domingo, 22 de enero de 2023

Remembranzas trevijanistas XXXIX


 

 Martín-Miguel Rubio Esteban

Doctor en Filología Clásica
    

Para Antonio la socialidad del arte se basa en la naturaleza social de los materiales, intuiciones y formas que el artista selecciona, para componer otra visión de la realidad más bella o certera que la ordinaria. Cuando el espectador la descubre se produce un doble reconocimiento social. La obra devuelve a la sociedad lo que el artista tomó prestado de ella en el momento creador. Pues no puede haber nada en su inspiración que no provenga de la experiencia de su vida personal en la humanidad y en la naturaleza. Por su parte, la sociedad devuelve a la obra el sentido humano y vivido de la belleza que guardaba encerrada, hasta que pudiera ser compartida por otras sensibilidades, haciéndose social.

Por el contrario, el arte absurdo de lo absurdo no es liberador, ni mejora las condiciones morales o materiales del mundo. Una cosa es la deshumanización del arte, que proviene de la pérdida social de la ingenuidad moral, y otra muy distinta, la negación de la belleza provocada por el conceptualismo abstracto y la experimentación artística, que han inhumanizado la mayoría de las producciones artísticas en los dos últimos tercios del siglo XX, creando el nacimiento de una crítica profesional absurda.

Gracias a los muy abundantes escritos sobre arte de Antonio García-Trevijano, repartidos en libros, trabajos y cientos de artículos, he reflexionado con frecuencia sobre la obra de arte al hilo de ellos. Y una de mis reflexiones ha sido la de percibir que gran parte de la pintura no figurativa parece querer remedar los ideogramas, logogramas y silabogramas anteriores al alfabeto griego. Cuando uno mira los logogramas de la escritura hetita, descifrada por Hrozny, como el teónimo y el zoónimo, o los silabogramas e ideogramas de la escritura micénica descubierta por Michael Ventris y John Chadwick, o el corpus de inscripciones celtas y celtiberas estudiadas por la gran indoeuropeísta italiana Patrizia de Bernardo Stempel, cae en la cuenta de que estas escrituras han servido de soporte inspirador a muchos grandes autores de la pintura no figurativa. Al fin y al cabo las letras son la espiritualización del dibujo, y de haber representado en su días las cosas y sus relaciones pasaron a significar los sonidos con los que se dicen esas cosas, de acuerdo a la definición de Aristóteles. Es así que las escrituras desarrolladas son la primera pintura no figurativa. Los cuadros que el húngaro Moholy-Nagy pintó por teléfono, dando instrucciones sobre papel pautado a una fábrica de pinturas (¡!) tienen más que ver con los logogramas hetitas que catalogó el joven oficial checo Bedrich Hrozny que con la pintura figurativa. Llamamos logograma al signo gráfico que nos indica de qué va el texto, algo así como un artículo temático. Así, por ejemplo, si vemos una elipse dentro de la cual se hayan a sus lados las dos mitades de un círculo perfectamente seccionado, este logograma nos indica que el texto que se inicia va de dioses y en él aparecerán nombres teóforos. Y si vemos tres puntos colocados en los extremos de los lados de un triángulo invisible, entonces es que el texto trata de animales. Este tipo de signos era muy útil en los tiempos de las escrituras semasiográficas –y también en las silabográficas, como era básicamente la escritura
, pues aunque la inmensa mayoría de la población era analfabeta –la escritura era uno de los grandes poderes de la casta sacerdotal, la más conectada con el arte, desconociendo el valor semántico de los ideogramas y el valor fonético de los silabogramas, sí reconocía, sin embargo, lo que indicaban los logogramas; es decir, conocía el tema de que trataban los textos –cosa importante en el caso de las inscripciones. El signo cartaginés de la diosa Tanit fue profusamente representado por el infantil Miró, y probablemente el conocido signo de la paz, tan venerado por los hippies de los 60, sea una derivación de este signo púnico. En numerosas muestras de las ferias de Arco comprobé que muchos cuadros no eran otra cosa que desarrollos malos de grafemas ugaríticos, como combinaciones y juegos de pequeños triángulos. Obras como las de Mathieu, Mondrian, Rothko, Malevich o Albers no son arte, sino pictografía, y algunas tan aburridas que no superan en emoción a los muestrarios para elegir color en automóviles. Es así que el arte abstracto vuelve a las grafías de la casta minoritaria y cerrada de los escribas, crípticas siempre para el pueblo.

Aunque la pintura constituye el primer estadio de la escritura (pictogramas), la historia de la escritura básicamente consiste en el paso que va de la representación abstracta de las cosas –sublime en la escritura mandarín– a la representación de los sonidos con que oralmente representamos las cosas (Aristóteles), a través, probablemente, de las reglas acrofónicas con que comenzaron a utilizarse los viejos signos semasiográficos (alfa/buey, beta/casa, gamma/camello, delta/puerta, waw/uña, eta/postigo, yota/mano, lámda/látigo, mi/agua, ni/pez, ómikron/ojo, pi/boca, ro/cabeza, sigma/diente, taw/señal, etc.) de origen hebreo con carácter ya fonográfico (alfa como vocal abierta central, , beta como labial oclusiva sonora, gamma como velar oclusiva sonora, etc.). Y aunque la pintura haya podido ser la madre formal de la escritura, el significado de ésta no tiene nada que ver con su origen formal. Es así que el arte pictórico es lo opuesto a la evolución necesariamente estenográfica de la escritura, que ha sido el mayor logro “informático” creado por la cultura humana ( el hecho de que Cayetano Enríquez de Salamanca, que en gloria esté, acuñase por vez primera el término “informática” para referirse a los lenguajes de los computadores no nos obliga a utilizar este término de un modo tan restrictivo).

En las ferias de Arco Antonio Sosa pintaba figuras aisladas sobre un fondo de jeroglíficos. La obra Gravitación, en porcelana, de Eduardo Chillida, era todo un zoónimo de la escritura hetita. El Silence, de Joana Rosa, era una auténtica tomadura de pelo de textos redondos en inglés. Banderas, de Alfredo Volpi, parecía inspirarse en el sistema de fraseogramas inventado por Nube Roja, el gran jefe de los Dakotas. Franz John, en su Composición sin título para espacios tectónicos, introducía los caracteres informáticos en sus oscuros cuadros verdosos. Del mismo modo, obras de Joaquín Torres-García, Fernand Léger o Kevin Clarke se han inspirado en la logografía preclásica. Pues bien, ninguna de estas producciones plásticas mencionadas constituye verdadero arte, aunque sí puedan ser expresiones de la cultura gráfica. Ni la pintura ni la escultura son géneros grafológicos de representaciones fonéticas o semánticas locales, sensu stricto, sino artes universales con que transcender desde la belleza las cosas del mundo y sus relaciones.

[El Imparcial]