad, Allen Ginsberg incluye un poema de 1960, bastante zarrapastroso, donde Martín Adán aparece sin afeitar y con andares de "serafín que ha perdido sus alas".)
Y llega la ocasión de tener que retirar la mirada de ese perfil cercano, pues siento que lo estoy encerrando en un marco común: el hospital. No sé cómo acabaron, en cambio, Enrique Peña Barrenechea (1905-1987) y Luis Valle Goicochea·(1908-1954), los otros dos amigos, coetáneos de Emilio Adolfo Westphalen. El primero, en Cinema de los sentidos puros (1928), es capaz de este aliento: "Mi madre ha encargado un bosque para mi alegría gorila. Mi madre no miente nunca. Ahora os vay a mostrar el primer paisaje disecado, la gruta de vidrios de la luna donde se están peinando las palomas. Incoloro país de mostacillas. Velero rubio donde va la novia del alfiler al huerto de las morsas. Mi madre se sonríe, y yo estoy en rededor de sus cabellos como los halos de los iconos". El segundo, con Canciones de Rinono y Papagi (1932), se adelanta en un montón de años al coloquialismo elegiaco del mexicano Jaime Sabines.
Empezando por el propio Westphalen, todos estos poetas tuvieron devoción por quien la merecía en mayor grado: José María Eguren. Y algunos de ellos, desde luego Westphalen, supieron ver, a su debido tiempo, que el de César Vallejo era un abismo exclusivamente suyo, intocable. Respeto afectuoso se tuvo con Arguedas. Pero Westphalen sueña, en concreto, con "una poesía por rehacer a cada instante", con poemas asombrosos que consigan que el tiempo quede suspendido o que, al menos, nos den tal sensación: "Esta cualidad que de cuando en cuando tiene el poema podría señalarse como su mejor y mayor cualidad, si no como la exclusiva". Con dos libros de poemas, Las ínsulas extrañas (1933) y Abolición de la muerte (1935) -surrealismo sereno, sin yuxtaposiciones estridentes-, cumple con eso que ha soñado, renueva el panorama venidero.
Ante la pintura de Wolfgang Paalen, César Moro escribe: "¿Cabe mayor ingenuidad que preguntar qué quiere decir el cuadro? Un volcán en ebullición no quiere decir nada. Dice, simplemente, su lenguaje de lava y fuego". Y, en "Sorpresa e inspiración", es Paalen quien señala: "El don poético no es lo que un vano virtuosismo desearía que fuera: un descubrimiento deliberado de sí mismo, sino la capacidad de perder el uno mismo, la audacia para aplastar la vana reflexión, la posibilidad de sumergirse de .cabeza en el pozo del egocentrismo". Observaciones son de los años cuarenta. ¿Ha llovido hacia atrás? Por entonces, y durante treinta años, Westphalen deja de escribir poesía. Su explicación, al término, será así de sencilla: "Lo sorprendente es crear, no dejar de hacerlo": Mano con guante gris. Sobre la mesilla, unas cuantas revistas; entre ellas, el número de Vuelta donde se certifica su desaparición. Westphalen, de reojo, observa que la hojeo. Tose. Y enarbola el presente perpetuo:
-Octavio Paz tiene muchos amigos en Perú. Él sí que escribe. Yo, en cambio, ya no escribo nada.
Intenta proseguir. Sólo le salen treguas, resonancias de esos guiones que puso en lo ya escrito y cuando le convino en lugar de puntos y comas o de comas a secas: "Todavía existe la buena Poesía, juntémonos a su alrededor y oigamos lo que nos dice. El volcán ruge, mientras ruja tenemos tiempo para la danza, el canto, la Poesía, si viene la lava nos acogerá en nuestro mejor momento".
Ha transcurrido hora y pico. O tal vez nada. Me levanto para el ensayo de la despedida, miro de cerca las fotografías familiares y el cuadro de Judith Westphalen que están colgados de las paredes de este cuarto. Sólo ahora me doy cuenta, al volverme, al perder su perfil por un instante, que el poeta encamado lleva puesto, en la mano derecha, un guante de lana gris. Llegan, sin pedirnos permiso, sus versos matinales: "He abandonado mi cuerpo / Como un guante que deja la mano libre". Y se desliza el título de Martín Adán: La mano desasida. Y ahora su voz, con voz de otro, repite: "Yo ya no escribo nada..."
Procuro desviar su atención hacia unos ejemplares, que acabo de adquirir en Arequipa, de aquella espléndida revista suya, Las Moradas, donde literatura, ciencia y artes plásticas entremezclaban lucidez y entusiasmo.
-En eso me gasté toda la plata...
Juego ya al cuestionario, sin ton ni son:
-¿Qué jóvenes poetas peruanos le interesan a usted?
-Después de Sologuren...
-¿Y no vienen a verle los que empiezan?
-Que no vengan, mejor que no vengan...
Y, mientras yo me río, le da por preguntar:
-En caso de no poder ir yo a recoger el premio, ¿se incomodarían conmigo en España?
-Lo lógico, en tal caso, sería que se lo trajesen hasta aquí.
-¡Huy!
Nos vamos despidiendo. Le he recordado su Emblemática: "Toca un cuerpo de modo que absorba con la palma esa extraña electricidad que se enciende al contacto". Y, cariñoso en su perfil inmóvil, dice por último:
-No crea que no agradezco su visita.
Algo tristón, salgo a la calle, paseo por Chorrillos. Después de muchos días de grisura y garúa, veo que en Lima, acaso como adiós a este invierno, se ha puesto por entero a lucir el sol. Esta ciudad -"fea" para Westphalen", "horrible" para Salazar Bondy- me parece hermosísima, esta tarde de sábado, sin importarme el ruido de los coches o el infernal volumen de los altavoces (en taxis, restaurantes y jardines públicos, con·sobredosis de Corazón partío y valses torturados por Eva Ayllón), ni tampoco las manifestaciones constantes contra la reelección de Fujimori, El Chinito. Porque, después de todo, sé que Emilio Adolfo Westphalen, además de poeta excepcional, ha sido siempre un fingidor de abstenciones. Y que alcanzó la perfección en lo que reconoce antigua y esmerada habilidad a su cargo: "hacerse el muerto para no ser reenarcado".
Aunque, a continuación, a la poesía -que también es muy suya o de la mano enguantada- le dé por deshacer y rehacer lo que el otro atesora en su fingir: "Va a agarrar un martillo para golpear el silencio -para pulverizar el silencio- para multiplicar el silencio". Vocación de martirio que, a buen seguro, tiene también su contrapartida: "Aspirar a convertirse en esa hojarasca que arde en las pupilas doradas de ciertas mulatas".
[29 de octubre de 1998]
José-Miguel Ullán