domingo, 1 de mayo de 2022

Remembranzas trevijanistas (I)




MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Doctor en Filología Clásica


Terminada mi tesis doctoral, Estudio de los principios democráticos en relación con el régimen de Pericles, dirigida por mi admirado y querido maestro Agustín García Calvo, las conclusiones de la misma me hicieron topar con El discurso de la República, que volvía a poner a Antonio García-Trevijano en la palestra política. Su libro me generó tal entusiasmo intelectual, que quise anhelosamente conocer a su autor para hablar de diversos temas de la obra en los que yo coincidía y con los que en cierto sentido me hermanaban intelectualmente con el autor. Conseguido el teléfono de su bufete de La Castellana, concerté con él una cita en ese mismo despacho. Hablamos apasionadamente durante más de dos horas sobre el “misterio” de la Democracia, que él había meditado profundamente durante muchos años, y yo con celo en los últimos cinco. Al final del encuentro, Trevijano me regaló su libro La alternativa democrática, y yo un ejemplar de mi tesis, cuya publicación en Espasa Calpe me llegó a prometer, pero que se olvidó enfrascado en sus propios intereses de publicaciones futuras. Al regalarme su libro, publicado en abril de 1977 en Plaza y Janés, me hizo la siguiente dedicatoria: “A Martín-Miguel, espíritu clásico abierto a lo moderno, a quien espero prologar un bello libro sobre los “idiotas”, y de quien siempre esperaré nobleza y talento cultural”. Mi tesis hoy se puede leer en la página web que los hijos de Agustín García Calvo hicieron tras el fallecimiento del más sabio zamorano.

A partir de este primer encuentro, Antonio y yo tuvimos una relación muy estrecha, teniendo uno el honor de pertenecer en cierto sentido a su círculo más íntimo, en el que se encontraban entonces personas como el juez Joaquín Navarro, el juez también Javier Gómez de Liaño, el profesor Dalmacio Negro, y hasta Baltasar Garzón, del que pronto se separaría el propio Trevijano, que intuía muy bien cómo era el interior de las personas, sabiendo inmediatamente distinguir el agua clara de la turbia, y al alma generosa de la gorrona. Raro era el día que no hablábamos por teléfono, y a menudo yo subía a Madrid como colaborador en muchos de sus proyectos e ideales comunes. Le interesaba que “mis” descubrimientos sobre la Democracia Clásica operasen de algún modo en la pseudodemocracia actual, siendo ésta criticada y confrontada desde los eternos referentes clásicos. Eso le llevó a pedir a su amigo Luis María Anson que me hiciera colaborador de ABC, en el que escribí artículos con una periodicidad de quince días durante cuatro años, hasta que Anson dejó de ser el Director del centenario rotativo. Algunos rumorearon que ello fue a consecuencia de su exitosa obra Don Juan, que no gustó nada a un miembro de la familia real. Yo creo que también estaba la envidia de muchos, que querían condenar al poderoso Anson a un período de ostracismo típicamente clisténico. Pero muy pronto el hiperactivo, arrollador y emprendedor Anson, personaje singular donde los haya, abriría otro proyecto periodístico, La Razón, de la mano de José Frade, el marido de la guapísima Norma Duval.

En aquella época Trevijano escribía en El Mundo, porque a Pedro J. le convenía que combatiese el mejor pensador político del momento, con un portentoso aparato de filosofía moral y política, contra la democracia corrupta y criminal del felipismo ( GAL, Roldán, Paesa, Amedo, Domínguez, Vera, Barrionuevo, Informe Crillon, Palomino, Segundo Marey, etc. ), pero una vez que Felipe González perdió ante Aznar las elecciones, Antonio se hizo innecesario, y Pedro J. empezó a cambiarle los días de su columna y su espacio, extremos estos que Trevijano interpretó como signos indirectos de despido, y él mismo, caballero siempre de alma y de cuerpo, decidió irse de El Mundo. Había sido utilizado despiadadamente por Pedro J. Porque el hecho de que la victoria de Aznar no hubiese implicado el levantamiento total de la manta respecto al horror que el propio Estado había perpetrado los tres últimos años del régimen felipista, hacía pensar que el Estado corrupto de Felipe podía continuar con José María. Por denunciar este hecho Trevijano cayó.

En el nuevo proyecto de Anson, La Razón, “los trevijanistas” tuvimos una página diaria para nosotros, “Otras Razones”, título que rememoraba al propio Anson una frase frecuente de Don Juan, en las que participaban catorce firmas, dos diarias, y entre las que estaba, naturalmente, la del maestro Antonio García Trevijano. Trevijano estaba muy interesado en que participase en la página Agustín García Calvo. Y me encomendó que se lo sugiriese. Éste se mostró muy renuente en un principio, pero luego, a fuerza de mis cariñosas presiones, aceptó la idea, y comenzó a escribir todas las semanas, dejando de escribir en El País. Yo escribía los sábados y fue sin duda una de las etapas más felices de mi vida, hasta que cayó Luis María Anson. Anson no podía sufrir la esquizofrenia moral que soportaban sin problemas morales los nuevos amos del periódico, que también eran dueños del más señalado rotativo del independentismo catalán. A mí siempre me pareció un robo a mano armada la toma del periódico. Quiero destacar aquí cuatro grandes amigos que hice durante mi atapa de La Razón, dirigida al principio por Joaquín Vila, el hombre más leal a Anson que he conocido, y luego, por José Antonio Vera; amigos que aunque eran muy distintos y en algún caso hasta antagónicos, eran los cuatro muy buena gente. El Espíritu sopla donde quiere. Ésa es la verdad. Uno, José Antonio Sentís, subdirector del periódico, que se había marchado del ABC con Anson, un periodista de alma limpia y amigo leal, que defendió nuestra página con pasión a pesar de las constantes presiones que recibió Luis María Anson desde el principio para levantar la página de Otras Razones. Murió joven y tiene que estar en el Cielo. Aznar lo nombró Director de Radio Nacional, y se encontraba sólo y desnudo ante una tripulación izquierdista. Pidió al Presidente que le dejara nombrar a tres colaboradores para al menos hacer de Radio Nacional una voz neutral, pero el presidente José María, como buen liberal austero con el dinero ajeno, le dijo “Ni un duro”. Desgraciadamente los adversarios no tienen ese mismo respeto por el dinero de los impuestos de los ciudadanos. También me encariñé con la dramaturga Paloma Pedrero, la tragediógrafa española más representada, que me invitaba a todos sus estrenos y que supo con delicada mano maestra sacarme un poco del pozo en que un accidente de la vida me había metido. Paloma siente todas las cosas de modo hiperestésico, a pesar de su apariencia dura y fría, y se pone siempre del lado de los más frágiles e incluso de los ya rotos por completo. Entonces estaba casada con un empresario de teatro encantador, Rober Muro, y antes había estado casada con el gran dramaturgo Fermín Cabal. Le deseo con toda el alma que le vaya muy bien a Palomita y a su preciosa hija eslava. Otro personaje con quien tuve una estrecha relación a pesar de mis profundas discrepancias políticas fue el juez Joaquín Navarro. Vivía una guerra terrible en su interior; su alma era capaz de expresar delicadezas de un espíritu agudísimo y exquisito y, en el terreno político, disparaba sus verdades con vulgar grosería. Pero era un hombre muy bueno y muy inteligente, y sólo los tormentos interiores que sobrellevaba explican sus salidas desabridas y violentas. Le tuve mucho cariño, la verdad. Siempre se portó muy bien conmigo. Se había hermanado con el mundo abertzale por los presos brutalmente torturados que le llevaban después de los interrogatorios cuando ejerció en el País Vasco. Otro buen amigo fue el jurista y académico Gregorio Robles, un estudioso formidable de las distintas teorías comunicacionales del derecho y un literato insigne, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Hombre cariñoso, tierno, muy apacible y el mejor componedor para crear buen feeling entre enemigos.